Una nueva mirada ante el derecho

AutorJosé Ignacio Solar Cayón

Nada hacía, pues, presagiar el cataclismo que estaba próximo a avecinarse. A mediados de la década de los treinta el jurista estadounidense, formado en las coordenadas y los hábitos intelectuales del paradigma jurídico clásico, seguía disfrutando de una "tranquila confianza en la creencia de que el orden jurídico era una estructura autónoma, determinada, natural, neutral, necesaria, objetiva y apolítica de principios y normas, fundada en una auténtica lectura de la experiencia americana"1. El Classical Legal Thought, ofreciendo esa visión cerrada y coherente del universo jurídico que pretendía enraizar en el genuino espíritu constitucional americano, había ganado una hegemonía tan absoluta en los tribunales que parecía adornado de un carácter casi imperecedero. El edificio jurídico clásico se hallaba aparentemente, pues, más firme que nunca.

Y no sólo en un sentido estrictamente metafórico. En octubre de 1935 el Tribunal Supremo había abandonado su tradicional sede en una vieja cámara del Senado para instalarse en el Palacio de Marmol (Marble Palace ) que constituye su ubicación actual: un imponente edificio neoclásico, de líneas puras, proporcionadas, rematado en su frente por un majestuoso pórtico de columnas corintias, que se erigía orgulloso como un símbolo fehaciente y palpable del espíritu de claridad y simetría que alentaba la conciencia jurídica clásica. Un mayestático marco atemporal diseñado para cobijar un orden jurídico con vocación de perdurabilidad pero que, por azares del destino, se convertiría casi inmediatamente en el solemne escenario del dramático acto final en que desembocaría la pugna entre la administración Roosevelt y el orden jurisprudencial clásico. Pugna que finalizaría con la brusca desintegración de aquel paradigma y el desmoronamiento de aquella sensación de complacencia en que se hallaba instalado desde hacía más de medio siglo el pensamiento jurídico estadounidense.

En el plazo de unos pocos meses, diversas sentencias del Tribunal Supremo demolieron completamente los presupuestos básicos sobre los que se había asentado aquel orden. Sin solución de continuidad, el Classical Legal Thought habría de ceder el paso de la historia a lo que G. Gilmore ha denominado The Age of Anxiety, una edad marcada por la ruptura de la armonía clásica y la angustiosa sensación de pérdida del comfortable mito de la coherencia interna y la estabilidad del derecho2. Este abrupto viraje no es simplemente -como a veces se ha intentado sin embargo presentar desde visiones demasiado simplistasel resultado de ciertos cambios en la composición de los miembros de un Tribunal que, a pesar de la firmeza de sus doctrinas, se hallaba desde hacía tiempo profundamente dividido. Más allá de las iniciativas institucionales emprendidas por Roosevelt con el fin de promover la consolidación de una mayoría de signo progresista en el seno del Tribunal, el cambio jurisprudencial fue la resultante final de un complejo y profundo proceso de crisis y transformación de los presupuestos fundamentales sobre los que se había cimentado el pensamiento jurídico.

Con los últimos estertores del siglo XIX y, sobre todo, en las primeras décadas del nuevo siglo, se empezaba a vislumbrar cada vez con mayor claridad, aun por debajo de la ideología clásica dominante, la emergencia de una serie de planteamientos jurídicos críticos, alternativos, que, si bien resultaban bastante heterogéneos entre sí, compartían básicamente una actitud relativista, empirista y funcional. De manera que, justamente al mismo tiempo que el Classical Legal Thought alcanzaba el cénit de su apogeo en las salas judiciales, se estaban incubando también las fuerzas que acabarían por destruirlo. La misma decisión del caso Lochner expresa fehacientemente esta paradoja. Si bien es verdad que la opinión del Tribunal Supremo en este caso constituye un hito singular en los anales jurisprudenciales estadounidenses en cuanto representa el triunfo y afianzamiento definitivo del paradigma jurídico clásico, no es menos cierto que el celebérrimo disenso del Juez Holmes en ese mismo asunto marca históricamente un punto de inflexión en la medida en que inmediatamente se convirtió en una referencia fundamental que galvanizó la reacción progresista que condujo al asalto frontal de aquel orden.

Por otra parte, este proceso de crisis y transformación de los presupuestos de la ciencia jurídica no constituyó un fenómeno aislado. Antes al contrario, buena parte de los nuevos planteamientos eran el resultado de la traslación directa al ámbito jurídico de una serie de desarrollos epistemológicos que se estaban produciendo en el campo del conocimiento científico y filosófico en general, y que implicaban una forma radicalmente nueva de concebir la tarea de conocer. Desde esta perspectiva, la reacción contra el Classical Legal Thought puede enmarcarse en el contexto más amplio de un ambiente intelectual generalizado de desafío frente a lo que hasta entonces había sido una incuestionada concepción del conocimiento científico. Ambiente que ha sido definido por M. G. White, en términos que resultan tremendamente evocadores para el jurista, como de "revuelta contra el formalismo"3.

