¿Soberanía popular en el estado constitucional? A partir de Rousseau, más allá de Rousseau

AutorRodilla González, Miguel Ángel
CargoUniversidad de Salamanca
Páginas13-37

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1. Soberanía popular y gobierno republicano en Rousseau

En su factura rusoniana originaria la idea de soberanía popular es el resultado de una transformación de la doctrina de la soberanía here-dada de Bodino y Hobbes. Es notorio que cuando rousseau caracterizó la soberanía como una unidad de poder absoluto, indivisible e irresistible, no hacía sino reiterar a su modo la caracterización hobbesiana. Ahora bien, la insistencia de rousseau en cifrar la esencia de la soberanía en la voluntad del cuerpo político le indujo a poner en marcha

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una serie de operaciones con el concepto al final de las cuales la concepción tradicional quedó transformada de punta a cabo. Me referiré brevemente a tres de ellas particularmente significativas

La primera, y más obvia, tiene que ver con la titularidad. Como es sabido, dentro de la tradición pactista tardomedieval y de la tradición contractualista moderna fue moneda corriente distinguir entre origen y ejercicio de la soberanía: el pueblo es el titular originario de la soberanía, pero mediante diversos instrumentos cuasi-jurídicos (stipulatio, autorización, constitución de un fondo fiduciario etc.) delega su ejercicio en el gobierno, el cual por su parte puede adoptar una cierta variedad de formas: monarquía o aristocracia, en alguna de sus variantes, pero también democracia. En la tradición el ejercicio de la soberanía puede, pues, recaer en el pueblo. Para rousseau, en cambio, tiene que recaer en él: sólo el pueblo puede ejercer la soberanía -y eso no por razones prudenciales sino por razones conceptuales. Como he dicho, la esencia de la soberanía es voluntad colectiva, y del mismo modo que un hombre no puede enajenar su voluntad sin anularse como sujeto moral, capaz de decidir autonómamente y de hacerse responsable de sus actos, un pueblo que confía el ejercicio de la soberanía -es decir, su voluntad- a un tercero se transforma en una multitud de hombres administrados y se destruye como pueblo, como sujeto político: «en el instante en que tiene un amo ya no hay soberano, y desde entonces el cuerpo político está destruido» (cs 2. 1, 369).

La segunda operación es tal vez más interesante. He dicho que la esencia de la soberanía es voluntad; ahora puntualizo que es voluntad normativa. Hobbes concebía la soberanía como la unidad indisoluble de todos los poderes públicos -el poder de producir las leyes y el de aplicarlas, el poder de establecer tributos y el de exigirlos coactivamente, el poder de declarar y conducir la guerra y el de hacer la paz, el poder de censura sobre las doctrinas. Rousseau, en cambio, la concibe como un poder de producción de normas generales: los actos de legislación son los únicos actos propios del soberano. Eso arrastraba dos importantes consecuencias antihobbesianas. La primera es que, a diferencia de lo que ocurría en Hobbes, la unidad de la soberanía no sólo es compatible con la división de poderes sino que la exige. Para Hobbes la unidad de todos los poderes de la colectividad en una sola mano era la garantía de la unidad del estado y el antídoto contra la lucha de facciones y la guerra civil. Para rousseau, en cambio, si la soberanía es indivisible es porque es «simple y una» (cs 3.13, 427): su poder se agota en la producción de normas generales. Ahora bien, el buen orden de la comunidad exige mantener nítida la distinción entre lo general y lo particular, y por eso el pueblo, en tanto que titular de la soberanía, no puede asumir más poder que el legislativo. 1 nunca

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se insistirá bastante en la importancia arquitectónica que tiene en la teoría política rusoniana la distinción entre lo general y lo particular, entre poder de producción de normas y poder de aplicación de normas, entre la voluntad colectiva y la fuerza capaz de llevarla a efecto. Sobre esa serie de distinciones levanta rousseau su versión de la teoría de la división de poderes: al legislativo, que corresponde al (pueblo) soberano, le incumbe la determinación del interés general; el gobierno, en su rama judicial y en su rama ejecutiva, se ocupa, en cambio, de la aplicación de las leyes a casos concretos y de la ejecución de los intereses generales en situaciones particulares 2. Una vez así distinguidos ambos poderes, rousseau insiste enérgicamente en mantenerlos separados: el titular del legislativo -que sólo puede ser el pueblo- no puede, en cuanto tal, asumir funciones ejecutivas, pues su incumbencia es lo general 3. Si lo hiciera, se difuminaría la distinción entre norma y mandato, entre ley y decreto, y entonces amenazaría el peligro del desorden y el despotismo, que se alimentan precisamente de la confusión entre lo general y lo particular 4. La segunda consecuencia antihobbesiana es que el poder soberano a pesar de ser absoluto, tiene límites 5. El pueblo, como soberano, tiene un poder absoluto en el sentido de que no está sujeto a restricciones exógenas: es legibus solutus porque su poder procede de una enajenación completa y sin reservas de los derechos que pudieran tener los individuos antes de celebrar el contrato social, y, siendo esto así, ninguna materia susceptible de ser regulada por normas queda fuera de su dominio. Y sin embargo es un poder limitado, pues en tanto que titular del poder normativo de la colectividad sólo puede actuar mediante normas generales, y por eso no puede, como tal, interferir en las decisiones que adopten los particulares en la esfera de libertad definida y protegida

