Introducción al derecho social de la Unión Europea

AutorJoaquin Aparicio Tovar
Páginas313-324

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Básicos de Derecho Social, núm. 13 Edit. Bomarzo - Albacete, 2005 - 92 páginas

Tras el intenso debate político y jurídico despertado por la Constitución Europea1; y el breve entusiasmo animado por el «sí» de la ciudadanía española a su texto -seguido por el «no» rotundo de la francesa-, el proceso de consolidación política de la Unión Europea parece haberse estancado o, al menos, haber quedado en suspenso a la espera de mejores tiempos que no acaban de llegar.

Una vuelta a los orígenes siempre resulta de interés; más aún cuando el objetivo es reemprender el camino con un recuerdo más fresco de las aspiraciones que impulsaron la creación de un modelo europeo, no sólo económico, sino también social y, finalmente, político. En este sentido, el Derecho Social Comunitario se convierte en el eslabón entre la «unión económica» y la «unión política» pues, de manera más o menos silenciosa, ha ido aportando fundamentos a la construcción europea a través de la progresiva creación de un concepto y un cierto sentimiento de ciudadanía europea2, dotada de determinados derechos sociales, que devuelve así su sentido a los pilares sobre los que se inició su andadura.

En esta línea hay que ubicar esta Introducción al Derecho Social de la Unión Europea que, como tal introducción, es una obra breve y sencilla, que nos devuelve a la esencia de la Unión Europea, desde su historia a sus instituciones y a la complejidad de su funcionamiento interno en relación con los Estados miembros. Esta sencillez aparece acompañada de la lucidez que clarifica conceptos, así como de una crítica constante que reclama el retorno al espíritu genuino de la Unión como mecanismo con el que enfrentarse a los retos de la Europa actual.

La obra se ordena en torno a dos grandes bloques: El primero, referido a los derechos sociales en el origen y la naturaleza de la Unión Europea; y el segundo, a la autonomía del Derecho Social de la Unión Europea y los principios de articulación con los ordenamientos internos.

En el primer bloque se ofrece un repaso a la historia y la estructura de la Unión Europea, siempre desde una perspectiva social, pues se concibe este ámbito como el motor del desarrollo político de la Unión más allá del estrictamente económico. De este modo, se analiza la tensión permanente entre la Unión Europea y los Estados miembros respecto a los derechos sociales: fruto de la historia de consecución de la paz en el espacio europeo y de la lucha por aquellos mantenida a lo largo del s. XX, es decir, en la génesis de la Unión Europea. Así, se recuerda el nacimiento de las Comunidades Europeas y los avances en el proceso de integración a través de su am-Page 314pliación. El autor se detiene y reflexiona acerca de cómo la progresiva incorporación de nuevos países en las comunidades ha traído como consecuencia la crisis el concepto de «Estado-nación»3. Posteriormente pasa a exponer la parte institucional de la Unión Europea, analizando sus competencias y la legalidad de sus actos, así como la base jurídica y el papel que desempeñan sus instituciones en la actividad de la Unión contemporánea.

El segundo bloque se centra en la delimitación de la autonomía del Derecho Social de la Unión Europea y los principios de su articulación con los ordenamientos internos. Así, analiza los principios comunitarios de autonomía; primacía; eficacia directa de las normas europeas; y el de interpretación de las normas internas conforme al Derecho Comunitario4, este último unido a la determinación de una responsabilidad del Estado por los daños derivados del incumplimiento del Derecho comunitario. Igualmente son objeto de atención las normas de subsidiariedad y proporcionalidad que rigen en la aplicación de la legislación comunitaria. Este bloque se cierra con una reflexión del autor, que expresa opiniones, esperanzadoras para los tiempos que corren, sobre la evolución del Derecho Social de la Unión Europea.

Se abre el primer bloque, referido al papel desempeñado por los derechos sociales en el origen y naturaleza de la Unión Europea, con el epígrafe que lleva por título Los derechos sociales en tensión entre la Unión Europea y los Estados miembros.

El autor inicia su exposición indicando la dificultad para encajar el conjunto de normas sociales emanadas de la Unión Europea en el concepto de Derecho Social que manejamos habitualmente, ya que no ha entrado a regular las materias centrales de esta disciplina, como son los salarios - si bien se ha legislado de forma contundente en favor de la igualdad de retribución entre hombres y mujeres, lo que viene a configurar más un derecho ciudadano o un derecho político europeo que un derecho estrictamente social-; los sindicatos -aunque se han introducido medidas de representación de los trabajadores en empresas de ámbito comunitario, y de reconocimiento de sindicatos con legitimación en este nivel, que participan de forma activa en la negociación de normas comunitarias de naturaleza social-; así como los conflictos -huelgas incluidas-. Esta carencia sería motivo suficiente para no poder hablar de un Derecho Social, en sentido estricto, de la Unión Europea5.