  1. UNA NUEVA CONCEPCIÓN DEL PENSAMIENTO. EL PRAGMATISMO

    Ya se señaló cómo la conformación del Classical Legal Thought respondía en buena medida al intento de ajustar la reflexión jurídica a los presupuestos epistemológicos que definían el paradigma científico positivista dominante. De acuerdo con este paradigma, la actividad científica era concebida fundamentalmente como una empresa de descubrimiento, a partir de la aséptica observación y clasificación de una realidad ya dada, de aquellos principios y leyes generales que rigen el devenir de la experiencia. Principios y leyes que se consideraban dotados de un carácter necesario, natural, en la medida en que eran concebidos como meras representaciones o reproducciones mentales de aquellas relaciones, no por invisibles menos reales -por ejemplo, y característicamente, las relaciones de causalidad-, que articulan objetivamente dicho devenir. De este modo, el descubrimiento de los mismos, en cuanto suponía alumbrar las claves ocultas que rigen la dinámica del acontecer, posibilitaría el objetivo último de la deducción o previsión de los distintos acontecimientos particulares de la experiencia.

    Por ello, uno de los aspectos centrales de la señalada reacción frente a este modo de pensar formalista, que procedía deductivamente a partir de una serie de principios asumidos como "naturales", fue precisamente la insistencia en el carácter contingente y, por tanto, relativo, de todo esquema de pensamiento. Frente a las ideas de racionalidad, objetividad, necesariedad, neutralidad, etc. que habían constituido las señas de identidad características de la actividad y el conocimiento científicos, con el despertar del nuevo siglo surgen por doquier voces que hacen especial hincapié en los condicionantes históricos, culturales, políticos, económicos, éticos, psicológicos, etc. de toda elaboración intelectual. Y en el marco de esta rebelión contra aquel modo de pensamiento abstracto, objetivo y deductivo, corresponderá un protagonismo fundamental al Pragmatismo, la filosofía que rápidamente se difundió por el panorama intelectual americano y que tuvo una directa y profunda repercusión en el ámbito de la reflexión jurídica.

    Charles S. Peirce, el inspirador del nuevo movimiento filosófico, planteaba ya en un artículo de 1877-8 publicado bajo el programático título de "Cómo esclarecer nuestras ideas" la necesidad de desarrollar una nueva lógica científica que tomara distancia respecto de los conceptos positivistas de "verdad" y de "realidad". En su opinión, carecía totalmente de sentido aquella concepción generalmente aceptada de la realidad como algo preestablecido, ya dado, existente con independencia de nuestros procesos cognitivos. Antes al contrario, "lo real", en todo caso, constituye a su entender algo que debe acreditarse en, y resultar de, el desarrollo de tales procesos: "la opinión destinada a que todos los que investiguen estén por último de acuerdo con ella es lo que significamos por verdad, y el objeto representado en esta opinión es lo real". Esta es, concluye Peirce, "la manera cómo explicaría yo la realidad"4. Es decir, no tanto como un presupuesto objetivo, y exterior al sujeto, a partir del cual operan los mecanismos del entendimiento sino precisamente como el resultado del desenvolvimiento de aquellos procesos cognitivos.

    Ello no significa negar la existencia de todo referente exterior al sujeto que conoce y a los procesos del conocimiento, esto es, la realidad de aquellas entidades que constituyen el objeto sobre el que se proyectan dichos procesos. Tales entidades existen sin duda al margen de cualquier actividad intelectiva. Negar tal hecho sería abocar directamente en el solipsismo y la total arbitrariedad epistemológica. Lo que sucede es que tales objetos reales sólo se presentan ante nuestro entendimiento y, sobre todo, sólo pueden funcionar en él como herramientas de conocimiento en tanto objetos intelectualizados. Esto es, sólo una vez que los datos empíricos procedentes de nuestras sensaciones han sido sometidos al tamiz de nuestros esquemas conceptuales, aquellos aparecen dotados de un significado operativo.

    Es en este sentido en el que Peirce afirma que el objeto "no puede ser nada que esté fuera de la esfera de nuestro conocimiento"5. Los conceptos, las teorías, las leyes -en definitiva todos aquellos elementos que conforman lo que consideramos "lo real"son en último término pensados, no observados. William James, el sistematizador de los principios del método pragmatista, afirmará en idéntico sentido que, "aunque permanezca el hecho bruto de que existe un flujo sensible, lo que es cierto de ello parece, desde el principio al fin, una exclusiva creación nuestra"6. Ello suponía una profunda revisión de lo que significa la propia tarea de conocer...

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