El Estado Nacional Imperial

AutorJoseba Arregi Aranburu
Páginas63-76

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En más de una ocasión se ha hecho referencia en las líneas precedentes a que las propuestas ilustradas sobre el Estado no se realizan en el vacío de la realidad, sino sobre una doble base histórica. Por un lado, recogen, varían y desarrollan conceptos que fueron desarrollándose desde la Baja Edad Media y, por otro, tienen como referencia obligada la realidad de la organización del poder tal y como esa organización se fue desarrollando desde los primeros intentos de superar el vacío dejado por la desaparición del Imperio romano.

Como ha quedado ya indicado, son dos las instituciones que pretenden asumir la herencia del desaparecido Imperio romano: la Iglesia católica, por un lado, con su pretensión de ejercer el liderazgo espiritual en toda la Cristiandad -que será la matriz de la que surja la idea de Europa-, apoyándose en el brazo secular sometido a su servicio, y el Imperio carolingio primero y después el Sacro Imperio romano-germánico, apoyado en la legitimación religiosa de su poder.

También ha quedado dicho que la lucha por el poder exclusivo entre estas dos instituciones fue creando el espacio adecuado para el desarrollo de una tercera organización política, de poder, como lo fueron las monarquías nacionales. Éstas fueron desarrollándose precisamente en lucha contra el Imperio en unos casos, en lucha contra la Iglesia en otros, aprovechando la limitación mutua a la que se sometían ambas siempre. Y las monarquías nacionales se convierten en punto de partida inevitable para la organización del poder a partir de la Ilustración, por mucho que ésta crea partir racionalmente y de cero, construyendo formas y estructuras racionales sin condicionamientos históricos de ninguna clase.

La idea de una forma universal de poder que englobara el mundo conocido, el mundo civilizado que era Europa, no desaparece, pero queda subsumida en la idea de la universalidad de la razón, de la verdad adecuada a esa razón natural y a las leyes universales que se derivan para la organización del poder de esa razón natural.

La aplicación, sin embargo, de la pretensión de universalidad se va acomodando de forma muy natural a los espacios de organización de poder

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que se habían derivado del desarrollo de las monarquías nacionales. La revolución fundacional de la modernidad en Europa es la Revolución france-sa, es decir, aquella que tiene lugar en el espacio definido por el desarrollo de la monarquía nacional a partir de Île de France, en pelea con el Imperio y, en especial, con el Papado, y absorbiendo tanto los territorios de la Corona británica como los del Reino de Borgoña y los pertenecientes o relacionados con la Corona de Aragón, por matrimonios, guerras y cruzadas, hasta conformar con la monarquía absoluta un territorio relativamente parecido a la Francia actual

Los procesos de democratización en Inglaterra se van produciendo de igual manera ajustados al territorio de la monarquía nacional inglesa que por anexiones, herencias y otras contingencias pasarán a conformar la monarquía británica.

La oposición entre la casa de Borbón y la casa de Austria, oposición que definió durante siglos la historia de Europa, no lo es sólo entre dos dinastías con voluntad de hegemonía en Europa, sino entre dos concepciones distintas respecto a la base territorial del poder: mientras que la idea francesa, especialmente a partir de la política de los cardenales Richelieu y Mazzarin, estuvo dirigida a asegurar una continuidad territorial como base de la monarquía nacional, la política de los Austrias se basaba más en la unidad de la dinastía, aunque sus pertenencias territoriales estuvieran dispersas y no fueran contiguas.

El resto de los territorios europeos se fue configurando sobre el paradigma francés, sobre el paradigma de la monarquía nacional de continuidad y homogeneidad territorial, y por definición territorial negativa respecto a dicha continuidad y homogeneidad territorial.

La monarquía española, sobre la base de la unidad religiosa, fue inclinán-dose, a pesar de la presencia de los Austrias, también en dirección a una continuidad y homogeneidad territorial, aun con las consabidas y conocidas dificultades (véase al respecto el excelente trabajo de José Álvarez Junco, Mater dolorosa, 2001).