A pesar de la falta de regulación de materias que constituyen ramas esenciales de nuestro concepto de Derecho Social, sí que existe una constante producción de normas que regulan distintos aspectos de la vida de Page 315 los trabajadores y trabajadoras europeos, moldeando de forma latente y uniforme los ordenamientos laborales de los Estados miembros. Por esta razón el autor afirma que: «el Derecho Social de la Unión Europea como tal no existe o está por construir, pero los derechos nacionales en una importante medida están comunitarizados, por lo que está justificado hablar entonces de un Derecho Social de la Unión Europea». De hecho, su presencia en la vida cotidiana hace que «cuanto más se hable de ese derecho, tanto más se reafirm(e) su existencia» (Romagnoli).

Valorando en este punto la ausencia de una constitución formal de la Unión Europea, el autor sostiene que aquella no debe ser considerada como un obstáculo para el desarrollo de la Unión en cuanto sus contenidos esenciales -valores y tradiciones constitucionales comunes a los países que la conformanse encuentran ya vigentes en los Tratados (arts. 2 y 6 TUE; 2 y 3 TCE) y desarrollados por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia.

Del mismo modo, se refiere al fenómeno de la «erosión del constitucionalismo estatal», cuyo origen se encuentra en la pérdida por parte de los Estados nacionales de su capacidad para regular aspectos básicos de su orden político a favor de la ampliación de competencias del ente supranacional. El problema destacado aquí por el autor es que la apertura de los Estados a la Unión Europea se ha hecho no sólo en materias de contenido social, sino también, y en mayor medida, de índole económica, lo que deja un espacio carente de reglas seguras y típicas del constitucionalismo estatal, en el que se pueden adoptar decisiones que afecten, incluso cercenen, derechos sociales consolidados en los ordenamientos internos. Tales decisiones quedan impregnadas de un «déficit democrático» que puede terminar afectando a la propia esencia de la democracia.

Aparece aquí un elemento presente en toda la obra y, en mi opinión, fundamental: el binomio «economía/derechos sociales». De manera que, si la Unión Europea continúa rigiéndose por una «lógica económica», como así ha sido desde su fundación, unida a la debilidad de los Estados en determinadas materias, derivada de esa «erosión del constitucionalismo estatal», se estará poniendo en serio peligro el desarrollo social y los derechos de los ciudadanos europeos. Queda subrayada pues la tensión dialéctica presente entre el ámbito interno de los Estados y el de la Unión. Con el autor entiendo que en la Unión Europea se debe avanzar hacia un modelo no dirigido exclusivamente por los derechos económicos sino en conciliación con los derechos sociales de sus ciudadanos, consolidándolo.

A continuación, se arriesga un concepto de la Unión que sirva para encuadrarla entre las categorías jurídicas conocidas. Así, se define como «una organización internacional intergubernamental que nace de los Tratados de la Unión Europea, Comunidad Europea y EURATOM, ratificados actualmente por 25 países miembros». Se trata de una organización sin personalidad jurídica reconocida de manera expresa, sin que ello tenga relevancia en la medida en que, a pesar de ello, viene ejerciendo de facto importantes competencias. Pero además, se califica como organización internacional intergubernamental atípica, que agota los presupuestos de su propia definición, pues sus competencias le permiten crear un derecho propio que se aplica a los ciudadanos de los Estados miembros, más allá de los propios Estados. Por otra parte, se trata de una categoría inacabada, no consolidada, con vocación de cambio y transformación, pero sin un plan definido, que de hecho se ve marcado por los vaivenes políticos y económicos de los países miembros.

En último término, y entendiendo que la memoria histórica debe contribuir a explicar la situación actual de la Unión Europea, el autor recorre aquellas circunstancias producidas en el s. XX que, de forma rápida y pro-Page 316funda, transformaron Europa y de las que sin duda son fruto valores, como el de la promoción del progreso económico y social (art. 2 TUE), que motivaron la fundación de la Unión. Tales valores entran hoy en contradicción con los efectos de la globalización económica, por lo que se reivindica el protagonismo de la Unión como espacio más idóneo que el nacional, para la defensa y mejora de aquellos y la de los derechos políticos en una Unión Europea que «presupone la democracia como patrimonio de valores y de instituciones compartidas por sus Estados miembros...», que se enfrenta a dos grandes desafíos: el mantenimiento de la paz, y la erosión del Estado-nación6.

La paz y la lucha por los derechos sociales en el s. XX en la génesis de la Unión Europea es el título del segundo epígrafe que conforma este primer bloque, y que yo subtitularía: «O cómo hacer compatible la economía con los derechos sociales».

La Unión Europea es el resultado de las angustias y los miedos a las guerras que destruyeron Europa, así como a la revolución social de los más desprotegidos, precisamente porque en las sociedades europeas de la primera mitad del siglo pasado no se propiciaron la paz ni el reconocimiento de derechos democráticos y sociales a una gran parte de su población. Este epígrafe es el dedicado por el autor a recorrer los momentos históricos más relevantes y determinantes de la conformación de la originaria Comunidad Europea: la revolución industrial; la conformación de la clase obrera, hambrienta de justicia social; la revolución rusa; etc. Poco a poco va desgranando la historia europea, deteniéndose con un interés especial en la II Guerra Mundial, una guerra que define como «ideológica», y que puso en cuestión los principios éticos que gran parte de la población creía «inamovibles».

