El viraje jurisprudencial del tribunal supremo

AutorJosé Ignacio Solar Cayón

Pese a que cada vez eran más numerosas las voces que, tanto desde el propio estamento jurídico como desde diversos sectores de la ciudadanía, denunciaban las quiebras e insuficiencias de la jurisprudencia Lochner, lo cierto es que, a mediados de la década de los treinta, los tribunales permanecían firmemente anclados en los presupuestos del Classical legal Thought. Es verdad que incluso en el seno del propio Tribunal Supremo la semilla plantada por Holmes había germinado y que apenas podría encontrarse decisión alguna del mismo relativa al due process of law que no fuera acompañada de un puñado importante de votos particulares en desacuerdo con tales presupuestos, pero tales opiniones no dejaban de constituir un punto de vista minoritario. De hecho, en una serie de casos decididos entre 1935 y 1936 el Tribunal Supremo fue sistemáticamente rechazando, o dejando virtualmente sin efecto, una primera batería de medidas legislativas (la National Industrial Recovery Act166, la Frazier-Lemke Farm Bankruptcy Act167, la Agricultural Adjustment Act168, la Securities Exchange Act169, o la Bituminous Coal Conservation Act170) patrocinadas por la administración Roosevelt con el objetivo de establecer un marco regulador de los distintos sectores productivos y financieros de la economía norteamericana171. Nunca antes, en un período de tiempo tan corto, había sido invalidado un conjunto tan importante de medidas legislativas.

Estos acontecimientos parecían conducir al país a un callejón sin salida. La administración Roosevelt se veía atada de pies y manos para llevar adelante sus planes de reforma para afrontar la grave crisis social y económica que padecía el país. El conflicto institucional entre el poder legislativo federal y el Tribunal Supremo había alcanzado su momento más crítico, al punto que se hacían frecuentes las voces que insinuaban la necesidad de tomar drásticas medidas legislativas e incluso, si era necesario, de acometer un proceso de enmienda constitucional para acabar con la oposición del Tribunal. Al mismo tiempo, se extendía entre la población un sentimiento creciente de frustración ante lo que se entendía como el bloqueo sistemático, por parte de una pírrica mayoría de cinco ancianos jueces, de una serie de medidas que eran consideradas socialmente necesarias. Descontento que se reflejó en la arrolladora victoria -la mayor en la historia de la naciónde Roosevelt en las elecciones presidenciales de noviembre de 1936, en las que obtuvo los delegados electorales de cuarenta y seis de los cuarenta y ocho Estados miembros de la Unión172.

Sin embargo, el 29 de marzo de 1937, apenas transcurridos dos meses desde que Roosevelt hubiera presentado ante las Cámaras un inusitado plan que le autorizaría a añadir un nuevo juez federal por cada uno que, habiendo servido al menos diez años, no hubiese dimitido de su puesto a los seis meses de cumplir los setenta -lo que en aquel momento le hubiera permitido nombrar seis jueces adicionales en el Tribunal Supremo, suficientes para derrotar a la mayoría conservadora-, este tribunal -también ahora por una mayoría de cinco a cuatrosorprendió a todos con su decisión en West Coast Hotel Co. v. Parrish173, la cual implicaba un rechazo explícito de la doctrina Lochner. A partir de este momento se precipitaron los acontecimientos. Apenas mes y medio más tarde el juez Van Devanter anunció su retirada, y poco después lo haría también Sutherland. La posterior muerte del juez Butler en el otoño de 1939 y, finalmente, la dimisión de McReynolds a principios de 1941, suponía la desaparición de los cuatro jueces que habían disentido del nuevo rumbo jurisprudencial. Nada importaba ya que el polémico plan de Roosevelt no hubiera obtenido el respaldo del legislativo: estos hechos le permitieron nombrar más jueces del Tribunal Supremo que ningún otro presidente desde G. Washington. La profunda renovación del tribunal había consolidado definitivamente el beneplácito de éste a su programa de reformas económicas y sociales. Roosevelt como le gustaba decirhabía perdido la batalla pero ganado la guerra.

En West Coast Hotel se cuestionaba, una vez más, la constitucionalidad de una ley del Estado de Washington que garantizaba, entre otras condiciones laborales básicas, un salario mínimo para las mujeres y los menores de edad, alegando que tales medidas resultaban contrarias a la Decimocuarta Enmienda. Y cuando razonablemente no cabía esperar otra cosa sino que el Alto Tribunal, siguiendo sus propias decisiones sobre idéntica cuestión en Adkins v. Children's Hospital y Morehead v. Tipaldo, reafirmase una vez más su doctrina del substantive due process of law, aquel vino sin embargo a declarar la validez de la ley, cerrando abrupta e inesperadamente toda una era jurisprudencial.

