Prólogos

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Prólogo a la cuarta edición italiana de La sociedad del espectáculo de Guy Debord

Este texto, aparecido como prefacio a la traducción italiana de Paolo Salvadori (Vallecchi, Florencia, 1979) y que en su momento provocó intensas reacciones en Italia, es ya un clásico del análisis de la política terrorista en la sociedad del espectáculo, pero no por ello ha perdido vigencia el contenido de su denuncia. Algunas de las tesis aquí expuestas son analizadas más en detalle por Gianfranco Sanguinetti en «Sobre el terrorismo y el Estado». La presente traducción de Luis A. Bredlow completa la reedición de «Comentarios sobre la sociedad del espectáculo» (Barcelona, Anagrama, 1999) bajo una traducción diferente a la publicada por esta editorial en 1990.

De este libro, publicado en París a fines de 1967, han aparecido ya traducciones en una decena de países. Las más de las veces, se produjeron varias en una misma lengua, por editores que competían; y casi siempre fueron malas. Las primeras traducciones fueron infieles e incorrectas en todas partes, con la excepción de Portugal y quizás de Dinamarca. Las traducciones publicadas en neerlandés y en alemán son buenas a partir del segundo intento, aunque el editor alemán en cuestión descuidó en la impresión la corrección de una multitud de erratas. En inglés y en español habrá que esperar el tercer intento para saber qué he escrito. No se ha visto, sin embargo, nada peor que en Italia, donde el editor De Donato publicó, desde 1968, la más monstruosa de todas, que no fue mejorada más que parcialmente por las dos traducciones rivales que siguieron. Por lo demás, en aquel momento Paolo Salvadori fue a ver en sus despachos a los responsables de aquel desafuero, los golpeó y les escupió literalmente a la cara: pues tal es naturalmente, la manera de actuar de los buenos traductores cuando encuentran a los malos. Esto es lo mismo que decir que la cuarta traducción italiana, hecha por Salvadori, es por fin excelente.

Esta incompetencia extrema de tantas traducciones que, excepto las cuatro o cinco mejores, no me fueron presentadas, no quiere decir que este libro sea más difícil de entender que cualquier otro que jamás haya merecido realmente ser escrito. Ese tratamiento tampoco está reservado en particular a las obras subversivas, acaso porque en este caso los falsificadores por lo menos no hayan de temer que el autor los demande ante los tribunales, o porque las inepcias añadidas al texto puedan favorecer las veleidades refutatorias de los ideólogos burgueses o burocráticos. No se puede menos que constatar que la gran mayoría de las traducciones publicadas durante los últimos años, en cualquier país que sea, e incluso tratándose de clásicos, están pergeñadas de la misma forma. El trabajo intelectual asalariado tiende normalmente a seguir la ley de la producción industrial de la decadencia, conforme a la cual la ganancia del empresario depende de la rapidez de ejecución y de la mala calidad del material utilizado. Desde que esa producción tan resueltamente liberada de cualquier traza de miramientos para con el gusto del público ostenta en todo el espacio del mercado gracias a la concentración financiera y, por consiguiente, a un equipamiento tecnológico cada vez mejor, el monopolio de la presencia no cualitativa de la oferta, ha podido especular cada vez más descaradamente con la sumisión forzada de la demanda y con la pérdida del gusto, que es momentáneamente su consecuencia entre la masa de la clientela. Trátese de

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la vivienda, de la carne de vaca de criadero o de los frutos del espíritu ignorante de un traductor, la consideración que se impone soberanamente es que a partir de ahora se puede obtener muy rápidamente y a menor coste lo que antes requería un tiempo bastante largo de trabajo cualificado. Por lo demás es cierto que los traductores tienen poco motivo para esforzarse por comprender el sentido de un libro y, sobre todo, por aprender antes la lengua en cues-tión, cuando casi todos los autores actuales han escrito con tan manifiestas prisas unos libros que habrán pasado de moda dentro de tan breve tiempo. ¿Para qué traducir bien lo que era inútil escribir y que nadie va a leer? Por este lado de su peculiar armonía el sistema espectacular es perfecto; se desmorona por todos lados.