Igualmente, se refiere al Informe Beveridge de 1942, que contiene las bases teóricas en las que se fundamentan los Sistemas de Seguridad Social modernos, y que efectivamente surgieron en todos los países europeos con las reformas puestas en práctica a partir de 1946. Asimismo, el autor llama la atención sobre el hecho de que la única institución que ha perdurado, de entre las creadas por el Tratado de Versalles en 1919, sea la Organización Internacional del Trabajo, en cuya Constitución se declara que «la paz universal y permanente sólo puede basarse en la justicia social», lo que hoy debe tener plena vigencia, y que no conviene olvidar. La ausencia de justicia social «fue» origen de una de las más traumáticas barbaries humanas, y desde mi punto de vista, reaviva los actuales focos de violencia, desgraciadamente también globalizados.

El tercer epígrafe se centra en el nacimiento de las Comunidades Europeas.

Tras el desastre de la II Guerra Mundial los países europeos se hacen conscientes de la necesidad de desactivar dos fuentes básicas de conflicto: la exclusión social de una importante parte de la población; y la tradicional rivalidad franco-germana, que tantos males había generado. Además debían afrontar su pérdida de protagonismo en un contexto mundial dominado desde entonces por los EE.UU.

En este escenario, el primer paso a dar para alcanzar sus objetivos de paz era conseguir la reconstrucción económica, y a este proyecto se dedicaron con desiguales resultados, sin un horizonte claro pero sí con unas necesidades inminentes por cubrir. Así se va avanzando hasta que en 1952 Francia, Ale-Page 317mania, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo constituyen la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), momento en que se abrió el camino hacia una Unión Europea. El objetivo de esta comunidad quedó expresado certeramente por la famosa Declaración Schuman (ministro francés de Asuntos Exteriores), en la que se reconocía como fin político de la nueva organización acabar con el antagonismo franco-alemán mediante el establecimiento de objetivos económicos comunes, limitados inicialmente a los sectores del carbón y el acero. El autor califica esta decisión como una apuesta por una integración funcionalista frente a la federal, destacando que con esta primera comunidad se ponía en práctica un «mercado común, unos objetivos comunes y... unas instituciones dotadas de poderes efectivos e inmediatos», lo que dejaba abierta la puerta a una ulterior integración por la vía federalista.

Los años 70 del s. XX constituyen la época dorada de Europa. Se produjo un incremento extraordinario de la riqueza, acompañado del cumplimiento de la anhelada aspiración del pleno empleo. Es un momento en el que la economía favorece a los derechos sociales, consolidándose el principio democrático en cada uno de los Estados nacionales. Nace entonces la concepción del Estado Social; un Estado que se responsabiliza de la redistribución de la riqueza y de la articulación de la solidaridad entre sus ciudadanos a través de políticas de fomento de la educación, del acceso a la vivienda, de la protección de los derechos de los trabajadores y del desarrollo de los Sistemas de Seguridad Social.

A partir de aquí, en el cuarto epígrafe se describe El progreso del proceso de integración europea: la ampliación de las comunidades.

Si bien la CECA puede ser valorada positivamente desde la perspectiva de la integración económica, los sucesivos intentos por avanzar en la integración política europea fueron fracasando hasta el 25 de marzo de 1957, fecha en la que los mismos seis países signatarios del Tratado por el que se fundó aquella firmaron en Roma los Tratados constitutivos de la Comunidad Económica Europea (CEE) y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica o EURATOM.

La Comunidad de mayor relevancia en el proceso de integración ha sido la Económica, adjetivo que perdió a partir del Tratado de Maastricht de 1992 (TUE), pasando a denominarse Comunidad Europea. Esta modificación supuso un gran avance en la concepción política -más allá de la económica- de la unidad europea. En ella se activa nuevamente el binomio economía/derechos sociales, considerando que la elevación del nivel de vida de los ciudadanos vendría de la mano del «desarrollo armonioso de las actividades económicas en el conjunto de la Comunidad». Por esta razón se puso en práctica un mercado común y se promovió la progresiva aproximación de las políticas económicas de los Estados miembros. Todo ello en torno a cuatro pilares básicos: libertad de circulación de personas, de circulación de mercancías, de circulación de servicios y establecimiento, y de circulación de capitales. Del mismo modo, se articuló una protección común frente a los mercados exteriores y se pusieron en marcha políticas comunes sectoriales, como en agricultura, pesca o transportes.

Hasta febrero de 1986 en que se aprobó el Acta Única Europea, el proceso de integración fue experimentando importantes ampliaciones. La primera de ellas mediante la incorporación el 1 de enero de 1973 del Reino Unido, Dinamarca e Irlanda; Grecia se sumó seis años después con el Tratado de 1979; y en 1985 ingresaron España y Portugal a través del Tratado de Adhesión, que entró en vigor el 1 de enero de 1986.

La tercera ampliación de la comunidad dio lugar a una profunda reforma interna a través del ya citado Acta Única Europea, aprobado los días 17 y 28 de febrero de 1986. Las instituciones comunitarias recibieron Page 318 nuevas transferencias de competencias estatales y experimentaron medidas de adaptación a la realidad más reciente. Todo ello implicaba un fuerte compromiso político por parte de todos los Estados miembros.

