Prólogo

AutorCésar Herrero Herrero
Cargo del AutorProfesor de Derecho Penal y Criminología

Parte de razón lleva el Juez de Menores francés, CHADEVILLE-PRIGENT, cuando viene a asegurar que la delincuencia juvenil (como, por lo demás, cualquier clase de criminalidad) no puede ser considerada sino como una realidad compleja. ¿Por qué ? Porque es, al mismo tiempo, la expresión de un fenómeno individual, de un fenómeno de grupo y de un fenómeno referente a la sociedad en sí. Que, sin embargo, después de regulares y profundos estudios, entorno a esos aspectos, iniciados en el siglo XIX, los criminólogos parecen representarle como un "muñeco monstruoso, atados sus pies y manos a una serie interminable de factores bio-psico-socio-culturales". Y tanta diversidad factorial no favorece que los responsables de hacerle desaparecer puedan ponerse de acuerdo en una sustancial respuesta operativa, que permita hacerle frente articulando, con naturalidad, los distintos puntos de vista y las correlativas intervenciones. Por ello, mientras se preguntan, como siempre, "si el menor delincuente debe, o no, ser considerado como un adulto en miniatura o si su delincuencia es, o no, simple perturbación de su personalidad", la delincuencia juvenil no cesa de acrecentarse.1

Los que propenden a estimar al menor como adulto, con limitaciones más o menos señaladas, se inclinan, de forma abierta, por acercar, y hasta igualar, las formas de lucha frente a ambas delincuencias (la de adultos y menores) subrayando, en todo caso, la prevalencia de la intimidación-represión-retribución.

Los que aducen, simplemente, la "turbulencia personal", por la edad, como base-monopolio de la delincuencia de menores, reclaman tolerancia exagerada e, incluso, necesaria e indiscriminada impunidad.

Desde la precedente falta de equilibrio, han de ser entendidas las afirmaciones llevadas a cabo por Marco BOUCHARD, quien, aproximadamente, viene a sostener: Que, entre la mitad de los años 80 y la mitad de los años 90, se ha registrado en todo el mundo una tendencia clamorosamente negativa en el número de delitos cometidos por los menores. Señalando, por ejemplo, que, en Italia, las denuncias habrían pasado de cerca de 20.000, en el año 1986, a cerca de 45.000 en 1991. Mientras que, en Estados Unidos entre 1984 y 1993, el porcentaje de homicidios, realizados por muchachos de entre 14 y 17 años, arrojaría, nada menos, que un incremento del 169%.

No es fácil deducir - reflexiona el mismo autor- si ha sido la tendencia a modificar los sistemas normativos o, al contrario, si han sido éstos últimos en unión de los aparatos de control del crimen, los que han provocado la fermentación, así de consistente, de los ilícitos del menor. Pero subraya que, sea como fuere, queda el hecho de que han cambiado profundamente el clima y la consideración que venían caracterizando, hasta fechas recientes, las respuestas sociales e institucionales a la delincuencia de menores. Tanto es así, que cabe señalar el efectivo intento de imprimir una verdadera y propia desviación en el modo de ser y aplicar la justicia de menores.

Muchos indicadores (las normas, la práctica, las orientaciones culturales), añade también aquél, han revelado una suerte de paso de época en el interés de enfatizar: de la personalidad del menor al delito por éste cometido. De centrarse en la personalidad del menor, para hacer frente a tal delincuencia, a centrarse en su infracción, con finalidad idéntica. Esta hipótesis puede ser claramente verificada a la luz de los propósitos que los Estados occidentales expresan en sus elaboraciones oficiales sobre las medidas necesarias, o auspiciables, para hacer frente a la delincuencia juvenil.2

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