Populismo y políticos: Una cuestión de hombres? y de instituciones

AutorAlfredo Ramírez Nárdiz
Páginas65-99
CAPÍTULO SEGUNDO
Populismo y políticos:
Una cuestión de
hombres… y de
instituciones
El ejemplo, decíamos, Winston. El ejemplo. Es ha-
blar del ejemplo y me viene a la memoria ese ínclito
presidente del gobierno de cierto país del sur de Eu-
ropa, de cuyo nombre no quiero acordarme, al que
no se vio nunca en un teatro, cine, biblioteca, museo
o acto cultural de ningún tipo y que, sin embargo,
acudía a la radio a comentar partidos de fútbol y
se mostraba ufano en videos electorales tomándose
unas cervecitas con los parroquianos. Que cercanía.
Que bonhomía. Tu tía y la mía. Claro, después no era
capaz de decir tres frases coherentes seguidas. Pero,
bueno, tampoco vamos a pedirle peras al olmo.
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Alfredo Ramírez Nárdiz
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Cuando una ciudadanía elige como su líder
a un señor que tiene menos formación que la que
se requeriría para muchos empleos mínimamente
cualificados, que tiene unas inquietudes intelectua-
les nulas y unas aficiones culturales inexistentes,
la pregunta inmediata es por qué. Y la terrible res-
puesta que asoma amenazante en el horizonte es:
porque se identifican con él. Él es ellos o, peor aún,
él es como ellos querrían ser.
Efectivamente el político nunca es el ver-
dadero problema, sino el síntoma del problema,
pues el problema de fondo no es otro que el pue-
blo. Ortega hubiera dicho algo así como que la
masa crea al líder carismático o la masa crea al
ceporro profesional. Pero siempre es la masa la
que crea, no dependiendo dicha función creadora
de otra cosa más que del estado en el que ella se
encuentre. Los dos protagonistas de este proceso,
pueblo y líder, se retroalimentan, pues el políti-
co, una vez elegido y aupado al cargo público, se
convierte en el espejo en el que se ve reflejado el
pueblo. Es decir, el político es vulgar porque el
pueblo es vulgar, pero el pueblo es vulgar porque
el político es vulgar.
Guía urgente para entender y curar el populismo
(Resultados no garantizados)
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¿Cómo invertir esta dinámica y conseguir
políticos de los que sentirse orgullosos? En primer
lugar, desengañándonos. Nunca nos sentiremos
orgullosos de nuestros políticos. Salvo en países
muy dados a la emoción, y que a falta de reyes
tienen presidentes, en los Estados más o menos
civilizados los políticos nunca son objeto de or-
gullo. Al menos no mientras están vivos. Uno se
siente orgulloso de su hijo, de su perro amaestra-
do (no es el caso de Winston, que no sabe hacer
más truco que la desaparición mágica de las piñas
coladas), o de la puntualidad de tren alemán de
sus intestinos, pero no se siente orgulloso de sus
políticos. Al fin y al cabo los elegimos, entre otras
cosas, para tener a alguien a quien echarle las cul-
pas de todo lo que sale mal.
Es cierto que para conseguir buenos políti-
cos, que sepan cómo reaccionar y como proteger
la democracia liberal cuando el populismo llama a
la puerta, no parece cosa menor intentar mejorar
la sociedad. A mejor sea la sociedad, mejores serán
sus políticos. Vienen de ella y son su reflejo. Eso
dijimos y está bien. Pero no es bastante. Hay que
mejorar en sí a la clase política. ¿Cómo? En el pro-

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