En 1989 se firmó en Estrasburgo, con la excepción de Gran Bretaña, la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores, documento meramente testimonial, pues no se le dotó de fuerza jurídica alguna7. Pero cuando en 1992 se aprueba en Maastricht el ya mencionado TUE, se le añade una serie de Protocolos sobre diversos aspectos de la política comunitaria; en concreto, el Protocolo 14 anexionaba el importante Acuerdo sobre Política Social, sólo aceptado por once Estados miembros. Se confirma que es en aquel momento en el que nace la Unión Europea, con el reconocimiento de la ciudadanía de la Unión. Esta última idea se ve reforzada por el Tratado de Ámsterdam en 1997. Sin embargo, a partir de este año la evolución de la Unión se ralentiza. Entre los motivos citados por el autor se encuentra la falta de adaptación de la Unión a los retos que plantea la incorporación de nuevos países (últimamente los del Este), minúsculos, «pero con una capacidad extraordinaria para frenar los avances de la Unión en materia social».

Otra de las cuestiones que plantea la ampliación europea es el proceso de erosión del Estado-nación. Por una parte, porque como señala el autor, se han producido problemas en la organización y funcionamiento de las instituciones de la Unión, que no han ido reformándose al ritmo de las nuevas incorporaciones. Por otra, aquel proceso se intensifica con fenómenos como el de la globalización, que hace que los ordenamientos jurídicos estatales queden encerrados dentro del territorio marcado por sus fronteras, «mientras que el mercado, de dimensión mundial, escapa a la acción estatal y pasa a regirse por una lex mercatoria que regula de un modo uniforme las relaciones comerciales».

Otro «efecto erosivo» de la globalización es la separación de los centros de poder económicos de aquellos otros de poder político; es decir, los legitimados por quienes quedan afectados por las decisiones de los primeros para someterlos a un control democrático. Esta separación de poderes -económicos y legitimados políticamente-, afecta gravemente a los derechos sociales de naturaleza prestacional que garantiza el Estado, también a la mayoría de los protegidos por el Derecho del Trabajo, pues se ponen en cuestión cada vez que se desea atraer la inversión de capitales y evitar los fenómenos de deslocalización productiva.

Frente a esta pérdida de poder por los Estados nacionales el autor propone la atribución de facultades a la Unión Europea para adoptar decisiones que impongan al mercado los correctivos inalcanzables por la acción limitada del Estado nacional. Se trataría de dotar de un nuevo protagonismo a la Unión dentro de una economía globalizada, devolviendo la primacía a la política sobre la economía. Pero el autor avanza un poco más con una propuesta sumamente ambiciosa, aunque realmente eficaz: un constitucionalismo mundial que globalice también los derechos fundamentales para todos los seres humanos, incluyendo así la garantía de los derechos laborales como instrumentos garantes de la igualdad y la dignidad humanas; lo que viene a propugnar la consolidación de una ciudadanía del mundo.

El quinto epígrafe del primer bloque profundiza en la estructura de la Unión bajo el título Las competencias y legalidad de los actos de la Unión Europea. La base jurídica. Page 319

Un rasgo destacado en el texto, por tipificar a la Unión Europea entre otras entidades supraestatales, es que su ordenamiento jurídico crea derechos y obligaciones no sólo para los Estados miembros, sino también para los ciudadanos de los mismos. Por esta peculiaridad se define a la Unión como una «comunidad de derecho», si bien se critica la carencia de medios institucionales propios para imponer coactivamente la aplicación del mismo, función que desempeñan en la actualidad los propios Estados nacionales. Dentro de este ordenamiento se sitúa el conjunto de normas que regulan la relación de trabajo y la Seguridad Social, cuyo objetivo inicial -coherente con los fines económicos presentes en la primera etapa de la Unión- era la consecución de un mercado común favorecido por la libre circulación de trabajadores, y cuyo efecto a largo plazo es la consolidación de los principios de igualdad y dignidad de los ciudadanos europeos.

El autor destaca las tres materias contenidas en el Tratado de la Unión que dotan de sentido al Derecho Social Europeo. Estas son: a) la inclusión del progreso social y un alto nivel de empleo entre los objetivos de la Unión; b) el compromiso de la Unión en el respeto de los derechos fundamentales tal y como se garantizan en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales y, como resultan de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros, como principios generales del derecho comunitario; c) la creación de una ciudadanía de la Unión.

La legitimación de las instituciones europeas para generar normas jurídicas con eficacia para los Estados y sus ciudadanos proviene de los mismos países miembros, que han cedido a favor de la Unión algunas de sus competencias y poderes soberanos. Sin embargo, en todo este proceso, se mantiene una duda en torno a un elemento fundamental para dotar de un verdadero sentido democrático a la organización: la identificación de un pueblo europeo. Esta duda, unida a otras, desvelan un ordenamiento «inacabado», en proceso de construcción, un proceso en el que el Derecho Social desempeña un papel fundamental.