Frente a la clásica alegación, invocada por el recurrente, de que la fijación legal de un salario mínimo constituía una violación del principio de libertad contractual, el tribunal, por boca del juez Hughes, esbozaba una nueva concepción acerca de la relación adecuada entre los derechos individuales y el poder regulador del Estado. No sin antes precisar, significativamente, que la libertad contractual no era un principio recogido explícitamente en el texto constitucional, Hughes señalaba que la libertad individual garantizada por la Constitución, en la medida en que había de desenvolverse necesariamente en el marco de una organización social, no podía dejar de hallarse sujeta a una serie de restricciones encaminadas a salvaguardar los intereses generales de la sociedad. Y, desde esta perspectiva, procedía a reconfigurar su alcance y sus límites: la libertad -y, en cuanto concreción de ésta, también la libertad contractualimplicaba "ausencia de restricción arbitraria, pero no inmunidad frente a regulaciones y prohibiciones razonables impuestas en interés de la comunidad"174.

Esta necesidad de compatibilizar el ejercicio de la libertad individual con una intervención legislativa que asegurase la preservación de los intereses públicos se hacía especialmente evidente a juicio del tribunal en el ámbito de la relación laboral. Aquí, el principio vigente, según el cual debía permitirse que cada una de las partes persiguiera libremente su autointerés en el mercado, había demostrado ser una mala guía, dadas las desastrosas consecuencias sociales motivadas por la desigualdad real de los contratantes. Mientras que los empresarios buscaban obtener la mayor cantidad de trabajo posible al menor coste, los trabajadores "a menudo son inducidos por el temor al despido a aceptar condiciones que su juicio, si fuera libremente ejercitado, reconocería como perjudiciales a su salud o su vigor". De hecho, la libre contratación laboral no venía a significar otra cosa sino que "los propietarios establecen las normas y los trabajadores son prácticamente obligados a obedecerlas"175. Y esta realidad no podía ser obviada o eludida bajo la invocación de abstracciones jurídicas tales como la plena autonomía y capacidad contractual de las partes.

En estas condiciones no podía negarse el derecho de la comunidad a ejercitar su poder regulador con el fin de "corregir el abuso que proviene de la egoísta desconsideración del interés público"176. Y si el legislativo, en cuanto institución competente para la dirección de los asuntos públicos, consideraba, de manera razonablemente justificada, y basándose en la experiencia de otros Estados, que la fijación de un salario mínimo constituía una medida que podía contribuir en la práctica a la reducción de los excesos del sistema de contratación y a la protección de los intereses generales de la comunidad, no podía caber duda alguna sobre su constitucionalidad aun cuando los tribunales no estuvieran de acuerdo con ella o dudaran de la sabiduría de la política perseguida177.

Del mismo modo, el hecho de que la ley en cuestión se aplicara sólo a las mujeres y no al conjunto de los trabajadores, una vez que aquellas ya habían sido reconocidas jurídicamente como personas sui iuris, no constituía a juicio del tribunal una discriminación arbitraria sino más bien la respuesta específica a una situación especialmente grave. Si la proclamada igualdad de los contratantes no era más que una quimera ilusoria en el ámbito de la relación laboral, la realidad era aun más cruda cuando se contemplaba la situación de la mujer trabajadora. El hecho de que estas mujeres "están recibiendo un salario menor, que su poder negociador es relativamente débil y que son las víctimas fáciles de quienes se aprovechan de sus circunstancias de necesidad", venía a mostrar en opinión del tribunal que su "libre" concurrencia en el mercado no era -en la terminología darwinista propia de la jurisprudencia anteriorsino "la ocasión para la competición más injuriosa"178. Por ello, concluía, el legislativo "es libre para reconocer grados de daño y puede limitar sus restricciones a aquellas clases de casos donde estima que la necesidad es más clara"179.

De nuevo, la apelación a la realidad social se convertía en argumento decisivo a la hora de calibrar la adecuada extensión del poder regulador del Estado. Definitivamente, la noción pragmática del derecho como un instrumento para la resolución de los problemas sociales, a ser evaluado en función de sus consecuencias, había encontrado su lugar en la jurisprudencia. La mirada del jurista se desplazaba así desde las abstractas categorías de la jurisprudencia clásica, que presentaban un universo construido sobre una serie casi incesante de disyuntivas excluyentes, hacia una realidad repleta de matices y gradaciones. Y el razonamiento puramente conceptual del tribunal Lochner cedía el paso a una tarea constante de ponderación de los distintos intereses en juego a la luz de las circunstancias sociales concretas.

Pero lo verdaderamente revolucionario en West Coast Hotel era que esta expansión del police power no constituía simplemente el resultado de una intepretación más flexible y ajustada a la...

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