Reseña histórica hasta el estatuto de 2007

AutorMiguel Yaben Peral
Cargo del AutorAbogado. Ex Letrado Consistorial Diplomado Especialista en Derecho Constitucional y Ciencia Política Miembro de la Corte de Arbitraje del ICAM
Páginas43-79

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El saber histórico, siguiendo el razonamiento orteguiano, es una técnica de primera magnitud como factor de inteligibilidad, de comprensión y de explicación de la realidad, que sirve entre otras cosas para no cometer los errores de otros tiempos.

Entiendo que respecto de la imparcialidad en el ejercicio de la función pública, se ha producido una regresión a todas luces escandalosa, en tanto que la clase política dirigente, a la que no se puede considerar precisamente una minoría selecta –no hay ni un solo político que apruebe en las encuestas de opinión–, ha perdido la memoria del pasado, o quizá debido a su poca excelencia, lo desconoce.

En cualquier caso, ignorando también –como ignoran o quizá desprecian– que la constitución no contiene normas programáticas, sino que es de aplicación directa e inesquivable en todos sus preceptos, y que el art. 103.3 contiene un mandato de garantía de imparcialidad, ha vuelto a huir o eludir el régimen estatutario concebido como modelo, para volver al primitivismo de una arcaica Administración clientelar, desprofesionalizada y prebendalista de tan infausto recuerdo, y que vuelve a convertirse –en sus cargos más relevantes– en patrimonio de los políticos de turno, a su mayor gloria.

Sirva pues la presente reseña que haré, como elemento justificativo del avance histórico en la evolución de la función pública, y del retroceso al que en la praxis estamos asistiendo, y que entiendo preciso frenar y reconducir.

La aparición y desarrollo de la burocracia profesional, según nos enseña el prof. Miguel sánchez Morón (derecho de la función pública. Edit.

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Técnos. 2008) se vincula al nacimiento y consolidación del Estado Moderno, en tanto que con anterioridad las funciones públicas, con carácter general eran patrimonio de la aristocracia jerarquizada por la relación personal de vasallaje.

Para Max Weber, la burocracia no es otra cosa que la necesidad de una organización eficiente en cuanto llamada a resolver los problemas de la sociedad para lo cual fue creada «no más, no menos».

Y en éste sentido, entiendo pertinente partir de la crítica del dominio carismático y de la burocracia, como expresión de una racionalización de la que dice se ha vuelto «irracional» y al efecto señala:

«Junto con la máquina sin vida [la burocracia] está realizando la labor de construir la moralidad de la esclavitud del futuro en la cual quizá un día han de verse los hombres, como los «felagas» en el estado Egipcio Antiguo– obligados a someterse, impotentes a la opresión, cuando una Administración puramente técnica y buena, es decir, racional, una Administración y provisión de funcionarios, llegue a ser para ellos el último y único valor, el valor que debe decidir sobre el tipo de solución que ha de darse a sus asuntos» .

Pues bien, históricamente, el influjo de la Revolución francesa proyectó sus efectos sobre la Administración, cada vez más compleja e inter-vencionista en la sociedad civil (hoy la proliferación normativa es asfixiante) y por consiguiente más necesitada de dotarse de funcionarios e empleados, profesionalizados y capaces para asumir las competencias a desarrollar.

A tal fin, durante el siglo xix se produjeron numerosos intentos de racionalizar y regular la función pública que por entonces, desarrollaba sus tareas en una escenario caótico en el que los funcionarios, como recuerda A. nieto (Estudios Ahistóricos sobre Administración y derecho Administrativo. inAp. 1986), estaba constituida como un auténtico patrimonio político del gobierno con quienes actuaba libremente con criterios de rentabilidad política, en el sentido de que con los empleos públicos se premiaba a los amigos leales, y con la amenaza de la temida cesantía (expresión en España del imperante spoil system en el derecho anglosajón) se neutralizaban las posibles veleidades de los empleados.

Hoy, dos siglos después, constatamos la nostalgia y la ignorancia de los políticos con el consiguiente retorno a la patrimonialización de la función pública, a través del uso y el abuso de los nombramientos eventuales

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(autentica lacra que se denuncia continuamente por los medios de difusión) sin el menor resultado.