Este dato de la territorialidad concreta de las monarquías nacionales como la base en la que se aplica la idea ilustrada de universalidad de la ley basada en la razón natural, al igual que la verdad, no significa que la memo-ria de la unidad de Europa, imperial o religiosa, estuviera olvidada y que la fuerza de la idea misma de universalidad propia a la Ilustración no tuviera efecto alguno.

Ese efecto se observa en dos fenómenos distintos. Por un lado y en el contexto de los territorios definidos por el desarrollo previo de las monarquías nacionales, la idea ilustrada que conduce a la Revolución francesa actúa

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con su fuerza de universalidad exigiendo la consideración de la igualdad de todas las personas ante la ley, independientemente de su pertenencia a una clase determinada, a un orden social determinado: la ley debía ser igualmente válida, sin acepción de personas, es decir, sin tener en cuenta si el sujeto al que se aplicaba era noble, clero, artesano o agricultor, propietario o asalariado.

Por otro lado, es innegable que la Revolución francesa conllevaba una semilla de expansión, una semilla que permite a Hegel creer ver en Napoleón la encarnación de la razón cabalgando sobre Europa. Por esa misma razón, los estudiantes del Hospizio de Tubinga, Hegel, Hölderlin y Schelling, bailaron en torno a un árbol celebrando la Revolución france-sa: sentían en ese acontecimiento el advenimiento de la libertad para toda Europa, para la civilización, es decir, para todo el mundo (Jacques D’Hondt, 2002).

Esa dialéctica entre la pretensión de universalidad y la fuerza de la concreción particular está presente en toda la evolución de la política moderna, en todo el desarrollo del Estado y de las concepciones del poder desde la Revolución francesa. Se trata de una dialéctica que adquiere más tintes de contradicción que de un problema fácilmente resoluble por medio de nuevas síntesis capaces de eliminar los elementos contradictorios manteniendo los positivos en una nueva relación.

La contradicción puede ser descrita en dos planos distintos, aunque pongan de manifiesto el mismo problema. Como indica Jürgen Habermas (Die Einbeziehung des Anderen/La inclusión del otro, 1996), el Estado nacional es una contradicción en sus propios términos, pues como Estado se fundamenta en el concepto de ciudadanía, un concepto intrínsecamente universal, ya que se refiere a sujetos de derechos y libertades, sometidos a leyes en las que se definen dichos derechos y libertades, y que son producto de la misma y una razón natural propia a los humanos siempre y en todas partes. Es la dinámica que conduce al planteamiento del cosmopolitismo en Kant.

Pero ese concepto intrínsecamente universal sólo se realiza en la particularidad de las naciones: el Estado nacional. La materialización de la ciudadanía sólo ha sido posible en la particularidad de naciones concretas, fruto de múltiples contingencias históricas, en muchas de las cuales ha estado involucrada la violencia irracional, la guerra. El Estado nacional vive de esa contradicción que lleva a Julia Kristeva a exclamar (Étrangers a nous-mêmes/Extranjeros a nosotros mismos, 1998) que entre el ser humano y el ciudadano siempre existe una cicatriz: el extranjero.

En la misma línea analiza Habermas el desarrollo del nacionalismo, del sentimiento de pertenencia nacional, como acompañante necesario en el

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tránsito de la lealtad personal al monarca a la lealtad abstracta a la ley que supone la organización del poder basada en el principio republicano de la ciudadanía. Lo que quizá se debiera añadir a la afirmación habermasiana es que, recordando la imagen de Isaiah Berlin de la rama torcida («The Bent Twig: On the Rise of Nationalisme», en The crooked timber of humanity, 1991) pero que siempre se yergue de nuevo aplicada al sentimiento nacional, éste no sólo ha sido un acompañante necesario en ese tránsito, sino que una vez surgido ha adquirido una fuerza que augura una larga permanencia.

Otra manifestación de la contradicción en la que consiste el Estado nacional como forma de organización del poder en la cultura moderna es la que se pone de manifiesto en una lectura correcta de la historia moderna, aquella que resulta de pensar conjuntamente el movimiento doble de la misma, entre las rupturas que son las revoluciones y las restauraciones que siguen a cada revolución. La propia modernidad se define por contraposición a la tradición y a todo lo que es tradicional: la ruptura con esa tradición es lo...

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