El primer bloque de la obra que se comenta cierra su exposición crítica de la evolución de la Unión y su estructura, adentrándose en la situación actual de sus Instituciones.

De forma clara y útil para quienes se acercan por primera vez al Derecho Comunitario, el autor hace un recorrido por las instituciones europeas más importantes. Empezando por el Parlamento europeo, se llama la atención -por su colisión con el concepto de Parlamento presente en nuestro sistema nacional- sobre su limitado poder normativo, compartido -por no decir subordinado- con el del Consejo Europeo. Este déficit democrático ha tratado de ser corregido a través del Tratado de Niza, por el que se amplió las materias sobre las que se aplica el procedimiento de codecisión. De hecho, casi todos los contenidos de carácter social (la no discriminación; la libre circulación de trabajadores; condiciones de trabajo, Seguridad Social, etc.) se regulan a través de este procedimiento.

Por su parte, el Consejo -actual protagonista de la estructura institucional europea- está formado por un representante de cada Estado miembro de rango ministerial, facultado para comprometer al Gobierno de dicho Estado. Se trata de una institución «multiforme», pues adopta diversos diseños según la materia de que se ocupe (Se pone como ejemplo el ECOFIN, que es el nombre que adopta el Consejo cuando se reúnen los ministros de Economía y Finanzas de los Estados miembros). En este punto se critica la opacidad, por su complejidad, del procedimiento de generación de normas de la Unión, que inactiva la movilización de una «opinión pública europea» acerca de un ordenamiento jurídico de tanto impacto para los ciudadanos. En consecuencia, se descubre nuevamente la carencia de elementos democráticos Page 320 en la organización europea. Una puerta abierta a la conformación de aquella opinión pública es la presencia de la Confederación Europea de Sindicatos pues, como señala el autor, «sin sindicatos no hay democracia y sin acción sindical no hay vida democrática».

Las funciones ejecutivas están en gran medida cedidas a otra institución europea: La Comisión. En contraste con el Consejo, es independiente de los Estados, al tiempo que tiene un carácter permanente. Por otra parte, el Tribunal de Justicia Europeo es el que mejor encaja en el esquema de división de poderes -característico de los sistemas democráticos-, ejercidos por un órgano específico y separado.

Finalmente, se destaca entre los órganos auxiliares de la Unión el Comité Económico y Social, pues se considera que el diálogo social ha de ser una de las bases de la vida democrática y favorecer el crecimiento y el empleo (art. I-48 TCEu).

Todo este entramado institucional funciona apoyándose en el «principio de equilibrio institucional», configurado y defendido por el Tribunal de Justicia y conforme al cual cada institución ejerce sus poderes de manera autónoma, según las competencias que les hayan sido atribuidas, pero con un expreso «deber de colaboración interinstitucional» que dota de cierta unidad a una fórmula inacabada que, como pone de manifiesto el autor en diversas ocasiones, debe evolucionar hacia su consolidación democrática.

Avanzando desde los orígenes históricos de la Unión hasta su conformación actual, el autor dedica el segundo bloque de su Introducción a explicar la Autonomía del Derecho Social de la Unión Europea y principios de articulación con los ordenamientos internos.

Tal y como ha sido configurado el ordenamiento jurídico de la Unión Europea, hasta el momento funciona de manera superpuesta a los ordenamientos jurídicos de cada Estado. Una adecuada armonización de ambos ámbitos exige criterios de articulación que limiten las fricciones. Estos criterios han sido perfilados por el Tribunal de Justicia de las Comunidades dando forma a los principios generales del Derecho Comunitario. Llama la atención que las controversias que han favorecido la conformación de estos principios se sitúan en el ámbito social, subrayando la importancia del Derecho Social europeo como nexo entre la Europa económica y la política. Esos principios son: el de autonomía; primacía; eficacia directa; responsabilidad del Estado por incumplimiento del derecho comunitario; subsidiariedad y proporcionalidad; los dos últimos con especial relevancia en materia social. A la definición de cada uno de estos principios se dedican las siguientes páginas.

En primer lugar, el principio de autonomía del Derecho Comunitario -resultado de un proceso de atribución de competencias soberanas desde los Estados miembros a las Comunidades- significa que posee sustantividad propia respecto a los ordenamientos internos y el Derecho Internacional vigente. Encuentra su fundamento en el concepto de la Unión Europea como una «comunidad de derecho».

De la aplicación de este principio resulta que los parámetros para valorar la validez de las normas comunitarias sólo se pueden encontrar en el propio Derecho Comunitario ya que, tal y como expresa el autor «otra solución traería como resultado atentar a la unidad y eficacia del derecho comunitario». La principal consecuencia de su aplicación es el hecho de que los ciudadanos europeos verán reguladas determinadas materias que les afectan de manera directa por normas de origen comunitario, en ocasiones en convivencia con otras normas de origen interno, asumiéndolas todas ellas como normas propias.

La presencia en un mismo ámbito de ordenamientos jurídicos autónomos no da lugar a conflictos por la aplicación del principio de Page 321 primacía del Derecho Comunitario sobre el interno y por el de eficacia directa. Ambos son los dos pilares gemelos de la autonomía, sin los cuales aquella carecería de eficacia.

