A modo de presentación. Laicidad, libertad de conciencia y acuerdos del Estado con las confesiones religiosas

AutorDionisio Llamazares Fernández
Cargo del AutorCatedrático de la Universidad Complutense de Madrid y Director de la Cátedra Fernando de los Ríos de “Laicidad y Libertades públicas” de la Universidad Carlos III de Madrid
Páginas7-32

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La cátedra Fernando de los Ríos de “Laicidad y Libertades Públicas”, recientemente creada, quiere ser un foro académico de investigación y de docencia, pero también de estímulo a la reflexión intelectual, a la discusión y al encuentro dialogal, sobre la laicidad como principio informador del ordenamiento jurídico y, sobre todo, como eficaz garantía del derecho de libertad de conciencia y como suelo y fundamento del pacto para la convivencia democrática.

Vivimos momentos esperanzados y a la vez preocupantes.

A lo largo de los años posteriores a la Constitución la sociedad española ha recorrido un camino que a otros países les ha costado siglos de andadura, zigzagueante e incierta. Seguramente como consecuencia de su madurez, de su grado de apertura y de su confianza en sí misma.

En ese recorrido se ha ido desembarazado de no pocos tabúes que habían dificultado endémicamente su evolución hacia el progreso.

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Ahí se inscribe su profunda secularización, últimamente creciente en progresión geométrica.

El poder político se ha ido emancipando de las ataduras y encorsetados religiosos, en especial de la ortodoxia doctrinal católica, recuperando su plena soberanía, incluso en un tema tan trascendental como la moral. Al fin comienza a regirse en sus decisiones políticas por la moral pública, como mínimo común ético consagrado por el Derecho, y no por moral privada alguna, por más legitima, respetable y mayoritaria que sea, pero que en un Estado democrático no se puede imponer a los ciudadanos que no la compartan.

Claro que esto empieza a tener sus costes. No todos los sectores de la población tienen la grandeza de aceptar esa elemental regla democrática. De ahí que pretendan hacer saltar la alarma, deformando, consciente o inconscientemente, los hechos.

Algunas de las voces que estamos escuchando nos llenan de perplejidad. Recuerdan a Don Quijote luchando contra los molinos de viento. Porque los desaforados gigantes y fementidos malandrines que se enarbolan como estandartes, para los sanchopanzas de a pié, que, ayunos de ilusiones ultraterrenas, no alcanzamos a ver de tejas arriba, no pasan de ser un no menguado desatino o febril desvarío de una imaginación desbocada.

Con la realización de este curso, la cátedra Fernando de los Ríos ha querido contribuir a serenar los ánimos, llamando a la mesura y al sosiego y, sobre todo, a la reflexión realista, que no confunde jayanes con mazos de batán, ni ve gigantes donde sólo hay molinos de viento u odres de vino, ni se enzarza en descomunales batallas contra unos u otros.

En pro de ese realismo y del compromiso autoimpuesto se hace necesario meter las manos hasta el codo y recordar algunas verdades elementales.

La primera que la Constitución es la norma cimera de nuestro ordenamiento jurídico y el Tribunal Constitucional su intérprete supremo.

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La segunda que, según el Alto Tribunal, el art. 16.3 consagra el principio de laicidad y que, por tanto, es perfectamente legítimo afirmar que el español es un Estado laico. Son ya varias sentencias en las que se considera equivalentes los términos aconfesionalidad y laicidad (dos de 2001, una de 2002 y otra, bien reciente, de 2004).

La tercera, que ese mismo Tribunal ha ido definiendo con gran precisión, desde una primera sentencia de 1982, las características del Estado laico o aconfesional: la neutralidad y la separación, excluyente ésta última de cualquier tipo de confusión entre sujetos, motivos, actividades y fines estatales y religiosos y la primera cualquier escorzo, incluso al contraluz, de discriminación con un pie en las diferencias de convicción o creencia. Así entendida, la laicidad no es incompatible con cualquier tipo de cooperación del Estado con las confesiones religiosas; no excluye en términos absolutos la posibilidad de cooperación; es más, la Constitución (art. 16.3,2) considera a esa cooperación obligada en los supuestos del art. 9.2 CE, de ahí los términos imperativos utilizados, cuando es imprescindible para que la igualdad y la libertad sean reales y efectivas o para que puedan alcanzar su plenitud; es decir, cuando esté en juego algún elemento integrante esencial de uno de esos derechos fundamentales. Eso explica que el texto constitucional se exprese en términos imperativos. De ahí que el Alto Tribunal califique a la laicidad consagrada por la Constitución como laicidad positiva.

Aunque el Tribunal no utiliza expresamente este adjetivo, habría que calificar también a esta laicidad como abierta, para indicar que sus características fundamentales, neutralidad, separación y cooperación, obligada en los casos indicados, se refieren a cualquier tipo de creencias de los ciudadanos, sean religiosas o no, ya que lo que las hace merecedoras de un tratamiento preferencial o privilegiado es su carácter de auténticas convicciones o ideas sentidas y vividas como parte integrante de la identidad personal.

