La norma fundamental del Derecho o el unicornio jurídico.

AutorCésar A. López Sánchez
Páginas3239-3268
I Preámbulo filósofico obligado

Lo que es, es; lo que no es, no es. Éste es el clásico resumen de la ontología de Parménides, filósofo griego contemporáneo del más célebre Heráclito, fundador de la escuela eleática, maestro de Zenón, junto a quien, de acuerdo con la leyenda, viajó a Atenas con el propósito de polemizar con el mítico Sócrates, titán invicto de la filosofía, a quien, contrario a lo que era de esperarse (después de todo, es su fiel fanático, Platón, quien nos cuenta la «historia»), demostró inequívocamente la superioridad incontestable de sus propias ideas. Lo que es, es; lo que no es, no es. Ser o no ser, diría Shakespeare.

Las cosas, las ideas, los entes, sólo tienen dos alternativas: o son, o no son. No existe otra opción, se es o no se es. Tertium non datur. Disyunción absoluta y exclusiva. De lo que es, estamos obligados a afirmar algo: que, de hecho, es. De lo que no es, estamos, asimismo, obligados a negar algo: que sea. Parménides, precursor inconsciente de la lógica, construye aquí, en embrión, el que más tarde recibiría el título de principio de identidad: lo que es, es; A = A. Construye también, sin querer queriendo, el llamado posteriormente principio de la no-contradicción: nada que es, al mismo tiempo no es; no es posible que un ente sea y no sea a la misma vez; ~ (A * ~ A).

De acuerdo con Parménides lo que es, es decir, el ser, lo que de aquí en adelante llamaremos la Realidad, es uno solo, idéntico consigo mismo, eterno, infinito e inmutable. Sólo puede existir una Realidad, fuera de ella, aparte de ella, nada existe. (Pido disculpas por la posible confusión creada por la yuxtaposición de conceptos tan antitéticos como «nada» y «existencia».) Esta única y exclusiva Realidad es concebible, imaginable y efable. De hecho, afirma el filósofo que «es necesario que lo decible y pensable sea, pues puede ser, pero nada no es». De «nada», nada deviene, nada llega a ser y nada es posible imaginar, pensar ni afirmar. Por consiguiente, lo concebido y concebible es, existe, es real, participa del Ser. Afirmar, decir, que algo es, o ni siquiera llegar a la expresión verbal, limitarse a pensar que algo es, concebirlo, imaginarlo, implica necesariamente que ese algo existe y que su existencia es, y aquí nos apartamos del requisito o atributo de unicidad exigido por Parménides, independiente del proceso mismo mediante el cual se le piensa. Pensar que algo existe, según Parménides, significa, a la misma vez, reconocer que existe pues, si no existiera, no sería posible pensar en ello.

Pensar, precisamente, y mucho, fue lo que hizo Aristocles, a quien conocemos mejor por su apodo, Platón, el filósofo más influyente de Occidente.

El producto más importante, controvertible y significativo de su pensamiento es, sin lugar a dudas, su teoría de las Ideas o teoría de las Formas, que constituye el fundamento de la metafísica clásica (aunque resulta conveniente recordar que el vocablo «metafísica» no fue acuñado por este filósofo, sino por los discípulos de uno de sus discípulos, Aristóteles). Platón (el nombre significa «de espalda ancha», lo que hace alusión al hecho de que Aristocles era, según ciertos rumores, un consumado fisiculturista, dato curioso e irónico, pues fue él, más que cualquier otro pensador, el creador de una teoría que predica el menosprecio y el desdén de la «carne», del cuerpo), por razones perfectamente inteligibles, de naturaleza política, social e histórica, llega a experimentar una profunda insatisfacción con respecto del mundo que le rodea, el mundo «real», material, concreto y empírico, el mundo de relaciones intersubjetivas y experiencias físicas, el mundo, en una palabra, del trajín diario. Dicho disgusto le lleva a proponer la existencia de otro mundo mucho mejor que éste, distinto de éste no sólo en términos cuantitativos, sino, sobre todo, en esencia, cualitativamente. Platón es, pues, el máximo exponente de la postura existencial que conocemos como escapismo: la construcción de un mundo imaginario que permite al ser humano olvidar, ignorar o «escapar de» los infortunios y las imperfecciones de este mundo en el que nos encontramos atrapados.