El principio de primacía del Derecho Comunitario sobre el interno supone que las normas comunitarias deben aplicarse con preferencia, cualquiera que sea el rango de la norma interna, y con independencia de que ésta haya sido aprobada con posterioridad. Aunque no aparece enunciado en ninguno de los textos comunitarios, por obra de la intervención del Tribunal de Justicia (Sentencia Costa c. ENEL; y la Sentencia Administration des finances de l'Etat c. Societé anonyme Simmenthal), adquiere significado desde la propia naturaleza de la Unión en cuanto ente supranacional con poderes y finalidades propias. El autor lo define como un principio absoluto e incondicional, sin el que el Derecho comunitario no podría existir. En la medida en que los ordenamientos internos en principio son completos, no se descarta la concurrencia de normas de origen comunitario e interno en una misma materia. De no aplicarse este principio, el Derecho Comunitario carecería de utilidad, perdiendo de vista los objetivos de unidad europea.

El segundo de los principios comunitarios que apuntala el de autonomía es el de eficacia directa del ordenamiento europeo. Como el anterior, tampoco aparece reconocido expresamente en los textos comunitarios pero su contenido se deduce de la naturaleza de la Unión y su vocación de «unión de pueblos», lo que trae consigo que la legislación europea no sólo sea aplicable a los Estados miembros, sino también a los ciudadanos europeos. No obstante, si el principio de primacía no requería especificación, el de eficacia directa sí porque, tal y como se establece en el TCE, no todas las normas gozan en igual medida de esta eficacia.

Con el objeto de hacer más comprensible este principio, el autor propone distinguir dos tipos de relaciones generadas por las normas comunitarias: unas son aquellas que se establecen entre los poderes públicos y los particulares -relaciones verticales-; y otras, las que se establecen entre los particulares entre sí -relaciones horizontales-. Así, los contenidos normativos de los Tratados tendrán una eficacia directa plena sobre las relaciones verticales y horizontales siempre que cumplan los requisitos de ser claras, precisas e incondicionadas; es decir, que no necesiten de la intervención de ninguna otra norma comunitaria u órgano interno para su aplicación. Esta misma eficacia en los dos niveles de relaciones es predicable de los Reglamentos comunitarios. Así se precisa en el art. 249 TCE cuando establece que «el Reglamento tendrá alcance general. Será obligatorio en todos sus elementos y directamente aplicable en cada Estado miembro».

Sin embargo, hay que matizar el despliegue del principio de eficacia directa en el específico supuesto de las Directivas. Una vez más, la contribución del Tribunal de Justicia a la definición del principio ha sido fundamental. En este sentido el órgano judicial precisa la distinción de la eficacia directa de esta categoría normativa en función del momento en que se encuentre su aplicación. Dado que las Directivas establecen un plazo para su ejecución o trasposición al derecho interno, se considera que una vez superado ese plazo sin que el Estado miembro obligado haya traspuesto la Directiva, la norma podrá ser invocada por los particulares sin que los Estados puedan oponer su propio incumplimiento para evitar la aplicación de la misma. Eso sí, esta extensión queda sujeta a que el contenido de la norma sea «suficientemente precisa y clara y que se permita a los beneficiarios conocer la totalidad de sus derechos y, en su caso, invocarlos ante los Tribunales nacionales». La obligación frente al particular de cumplir lo preceptuado en la Directiva alcanza también a las Comunidades Autónomas y todos los Entes Municipales, Organismos Públicos y determinadas empresas públicas. Page 322

No obstante, el autor precisa con claridad que la Directiva no es idónea para crear de forma directa obligaciones del particular hacia el Estado, ni para crear directamente obligaciones entre los particulares; es decir, que respecto de aquellas Directivas no traspuestas o inadecuadamente traspuestas, existe eficacia vertical pero no horizontal. La Directiva aparece así como la única norma de eficacia directa limitada dentro del ordenamiento básico comunitario.

El cuarto principio de interpretación conforme al Derecho Comunitario de las normas internas encuentra su fundamento en la obligatoriedad de la aplicación de las mismas establecida por el art. 10 TCE. La utilización de este principio se impone a todas las autoridades de los Estados miembros -incluidos los jueces-, en el ámbito de sus competencias. Posee una trascendencia práctica muy importante porque permite resolver los problemas de aplicación del ordenamiento comunitario en las relaciones entre empresarios y trabajadores pero exige una posición activa del juez nacional, en absoluto asegurada.

De la eficiencia de los principios de eficacia directa y de primacía del Derecho Comunitario se deriva el quinto principio de responsabilidad del Estado por daños derivados del incumplimiento del Derecho Comunitario, principio totalmente construido por el Tribunal de Justicia, curiosamente a partir de decisiones emitidas en materia social. Así, los Estados están obligados a ejecutar en su ordenamiento las Directivas comunitarias, respetando en todo caso su contenido básico de forma clara y precisa, garantizando la plena aplicación de la misma. El incumplimiento parcial o total de esta obligación atenta contra los derechos reconocidos a los particulares por las normas comunitarias, interrumpiendo el proceso de armonización europea. Por este motivo se impone un deber de reparar los derechos lesionados por la inactividad del Estado miembro.