Así que el Estado laico diseñado en nuestra Constitución, ni tiene nada que ver con el anticlericalismo del siglo XIX, ni puede serPage 10 acusado de doctrinario o de fundamentalista o de pretender convertir al laicismo como dogma en la nueva religión civil del Estado.

Por lo pronto hay que decir que, seguramente no por casualidad, el TC utiliza el término laicidad y no el término laicismo, sabedor de la equivocidad de éste último.

Porque laicismo tiene de hecho tres significados distintos. Puede significar el proceso histórico que apunta hacia la laicidad como objetivo de emancipación secularizadora del poder político y, seguramente por ello, en ocasiones se utiliza como equivalente al término laicidad. Pero tiene otras dos acepciones que son las que se enarbolan como espantapájaros por los emuladores del caballero de la Mancha.

Puede, en efecto referirse al movimiento anticlerical que se genera como contrarreacción a la actitud ultramontana de la Iglesia Católica que condena la Declaración de los Derechos del Hombre (Pío VI) primero, y la libertad de conciencia, la separación de Iglesia y Estado o la misma democracia (Gregorio XVI o Pío IX), después. Se trata efectivamente de un anticlericalismo de segunda generación, que se muestra hostil a las creencias religiosas y que ve en ellas y en la Iglesia a un enemigo enconado de las ideas de libertad y democracia, a diferencia del primer anticlericalismo que, como reacción contra el clericalismo, pretendía simplemente conseguir la emancipación del poder político con respecto a los poderes religiosos.

El termino laicismo puede referirse incluso a una doctrina filosófica que, con unos u otros fundamentos (racionalismo o materialismo), considera a las creencias religiosas como cadenas o adormideras de la conciencia y, consecuentemente, ahí fundamenta su actitud hostil contra ellas, formulando como programa la liberación de las conciencias de tales creencias como vía para conseguir la auténtica libertad de la persona.

La laicidad excluye siempre todo tipo de hostilidad hacia las creencias religiosas. Una de sus características es justamente la neutralidad, tanto religiosa como ideológica, y la consiguientePage 11 imparcialidad del Estado, de las instituciones y poderes públicos, de las autoridades y funcionarios públicos, en relación con las convicciones o creencias de los ciudadanos. El Estado no se identifica con ningún dogma ni con ninguna moral concreta, ni formula juicios de valor, ni positivos ni negativos, sobre las convicciones o creencias de sus ciudadanos, salvo de las que forman parte de las señas de identidad estatal con respecto a las que, naturalmente, no puede ser imparcial.

Si acaso, la laicidad como dogma es el antidogma. De ahí que a los adjetivos, en el sentido antes explicado, de positiva y abierta, habría que añadir los de dinámica y flexible, como dinámico y flexible es el consenso, del que se alimenta el pacto para la convivencia, que se renueva día a día. La laicidad es fruto de la decantación histórica y admite diversas concreciones según que las condiciones históricas o sociológicas sean unas u otras.

Sólo permanece invariable el objetivo: la igualdad y la libertad reales y efectivas de todos los ciudadanos, y la convivencia democrática y pacífica sobre la base de la tolerancia horizontal. La neutralidad del Estado, de las instituciones y de los poderes públicos sirven a ese objetivo. Sólo desde la neutralidad, de la que la separación es mero instrumento, se garantiza permanentemente la libertad de conciencia y la plena igualdad de todos los ciudadanos sin discriminación por razón de sus creencias o convicciones, en su relación con el Estado y en la relación horizontal de unos ciudadanos con otros.

La laicidad no es no es, por tanto, una doctrina filosófica ni una religión civil del Estado. Lo cual no significa que las creencias, religiosas y no religiosas, de sus ciudadanos le sean indiferentes al Estado, ni que el Estado sea una oquedad axiológicamente vacía.

Como hemos apuntado más arriba el Estado social y democrático de Derecho se identifica con valores tales como la dignidad de la persona, los derechos fundamentales del hombre y las reglas democráticas de convivencia, conjunto del que emanan las normas de comportamiento que integran la ética o moral pública.Page 12 Consecuentemente, en relación con esos valores y con esas normas éticas no puede ser neutral; está obligado a ser beligerante en su defensa y promoción, si no quiere negarse a sí mismo, ni a traicionar a lo que son sus mismas señas de identidad.

Es más, consciente de la diferencia entre convicciones o creencias y meras ideas u opiniones, deberá dispensar un trato jurídico preferente y una protección jurídica reforzada a las primeras sobre las segundas. Las primeras tienen como único límite el orden público, no así las segundas, si comparamos el art. 16.1 y el art. 20. 4 de la Constitución. Por lo demás, recuérdese, a titulo de ejemplo, el régimen de protección especial de los llamados “datos sensibles” o el fundamento de la consideración de...

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