Indirizzo politico, dirección política, impulso político: el papel del Parlamento

AutorIsabel M. Giménez Sánchez
CargoProfesora Titular Interina de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid
Páginas83-108

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I Introducción

El concepto de indirizzo politico, que en sus inicios constituyó un intento más de dotar al Ejecutivo de una esfera propia de poder –a semejanza de otras construcciones teóricas similares desarrolladas en el continente europeo durante el s. XIX–, negando para ello al

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Parlamento la titularidad de dicha función, en una fase ulterior, vino a significar algo mucho más amplio. Se trataría así, de una nueva función del Estado, surgida a partir de las nuevas necesidades planteadas por los nuevos modelos de Estados, especialmente a partir de la implantación del Estado Social. El cada vez mayor intervencionismo estatal, con su correspondiente exigencia de normación y actuación de los poderes públicos, en general, hacía precisa al mismo tiempo la existencia de “un programa y una guía dotada de medios para actuarlo, para coordinar ex ante el fiujo de la copiosa normación necesaria y así realizar los valores ligados a los derechos fundamentales y a la llamada «constitución económica» del modelo social”1. Un significado éste al que también aludiría, en su ya clásico estudio, M. J .C. VILE refiriéndose a la que él consideraba la cuarta función del Estado, caracterizada por su componente de discrecionalidad2.

Precisamente es éste el sentido que más nos interesa a los efectos de nuestro trabajo y sobre el que consideramos conveniente detenerse brevemente, por ser aquél que ha sido objeto de mayores profundizaciones en sus posteriores desarrollos teóricos y, por ello mismo, ha infiuido de manera más decisiva en el panorama doctrinal actual. Al margen de las polémicas acerca de si constituye una cuarta función primaria del Estado o si por el contrario sólo puede atribuírsele la condición de actividad, el elemento común lo constituye la referencia a aquel conjunto de actos realizados por determinados órganos constitucionales, que consistiría en la libre determinación de los fines estatales, impulsando y coordinando el resto de funciones3(de ahí, como veremos, ciertos autores deducirán su ubicación en un plano de superioridad respecto de las restantes funciones del Estado, superando el esquema horizontal que hasta el momento y, al menos desde el punto de vista teórico, había caracterizado la división funcional). De hecho, uno de los más serios argumentos contra la actual vigencia de este principio se plantea a través de la cada vez mayor afirmación de la función de indirizzo politico, que –aparte de concentrar en sí las tareas de dirección y de coordinación de los poderes públicos (y, en gran medida, también de la Sociedad, en general, por cuanto el modelo de Estado Social ha conllevado la ya mencionada difuminación de los límites entre Estado y Sociedad, tan nítidamente demarcados en el modelo de Estado liberal)– se habría adueñado de muchas de las atribuciones que anteriormente correspondían bien al Legislativo, bien al Ejecutivo4.

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Sin embargo, la configuración de esta nueva función del Estado no presenta unos bordes muy definidos, debido, en gran parte, a su reciente formulación doctrinal, carente de todo un bagaje dogmático como con el que ya cuenta la tradicional trilogía de funciones estatales (legislativa, ejecutiva, judicial). Pero si su contenido y alcance resultan discutidos, no menos puede decirse de su titularidad. En efecto, surgida como una necesidad de dotar de un ámbito funcional propio al Gobierno, adecuado a su nuevo papel en los Estados constitucionales, la duda que se plantea es si al Parlamento (como a otros órganos constitucionales) también viene atribuido el ejercicio de esta nueva función o si, por el contrario, la titularidad de la misma se reconoce en régimen de exclusividad al poder Ejecutivo.

II Orígenes teórico-doctrinales de una nueva función estatal

Pese a que el concepto de función de dirección política entendido como una más de las funciones del Estado no surge como tal hasta el siglo XX en la doctrina italiana, sin embargo, “como gran parte de los conceptos constitucionales, hunde sus raíces en precedentes más o menos directos que, en este caso, pueden retrotraerse hasta el medioevo”5.