Pero el Tribunal de Justicia limita el nacimiento de la responsabilidad del Estado a los supuestos en que se den las tres circunstancias siguientes: a) que el objetivo de la Directiva sea atribuir unos derechos determinados a los ciudadanos europeos; b) que el contenido de esos derechos sea identificable e identificado a partir del texto de la Directiva; c) que se dé una relación de causalidad entre la pasividad del Estado y la lesión del derecho reconocido a los particulares. El autor descubre la flaqueza de este sistema de responsabilidad en la inexistencia de una normativa comunitaria propia y completa que regule esta materia, lo que hace obligado el recurso al Derecho interno para deducir la indemnización correspondiente al daño sufrido.

Un lugar especial merece en esta introducción el examen de los complejos principios de subsidiariedad y proporcionalidad. El de subsidiariedad limita su ámbito de intervención a aquel en el que la Unión carece de competencias exclusivas (Ejemplo fundamental es la materia social), ofreciendo las pautas a seguir para su ejercicio. Por su parte, el de proporcionalidad afecta a todas las competencias -exclusivas o no-, y viene referido a la intensidad de la intervención de la Unión en cada una de ellas. En palabras del autor parece que «son criterios políticos para el ejercicio de los poderes derivados del reparto de competencias entre los Estados y las Comunidades fijado en los Tratados a favor de las Instituciones Comunitarias».

Dada la intrínseca vinculación de estos principios con el mecanismo de reparto de competencias entre los Estados miembros y la Unión (Art. 2 TUE), se hace obligada una referencia al mismo. La primera conclusión alcanzada es que la existencia de este mecanismo de reparto, que obliga a distinguir entre competencias exclusivas de la Unión Europea y competencias compartidas, pone en evidencia un ordenamiento jurídico europeo incompleto; es decir, en aquellas materias cedidas por los Estados nacionales y competencia exclusiva de la Unión, que no sean reguladas por ésta, no podrán intervenir los Page 323 Estados miembros, pudiendo dar lugar a peligrosos vacíos jurídicos.

La aplicación del principio de subsidiariedad tiene como objetivo hacer más eficaz el sistema normativo del espacio europeo (art. 5 TCE). Supone que, en aquellas materias de competencia compartida por los Estados miembros y la Unión, se legitima la intervención comunitaria en los casos en que no puedan alcanzarse los objetivos previstos o no puedan serlo de manera suficiente por la mera acción de los Estados miembros. A través de esta vía, la libertad de los Estados para regular materias compartidas como la social -a excepción de todo lo que afecte a la libre circulación de trabajadores-, queda limitada en beneficio del cumplimiento de los objetivos comunitarios.

Las razones que justifican la intervención comunitaria son controlables por el Tribunal de Justicia, lo que exige por parte de las instituciones europeas una especial atención en la redacción de las Exposiciones de Motivos de estas normas que, en cierto modo, se adentran en competencias de los Estados nacionales no cedidas a la Comunidad.

Sobre el principio de proporcionalidad únicamente se añade que, como el de subsidiariedad, es un criterio controlable por el Tribunal de Justicia a través de la evaluación de la adecuación entre los medios elegidos y los fines que se pretende conseguir con la norma comunitaria. Así, cuando deba elegirse entre varias medidas apropiadas, deberá recurrirse a la menos gravosa.

El cierre de la obra corresponde a Una reflexión final sobre la evolución del Derecho Social de la Unión Europea.

El objetivo inicial de la unificación europea era pacificar un continente herido por los conflictos bélicos y sociales. Todos aquellos ideales fueron volcados en la creación de un ente supraestatal que convirtiera en recuerdos el pasado de los Estados que lo integraban. Pero el olvido no pretendía extenderse a los valores que se aspiraba a defender: el respeto de los derechos cívicos y sociales y las relaciones pacíficas con otras comunidades.

El autor percibe que estos valores iniciales no se reflejan de forma continua en la evolución de la Unión, quedando empañados en ocasiones por el protagonismo otorgado a su dimensión más económica. Uno de los obstáculos a su efectiva consagración es la ausencia de un «pueblo europeo»; es decir, no existe entre las poblaciones de los diversos Estados un sentimiento de pertenencia a una entidad común. En este punto es donde los derechos sociales juegan un papel central en un doble sentido; de una parte, porque son contenido sustantivo de la democracia; de otra, porque son expresión de los valores que las diversas sociedades europeas de la segunda posguerra han alumbrado y expresado en sus respectivas constituciones.

Se reivindica «un modo europeo de estar en sociedad», consistente en vivir con el reconocimiento de unos mínimos derechos en el trabajo, de un Sistema de Seguridad Social, de educación gratuita en amplios niveles, etc. Se propone la consolidación de una ciudadanía europea coherente con la tradición humanista y democrática de los países que lo integran.

