Introdución

AutorVincenzo Ruggiero
Páginas1-10

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Uno de los temas preferidos por Esquilo es aquel según el cual la violencia genera violencia hasta que se alcanza una forma de reconciliación sobrehumana. En su versión del mito, Prometeo es el primer rebelde: proporciona el fuego, la tecnología y la esperanza a los oprimidos y trata de traer la paz a la tierra a través de una única acción violenta. Prometeo, el «previdente» o el «providente», se encarga de dar plenitud a los humanos separándolos de los dioses. A pesar de su «previdencia», su rivalidad con Zeus le hace fracasar y ser atrozmente castigado. Encadenado en uno de los puntos más elevados del Cáucaso, Prometeo recibe la visita de un águila que le devora el hígado durante el día; el órgano se regenera durante la noche, perpetuándose de esta manera su condena y su sufrimiento (Kerényi, 1951; Camus, 1951; Shelley, 1974).

Ninguna otra figura mitológica define mejor la trágica síntesis del concepto de violencia política. Este concepto implica la distinción entre fuerza autorizada y fuerza no autorizada, la primera entendida como violencia ejercida por la autoridad y la segunda como expresión del desafío dirigido contra la autoridad. La fuerza autorizada consiste en una violencia innovadora que crea leyes y que tiene la capacidad de establecer nuevos sistemas y designar nuevas autoridades. Sin embargo, también puede presentarse como mera violencia de conservación cuando lo que se pretende es proteger la estabilidad del sistema y reforzar la autoridad constituida (Benjamin, 1996; Derrida, 1992). Ambos tipos de violencia son definidos como violencia institucional (o violencia ejercida «desde arriba»). Usaré el término vio-

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lencia antiinstitucional (o violencia ejercida «desde abajo») para designar la fuerza ilegal dirigida contra la autoridad.

La violencia política no sólo pertenece a la tragedia antigua, sino también a la moderna, especialmente si es interpretada como pugna entre la necesidad de un cambio radical y los costes humanos precisos para que ese cambio tenga lugar (Eagleton, 2003). Sin embargo, la violencia institucional y la violencia antiinstitucional están íntimamente relacionadas, conexión que resulta a su vez trágica (Williams, 1966). Este libro examina dicha relación a través de los recursos conceptuales que ofrece la criminología, dando cabida incluso a aquellas nociones abandonadas, bien por vergüenza o por miedo, por la comunidad académica desde hace ya largo tiempo; de hecho, muchos estudiosos se han congratulado de la lenta caída en el olvido de algunos de estos conceptos. Los distintos capítulos de esta obra tratan de localizar y poner de relieve las ideas de violencia política diseminadas a lo largo de la historia del pensamiento criminológico. A veces, estas ideas se ocultan detrás de formulaciones teóricas y preocupaciones prácticas, pero otras veces están ahí, explícitas y directas: una vez desenterradas, la herrumbre desaparece y se revelan instrumentos dotados aún de una brillante capacidad analítica.

Los estudios más exhaustivos sobre la relación entre violencia y «nacimiento de la sociedad moderna» han observado las dinámicas de urbanización conjuntamente con la evolución de los homicidios y han abierto una amplia discusión acerca de los procesos de civilización y de cambio social. Sin embargo, es extraordinario cómo, incluso en este tipo de estudios, se excluye la violencia política de estas dinámicas y procesos (Eisner, 2003). Ante tan clamorosa omisión, algunos criminólogos exigen que se incluyan en su campo de análisis todas las formas de protesta colectiva y de conflicto político, comprendidas las distintas variedades de contestación violenta. Quien protesta, en el fondo usa a veces medios ilícitos, se enfrenta a la legitimidad del sistema contra el que lucha; en resumen, «la protesta puede llegar a ser tan amenazante como criminal» (Shoothill, Peelo, Taylor, 2002: 144). Por ello, algunos estudiosos han propuesto que las ideas criminológicas usadas en el análisis de la violencia «común» sean aplicadas al estudio de la violencia política. Se supone, por ejemplo, que ambos tipos de violencia persiguen un objetivo claramente reconocible. También la violencia no política está

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encaminada a la consecución de un fin: «obtener algo de alguien o administrar justicia para castigar un agravio» (Rosenfeld, 2002:
3). En la percepción de quien hace uso de ella, la violencia (política o no) es el resultado de una provocación previa y tiene como objetivo resarcir un daño, neutralizando o «reformando» a aquel que ha perpetrado dicho mal. En este sentido, la violencia política, que persigue un fin y se inspira en un deseo de justicia, no es distinta de la violencia ejercida por una banda criminal: es también una forma de «autotutela». Como dice una vieja máxima de Thomas Szasz, desde un punto de vista científico, la diferencia entre la violencia política y la violencia común es la misma que hay entre el agua común y el agua bendita (ibíd.: 4).

Este libro, en cambio, trata de demostrar que el agua bendita es completamente distinta del agua común, una teoría respaldada por la larga historia de las ideas que han defendido...

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