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por las leyes. En este sentido la generalidad de la ley constituye el límite interno al poder del soberano 6.

Por esa vía rousseau se pone en condiciones de esbozar una teoría del gobierno que él caracteriza como republicana y que articula las relaciones entre soberano, gobierno y pueblo en torno a tres principios: (i) subordinación del gobierno al soberano bajo la forma del imperio de la ley, (ii) independencia recíproca del ejecutivo y el legislativo, y finalmente (iii) sometimiento del gobierno al pueblo.

(i) el gobierno está subordinado al soberano, en el sentido de que su voluntad como cuerpo ha de estar sometida a la voluntad (normativa) del soberano: «la voluntad dominante del príncipe no es o no debe ser sino la voluntad general o la ley» (cs 3.1, 399). Habiendo sido instituido para ejecutar la voluntad general, el gobierno no puede realizar ningún «acto absoluto e independiente» (ibid.): todos sus actos son actos de aplicación de la ley y, por tanto están subordinados a la ley. Rousseau no concibe las relaciones entre soberano y gobierno, entre legislativo y ejecutivo, en términos de relaciones de fuerzas, como en el modelo cuasimecanicista («frenos y contrapesos») de Montesquieu, Burlamaqui y los constitucionalistas americanos. Las concibe más bien desde un punto de vista jurídico, como las relaciones entre la ley general y su aplicación a casos particulares y situaciones concretas. El gobierno no es competente para adoptar decisiones colectivas, sino que ha de limitarse a aplicar las decisiones adoptadas por el soberano: las sentencias y los decretos son legítimos sólo en la medida en que son aplicación de la ley o ejecución de las previsiones de la ley. En suma, en una sociedad bien ordenada -en una república- gobiernan las leyes 7.

(ii) Pero la subordinación del gobierno al soberano bajo el principio del imperio de la ley va acompañada de una relativa independencia del gobierno. Como soberano, el poder del pueblo se agota en los actos de legislación; por consiguiente, el pueblo soberano no puede

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intervenir en las decisiones que adopte el gobierno cuando mediante sentencias aplica la ley a casos concretos o mediante decretos ejecuta la voluntad del soberano en circunstancias particulares. El buen orden de la república exige que, en el marco de sus respectivas esferas de competencia, gobierno y soberano actúen libres de interferencias: «si el soberano quiere gobernar o el magistrado dar leyes, o si los súbditos se niegan a obedecer, el desorden sucede a la regla, la fuerza y la voluntad no actúan ya concertadamente (de concert) y, disuelto el estado, cae así en el despotismo o en la anarquía» (cs 3.1, 397). El pueblo es soberano, pero al instituir un gobierno se prohíbe a sí mismo intervenir en casos concretos y asuntos particulares, que son competencia exclusiva del gobierno. En un régimen bien ordenado se da, pues, tanto subordinación del gobierno al soberano-legislador como abstención del soberano-legislador en la esfera de competencia del gobierno.

(iii) Finalmente, además de subordinado a la ley, el gobierno está sometido al pueblo, en el sentido de que sólo el pueblo es competente para (a) decidir sobre la forma de gobierno (si adoptará forma monárquica, o aristocrática etc., y si las magistraturas se ocuparán de forma hereditaria o electiva, vitalicia o temporal etc.) y (b) ejecutar esa decisión confiando el gobierno a tal o cual persona o grupo de personas, a tal o cual dinastía. De modo que, aunque el pueblo no puede interferir en el campo de competencia del gobierno, tiene sin embargo control sobre el gobierno en la medida en que puede, por un lado, cambiar la forma de gobierno y, por otro, reasignar el poder ejecutivo. Es interesante puntualizar que en el primer caso el pueblo actúa como soberano-legislador produciendo la norma que fija la forma de gobierno, mientras que en el segundo actúa como «magistrado», es decir, como gobierno (provisional) que ejecuta esa norma designando al nuevo gobierno. En un régimen republicano este último es el único acto particular que compete al pueblo, aunque no propiamente como soberano 8.

Nos falta todavía una tercera operación, muy...

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