No obstante, se reconoce que se ha producido una «comunitarización» de los derechos nacionales en parte provocada por los años de crisis económicas, con un determinante aumento del desempleo, y graves retrocesos en las garantías de los derechos sociales en los ordenamientos nacionales, acompañados de la reducción del poder de los sindicatos. En estos momentos el Derecho Social Comunitario se convierte en el garante de un suelo mínimo de protección en algunas materias laborales, aunque renunciando a la armonización de sistemas con importantes diferencias morfológicas.

Como subraya el autor, lo que él denomina «activismo comunitario» no hubiera sido Page 324 posible sin el progresivo abandono del requisito de la unanimidad en la adopción de decisiones en materia de política social para ser sustituido por el de mayoría cualificada. Ante la eficacia de estas medidas, se propone un aumento de las competencias de la Unión que hagan efectivos en su ámbito los derechos sociales. Por supuesto, la vía más rápida para alcanzarla sería conceder un valor jurídico o carácter vinculante a los derechos contenidos en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión, incomprensible fracaso que ha acompañado el estancamiento de la aprobación de la Constitución Europea. El reconocimiento de los derechos fundamentales sociales contenidos en aquel instrumento operarían como límites a la acción de la Unión, sobre todo en aquellas ocasiones en que su dimensión económica se priorice sobre la social.

Como he ido indicando a lo largo de estas páginas, Aparicio Tovar ha conseguido aportar, de una manera clara y sencilla, una obra manejable y útil para quienes se acercan al Derecho Social Europeo por primera vez, y para aquellos otros que, en su especialización, parecen haber olvidado los principios y valores que inspiraron esta Comunidad en la que nos hallamos integrados, así como los conceptos básicos que articulan su funcionamiento. Todo ello de forma coherente con la función de una introducción a cualquier disciplina jurídica.

Se trata de una obra producto de la reflexión y el debate, metodología que no puede quedar adormecida. El debate en torno a la Unión Europea, la identidad europea y el papel fundamental que ha desempeñado y debe desempeñar el Derecho Social en su evolución, ha de mantenerse vivo. Fundamentalmente porque de él se pueden extraer soluciones a los «nuevos» problemas que aquejan a sus Estados miembros sin dejar en el camino las razones que impulsaron su creación. El siguiente paso debería ser la elaboración de un manual de Derecho Social Europeo, que comparta las ventajas de esta introducción, labor que agradeceríamos quienes nos dedicamos a esta especial rama del Derecho.

MARAVILLAS ESPÍN SÁEZ

Profesora Ayudante de Derecho del Trabajo y Seguridad Social Universidad Autónoma de Madrid

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[1] Véase el monográfico dedicado a la misma en el número 57 de esta misma revista.

[2] Se trata de un proceso ciertamente inacabado, pero efectivamente progresivo, en el que sin duda el Tribunal de Justicia de la Unión ha desempañado un papel fundamental.

[3] Esta crisis tiene también su origen en el interior de los propios Estados. Sirva como ejemplo más cercano el de nuestro país, en el que el actual debate sobre el desarrollo autonómico y la distribución de competencias aviva dicha crisis. En mi opinión, este proceso sólo aparentemente supone un elemento «desintegrador» o incompatible con la idea de la Unión Europea.

[4] Lo que supone un signo más de la integración europea, de su función uniformadora y con ello promotora de un espíritu europeo. No hay que olvidar que muchas de nuestras normas internas, asumidas como propias, encuentran su fuente en la Unión Europea. A pesar de nuestra falta de conciencia, la Unión Europea se halla presente más allá de las reformas económicas, que en ocasiones resultan difíciles de compatibilizar con un Estado Social como es el declarado por el art. 1 CE. Por su parte, las reformas sociales sí han supuesto para España, y más en determinados momentos políticos, un claro avance hacia la unificación europea.

[5] Se trata de materias de difícil regulación uniforme en el ámbito de la Unión. En primer lugar, porque hasta ahora no han existido problemas productivos comunitarios. Cada país ha presentado sus peculiaridades y diferencias en los sectores más conflictivos. No obstante, con el fenómeno de la globalización económica, de la que deriva el de la deslocalización empresarial (en parte hacia países recién integrados en la Unión), y la incorporación de competidores económicos de gran importancia como son China e India, está exigiendo la inmediata regulación de tales derechos como forma de consolidar un modelo estable que garantice el bienestar social de los ciudadanos.

[6] Paz en su más amplio sentido. Hoy no es posible hablar sólo de guerras entre Estados, sino de terrorismo global. Por otra parte, las revueltas de Francia están mostrando las deficiencias de un modelo político y económico. Con el autor, entiendo que la Unión Europea puede ser el ámbito adecuado para promover medidas de integración en la mundialización, colaborando con una europeización no sólo económica sino también política y social.

[7] En efecto, se trata de una cuestión ciertamente polémica. Para entender la evolución del papel de la Carta de Derechos Fundamentales en el ordenamiento europeo resulta gráfica la distinción elaborada por CRUZ VILLALÓN, P., en su obra La Constitución Inédita. Estudios ante la constitucionalización de Europa. Madrid (Trotta), 2004, entre la carta prescindible, la carta transparente y la carta explicada.

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