Esta práctica corriente de la mayoría de los editores resulta, sin embargo, inadecuada en el caso de La sociedad del espectáculo, que interesa a un público enteramente distinto y para otro uso. De una manera más nítidamente delimitada que antes, existen distintas clases de libros. Muchos hay que ni siquiera se los abre; y pocos que se copian en los muros. Estos últimos extraen su popularidad y su poder de convicción precisamente del hecho de que las despreciadas instancias del espectáculo no hablan de ellos o sólo dicen de pasada alguna banalidad. Los individuos que habrán de jugarse la vida partiendo de cierta descripción de las fuerzas históricas y de su empleo están, por supuesto, ansiosos de examinar por sí mismos los documentos en unas traducciones rigurosamente exactas. No cabe duda de que en las presentes condiciones de producción supermultiplicada y de distribución superconcentrada de libros, la casi totalidad de los títulos no conoce el éxito o, con más frecuencia, el fracaso sino durante unas pocas semanas que siguen a su publicación. El grueso de la actual industria editorial funda sobre eso su política de la arbitrariedad precipitada y del hecho consumado que bien les conviene a los libros de los que no se hablará más que una vez y no importa cómo. Este privilegio no existe aquí, y es del todo inútil traducir mi libro deprisa y corriendo, puesto que la tarea será siempre recomenzada por otros y las malas traducciones se verán sustituidas sin cesar por otras mejores.

Un periodista francés que redactó recientemente un grueso volumen, anunciado como apto para renovar todo el debate de las ideas, explicó pocos meses después su fracaso por el hecho de que, más que ideas, le habían faltado lectores. Declaró, por tanto, que estamos en una sociedad donde no se lee, y que si Marx publicase ahora El Capital, iría una tarde a explicar sus intenciones en algún programa literario de la televisión, y al día siguiente no se hablaría más del asunto. Ese divertido error delata muy a las claras el ambiente en que se originó. Evidentemente, si alguien publica en nuestros días un verdadero libro de crítica social, se abstendrá seguramente de ir a la televisión o a otros coloquios de esa clase, de manera que se hablará de él todavía diez o veinte años después.

A decir verdad, creo que no hay nadie en el mundo que sea capaz de interesarse por mi libro, salvo aquellos que son enemigos del orden existente y que actúan efectivamente a partir de esta situación. La certeza que tengo al respecto, bien fundada en teoría, se ve confirmada por la observación empírica de las pocas alusiones y críticas indigentes que ha suscitado entre quienes ostentan -o se están esforzando por adquirir- la autoridad de hablar en público dentro del espectáculo, delante de otros que callan. Estos diversos especialistas de apariencias de discusiones que se llaman todavía, aunque abusivamente, culturales o políticas, han adaptado necesariamente su lógica y su cultura a las del sistema que los puede emplear, y no solamente porque han sido seleccionados por él, sino ante todo porque jamás han sido instruidos por ninguna otra cosa. Entre quienes han citado el libro atribuyéndose alguna importancia, no he visto hasta ahora ni uno solo que se haya atrevido a decir, siquiera sumariamente, de qué hablaba: en realidad, para ellos no se trataba sino de dar la impresión de que lo ignoraban. Al mismo tiempo, todos los que le han encontrado un defecto parecen no haberle encontrado otros, puesto que no han dicho de él nada más. Pero cada vez el defecto preciso parecía suficiente para dejar satisfecho a su descubridor. Uno había visto que el libro no abordaba el problema del Estado; otro había visto que el libro no tenía en cuenta la existencia de la historia; otro lo rechazó como un elogio irracional e incomunicable de la pura destrucción; otro lo condenó por ser la guía secreta de la conducta de todos los gobiernos que se habían constituido

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desde su aparición; otros cincuenta llegaron inmediatamente a otras tantas conclusiones singulares, dentro del mismo sueño de la razón. Y lo escribieran en periódicos, en libros o en panfletos compuestos ad hoc, todos empleaban, a falta de algo mejor, el mismo tono de impotencia caprichosa. Por el contrario, este libro ha encontrado de momento sus mejores lectores, que yo sepa, en las fábricas de Italia. Los obreros de Italia, que hoy en día pueden servir de ejemplo a sus compañeros de todos los países por su absentismo, sus huelgas salvajes que no se dejan...

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