Ese otro «mundo» 1, el Topos Uranos o Kosmos Noetos, es el mundo de las Ideas o de las Formas, los modelos o arquetipos de todo aquello que se encuentra en el mundo material. Aunque éste, nuestro mundo, es real, no lo es tanto como el Mundo de las Ideas, pues los objetos y seres del mundo físico poseen tan solo una realidad prestada, aparente, accidental y subordinada. Las Ideas, según Platón, son Reales; las cosas, por otro lado, son meramente, en el mejor de los casos, reales o cuasi-reales. Platón desecha el monismo de Parménides. Este mundo es real, aunque no tan Real como el mundo de las Ideas. No cabe duda de que la Realidad reside primordialmente en las Ideas, pero las cosas del mundo material, las copias, participan también, en algún grado, de esa Realidad inmanente a sus arquetipos inmateriales.

El verdadero, auténtico y genuino Ser se encuentra, sin embargo, solamente en las Formas o Ideas.

Las Ideas (nótese la mayúscula) platónicas no equivalen a las ideas (minúscula) de las que corrientemente habla el ser humano vulgar. Éstas «se encuentran», por decirlo de algún modo, en la mente o la imaginación de un sujeto, aquéllas (las Ideas) son más bien realidades objetivas que existen independientemente de la mente humana, existen en sí mismas y por sí mismas, son autónomas, poseen existencia propia. (En sus escritos tardíos Platón parece adjudicar cierto carácter subjetivo a las Ideas, al «colocarlas» en la mente de los dioses.) Además, las Ideas son trascendentales y eternas, pues su existencia no está sujeta a los límites del tiempo y el espacio, es decir, no son prisioneras del tiempo, existían antes de que existiera el tiempo y cuando el tiempo termine continuarán existiendo. En resumen, las Ideas son perfectas.

En ellas se encuentran, en grado superlativo e insuperable, todas las características o virtudes de aquellas cosas hechas a su «imagen y semejanza ». Dado que ellas son las primeras formas o modelos (arquetipos) de todo aquello que existe o pudiera existir, es obvio que de su conocimiento y entendimiento depende, a su vez, el conocimiento del mundo de las «sombras», el mundo empírico. Pero no serán los sentidos los que nos permitan captarlas y conocerlas: las Ideas no son perceptibles, sino inteligibles, sólo la razón accede a ellas. (Por limitaciones de tiempo y espacio no entraremos aquí en la discusión de la teoría de la anamnesis o reminiscencia, según la cual conocer las Ideas es recordarlas.) ¿Por qué resulta imprescindible este conocimiento de las Ideas? ¿Qué aporta su intelección al perfeccionamiento del individuo y a la forjadura de una sociedad (o un estado) «ideal»? Según Platón, la epistemología es el puente entre metafísica y ética, el conocimiento de lo que es nos conduce a la percatación de lo que debe ser. El ser humano, más que todo un ser ético (o un ser de naturaleza ética), está llamado a alcanzar la excelencia moral, la virtud, en una palabra, la justicia. Pero dicha excelencia es concomitante exclusivo de la contemplación filosófica de las Ideas. Un ser humano es moral solamente si conoce la Idea del Bien y la «actualiza» en su vida. Un Estado es un Estado justo si la Idea Justicia se «encarna» en sus estructuras y procedimientos.

Es meridianamente obvia la presencia en Platón de una necesidad humana a la que nos gustaría denominar afán de Realidad. Las cosas, todas, son efímeras, pasajeras, fugaces. «El mundo pasa, y sus deseos...» dice la Biblia, y junto con él pasamos nosotros también. Nada permanece, nada es permanente, todo es, como muy bien afirma el Budismo, anitya, perecedero, breve y caduco. Pero el ser humano se empeña en buscar una constante a que aferrarse, una isla inmóvil en medio del agitado mar de la existencia, un algo que brinde estabilidad, continuidad y permanencia a su existir. Ese algo es, para muchos, lo auténticamente Real, concepto este contrapuesto a lo imaginario o aparente, cuya naturaleza efectivamente aparente se delata por su caducidad. Lo Real, afirman estos pensadores (pensadores en el sentido más estricto de la palabra), es, tiene que ser, permanente, inmutable y autónomo o auto-existente, pues, como enseñaba Parménides, no es concebible del Ser que deje de ser, ni que para ser deba depender de algo ajeno a sí mismo. Lo que es...

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