Y en menor medida, con los nombramientos de libre designación, que sirven y se pretende que sirvan como instrumento útil para la perpetuación del político de turno, en lugar de servir para alcanzar los fines políticos del Estado.

De tal manera que la vuelta a las viejas estructuras clientelares constituye una auténtica desgracia para la función pública y para la ciudadanía.

El prof. garcía de Enterria (La Administración Española. Alianza Editorial. 1985) nos recuerda que ésta se fue construyendo durante el siglo xix de manera improvisada y provisional para ordenar una función pública caótica en la que imperaba el sistema de botín.

Hay práctica unanimidad en que la Administración (la burocracia) durante aquél siglo era efectivamente un patrimonio perteneciente a la clase política dominante en cada momento, de manera que era habitual la aplicación del conocido como sistema de despojos o de botín a tenor del cual cada cambio de gobierno llevaba aparejada la cesantía de la inmensa mayoría de los empleados públicos, con el simultaneo «repartimiento de cargos» a los afines.

Hasta el punto de que el cesante (primero favorecido y más tarde víctima del reparto de prebendas políticas), se definía en el diccionario de canga Argüelles como «…el que queda sin ocupación por resultas de reformas políticas…».

Desde el Antiguo Régimen hasta hoy, se ha producido una larga marcha en la ordenación y regulación de la función pública, de la que hago la siguiente reseña:

1 La función pública en el antiguo régimen hasta la revolución francesa

Durante aquella etapa (siglos xvi a xviii) que precedió a la Revolución francesa, y en la que sucedieron y dominaron las Monarquías autoritaria y absoluta, predominaba el poder estamental (nobleza y clero) configurados como estamentos con privilegios.

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La burocracia era entonces patrimonio del poder, presidido por el patronazgo, el clientelismo (de tan infausto recuerdo y lamentablemente recuperado), y la venta de cargos, en los que la venalidad de los oficios públicos convertía en propietarios a los que obtenían los oficios.

El prof. sánchez Morón (derecho de la función pública. Edit. Técnos 1997), nos recuerda que la aparición y desarrollo de la burocracia se vincula al nacimiento y consolidación del Estado Moderno habida cuenta de que con anterioridad «…las funciones que podríamos llamar públicas eran (salvo las derivadas de las franquicias municipales) patrimonio de la aristocracia jerarquizada por la relación personal de vasallaje y los cargos se transmitían por herencia…».

La venta de cargos que el prof. f. Tomas y valiente (gobierno e instituciones en la España del Antiguo Régimen. Alianza universitaria 1982) clasifica en oficios de pluma: Escribanos y notarios; oficios de poder: Regidores y Alguaciles Mayores, y oficios de dinero: contadores, Tesoreros y depositarios, suponían otrora para la hacienda pública unos ingresos nada desdeñables, hasta el punto de que, como nos recuerda A. dominguez ortiz (La venta de cargos y oficios públicos en castilla y sus consecuencias económicas y sociales. Ariel 1985), «… cuando ya no había oficios para vender se crearon otros nuevos, los llamados «acrecentados», sobre todo aquellos que tenían mayor demanda, creando así a lo largo de éstos siglos un excedente en burocracia y que realmente no servían para nada, pero que a corto plazo dio importantes ingresos a la Hacienda, aunque a largo plazo resultaría ser una importante carga para el Estado…».

Merece la pena hacer un paréntesis en el decurso histórico, para –mutatis mutandis– recordar que hoy, la «venta de cargos», se ha transformado en el «regalo de cargos» (eventuales). y al igual que aconteció entonces, se ha producido hoy el desbordamiento de una burocracia estéril e intervencionista hasta límites exasperantes, en la que estos modernos «acrecentados» gozan de unos salarios, que en aquél tiempo se llamaban gages (no en su definición de consecuencias molestas o perjudiciales, sino todo lo contrario) y que hoy representan rentables «enchufes remunerados» cuyos beneficiarios (los eventuales), naturalmente deben obediencia ciega...

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