No obstante la posibilidad de rastrear aquellos precedentes tanto en la realidad histórica como en la Teoría Política, lo cierto es que con la llegada del sistema liberal heredado de la Revolución Francesa, el dogma de la separación tripartita de poderes/funciones, por una parte, y el principio de supremacía de la ley, por otra, impidieron conceder una relevancia autónoma a la misma6. Fue sólo en un momento posterior –de crisis del modelo tradicional de la separación de poderes– cuando una función-actividad de dirección política (planteada entonces sólo como ejercicio material y procedimental de los poderes confiados al Gobierno) la encontramos ya esbozada por la doctrina posrevolucionaria francesa (representada por autores como CONSTANT y SIÈYES), a través de la defensa de ámbitos de libertad para el Ejecutivo, rechazando por ello tanto el legicentrismo, como el sistema de gobierno de predominio parlamentario. En este sentido, ya en el período revolucionario, se señala la existencia de un “poder gubernativo”, conceptualmente distinto del “poder ejecutivo” (así, en palabras de SIEYÈS, “le pouvoir executif est tout action, le governement est tout pensée, celui-ci admet la déliberation, l’autre l’exclut à tout degrés de son echelle”), con el objetivo de invertir la situación del exceso de poder inicialmente concedido al Legislativo, donde al Gobierno no venía reconocida ni siquiera la facultad de iniciativa legislativa7. Posterior-mente, una gran diversidad de corrientes teórico-doctrinales contribuirá a la construcción

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de la teoría de la dirección política tal y como hoy viene configurada en el moderno Estado social y democrático de Derecho.

Podría decirse, en cualquier caso, que la introducción de la función de dirección política supuso un intento de dotar de coordinación y sentido unitario a las restantes funciones estatales, una vez constatada la crisis del principio de separación de poderes –al menos por cuanto respecta a la versión tradicional tripartita8– y la pérdida de vigencia de la primacía legislativa que, durante el Estado liberal, había asegurado la unidad estatal mediante el sometimiento de toda la actividad pública a la ley9. En este mismo sentido, puede afirmarse que la superación definitiva de las teorías de MONTESQUIEU llegó básicamente a través de una doble vía: por una parte, mediante las teorías jurídicas de las funciones estatales y, por otra, en virtud de la formulación de la teoría del acto político. En primer lugar, la iuspublicística alemana decimonónica elaboraba el concepto de “función de Gobierno” (o “función ejecutiva”), en aras de defender una esfera propia y reservada al Ejecutivo. Por su parte, en Francia, la jurisprudencia del Consejo de Estado francés consolidaba el concepto de “acto político”. Pese a las evidentes diferencias entre dichas doctrinas, una y otra presentan sustanciales rasgos coincidentes –más allá de su común origen histórico, en plena crisis del postulado liberal de la separación de poderes–, pero, por encima de todo, ambas teorías contribuyeron a dar un paso crucial hacia la formación del concepto de “función de gobierno”10. De entrada, las dos formulaciones comparten una visión que podríamos definir de trascendental, en el sentido de que vienen referidas a aquellos aspectos de la actuación del Estado que afectan a sus fines esenciales, así como a “la tendencial unidad de actuación de sus órganos y, en sentido genérico, la propia supervivencia del ordenamiento”. Una idea ésta con la que nos reencontraremos posteriormente, como base de la teoría italiana del “indirizzo politico11.

Así, en primer lugar, hacíamos referencia a la doctrina francesa de los actos políticos, calificada por GARCÍA DE ENTERRÍA como “una de las escasas máculas” en la “historia ejemplar” del Consejo de Estado francés, surgida en los años de la Restauración borbónica. En este caso, más que de una auténtica construcción doctrinal meramente teórica en torno a la naturaleza de las funciones del Estado, la justificación última de la noción misma de acto político no era otra que la de defender –dentro de la esfera de actuación del Ejecutivo– la existencia de un ámbito libre, ilimitado, discrecional y, fundamentalmente, no susceptible de control jurisdiccional. Sin embargo, lo que en su origen fue tan sólo una doctrina juris-

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prudencial (comenzada con el célebre arrêt Laffitte de 1 de mayo de 1822), por la que el Conseil d’État se negaba a juzgar aquellas situaciones originadas por actos dictados durante el régimen bonapartista, acabó dotándose de una cobertura teórico-jurídica por la doctrina gala. No hay que olvidar que la más destacada doctrina francesa (léase CARRÉ DE MALBERG, HARIOU o ESMEIN, entre otros muchos) defendía la capacidad del Gobierno de emanar actos no sometidos al principio de legalidad ni, en consecuencia, a ningún tipo de control jurisdiccional12. Esto, indudablemente, creaba en la práctica una esfera de poder propia y exclusiva del Gobierno, aunque ésta no viniese formalmente configurada según un concepto teórico-jurídico de función autónoma13. Por otra parte, de todos es sabido que esta teoría no fue desarrollada sólo en Francia, sino que ya desde finales del siglo XIX la categoría de los actos políticos también tuvo acogida en la doctrina, la jurisprudencia y el Derecho positivo tanto italianos como españoles14e incluso en los sistemas anglosajones: en Gran Bretaña, con la figura de los acts of State y en Estados Unidos a partir de la denominada teoría de...

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