Extinción del vínculo matrimonial y nuevas nupcias

AutorRoldán Jimeno Aranguren
Cargo del AutorProfesor Titular de Historia del Derecho de la Universidad Pública de Navarra
Páginas349-390

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El vínculo matrimonial se podía extinguir por nulidad –cuestión que ya hemos tratado en el capítulo 2, apartado 7, al analizar los impedimentos dirimentes–, por divorcio y por muerte de uno de los cónyuges. Estas casuísticas tienen unas consecuencias directas en el patrimonio, tanto en el relativo a la casa como en el del supérstite.

1. La separación conyugal y la disolución del matrimonio
1.1. El divorcio medieval

El matrimonio altomedieval navarro contempló el divorcio y la celebración de segundas nupcias en vida del cónyuge anterior, costumbre que también se advierte en toda la Europa del momento.

La ruptura unilateral del vínculo matrimonial fue frecuente durante el siglo X en la corte asturleonesa y, en menor medida, en la de Pamplona. Son conocidos los casos castellanos de la hija de Fernán González, que se casó tres veces sin enviudar nunca, o el matrimonio seguido de repudio de las hijas del Cid1538. Los reyes y nobles navarros también tomaron nuevas esposas tras repudiar, abandonar o apartarse de las anteriores, de las que incluso habían tenido hijos herederos. Los motivos aducidos parecen a veces banales. Los repudios realizados por los príncipes de Pamplona, Asturias y Aragón tienen paralelos en los magnates de otros territorios europeos. Los historiadores se empeñan a veces en averiguar las causas de tales repudios, sin tener en cuenta la absoluta libertad que los varones de clases privilegiadas (linajes regios e incluso hidalgos) tenían para dejar a sus mujeres, hasta el punto de que este hecho fue de alguna manera asimilado en el posterior Fuero General, que no reguló ni penalizó esas separaciones. La decisión de repudiar a la esposa era personal; no intervenían autoridades civiles o eclesiásticas, ni parece que se entablase un proceso de separación.

La iniciativa de la separación conyugal no estaba reservada únicamente al esposo. La mujer gozaba del mismo derecho, sancionado por diversos fueros. Los

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motivos por los que la esposa legal podía separarse del marido eran sencillos: si era sorprendida en adulterio, podía abandonar al marido por propia voluntad, pues había roto el convenio establecido con él (Fuero de Jaca-Pamplona)1539, lo que el Fuero General denominó salir “con otro por su plazenteria” o irse con otro marido dejando al suyo1540. La omnímoda libertad del hombre para repudiar a su mujer quedó limitada desde el momento en que se le reconoció a ella el mismo derecho a divorciarse que a él. Esta admisión del divorcio, común al mundo occidental, supuso, en palabras de Schnurer, todo un “adelanto de la civilización, en cuanto introducía la igualdad de sexos”1541, aunque todavía esa igualdad estaba muy lejos de ser real, pues en todo el proceso de separación prevalecieron los derechos del marido.

La decisión de la mujer casada de repudiar al marido debía ser voluntaria. Lo contrario hubiera sido rapto, fuerza o violencia. Según el mencionado texto foral pamplonés, cuando la mujer casada abandonaba a su cónyuge voluntariamente, el matrimonio quedaba disuelto, “porque rompe el contrato que había hecho con él”1542.

Si el motivo del abandono del marido fuere “despegamiento o miedo”, y la mujer no se unía a otro hombre, el Fuero General preveía otros procedimientos1543: si “por despegamiento o por miedo de su marido” la mujer se cambiase a la casa de un pariente o vecino, “et non fiziere enemiga de su cuerpo, tornando a eyll”, no perdería sus arras. Por tanto, en los casos de separación de cuerpos y bienes únicamente se partirían entre los cónyuges las fincas compradas o ganadas, aun por uno de ellos, y los bienes muebles1544.

Por otra parte, si pasado un tiempo tras la boda, la mujer decidiese emprender una nueva vida en solitario, el esposo debía acudir a los tres fiadores de ella, que la llevarían a la casa indicada por el marido, y la pondrían en el linde del interior de la puerta, con conocimiento de los vecinos de la villa y la comarca. Si ella decidía marcharse, los fiadores repetirían la prueba, llevándola a la misma casa o a otra, siempre ante testigos. Si tras estar en poder del marido y después de un tiempo de

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convivencia, ella persistía en su voluntad de no seguir con él, ambos someterían la separación al criterio de un tribunal. Este no estaba formado por el alcalde-juez ni por otra autoridad oficial ni organismo judicial secular o eclesiástico. Lo integraban tres o más parientes de ella, otros tres del esposo, y tres hombres “de los más cuerdos de la comarca”. El marido exponía el problema, “et faga entender lur vida et lur permanencia de si et d’eylla”, y los jueces, “si los pueden avenir, bien”, y, si no, deberían separarlos de la siguiente manera: cada uno retendría sus heredades, partiendo a medias las ganancias, muebles, deudas e hijos, si su número era par, “y si una criatura fuere de más, críenla entre ambos, si los hombres buenos dicen: Para criar esta criatura más vale que se ayuden mutuamente”.

Los hombres buenos podían decidir también que el matrimonio siguiera viviendo junto. En tal caso, si la mujer persistía en su empeño y se volvía a marchar, los fiadores la llevarían nuevamente junto a su esposo y, mostrándoles una cama de la casa, atarían los pies y las manos de ella a los cuatro lados del lecho. Cumplido este requisito acababan las obligaciones de los fiadores.

La separación era un derecho libre y no penalizado para los infanzones, y la libertad de separación estaba restringida para los labradores. El Fuero General admitió la disolubilidad del matrimonio cuando se ocupó de establecer el castigo que habrían de sufrir los infanzones y los villanos casados. Se recoge en un capítulo singular, el 4, 1, 7, del que ya hemos tratado al referirnos a la recepción del Derecho canónico, aquel en el que se narra cómo Pedro de Paris solicitó de Sancho VI el Sabio que no se celebrasen casamientos no canónicos, que conducían a la condenación eterna de las almas. El capítulo preceptuaba que todo infanzón, aunque se separase de su mujer, no debería pagar multa alguna, mientras que todo hombre que fuera pechero, si se sepa raba de su mujer, debía pagar de multa un buey. El animal debía ser del lugar donde vivía el matrimonio, y se elegiría de la forma siguiente: acudirían a las tres dehesas boyales más cercanas, y seleccionarían en cada boyal seis bueyes, los dos mejores, los dos peores y otros dos; de estos dos últimos elegirían uno que darían al señor1545.

Sin embargo, el repudio estaba penalizado en los fueros de frontera. El de Encisa (1129) determinó que si una mujer repudiaba a su marido, debería pagar 300 sueldos, mientras que si era el marido el que repudiaba a su mujer, un arienzo1546. Por la misma época, el Fuero de Carcastillo (1125-1140) contempló una pena de un octavo de homicidio a la mujer que abandonase a su marido1547. Estos preceptos muestran

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un supuesto similar al del Fuero de Cuenca, que también establece el repudio de la esposa por parte del esposo1548.

1.2. Efectos patrimoniales del divorcio medieval

La extinción del matrimonio por divorcio producía una serie de efectos jurídicos en el ámbito económico vinculados al patrimonio conyugal. Diversos fueros municipales contemplaron la pérdida de las arras para la mujer casada que cometía adulterio o dejaba a su marido de manera voluntaria1549. Si era el hombre casado el que cometía el amancebamiento, la mujer no perdía sus bienes ni sus arras1550.

Hemos visto, al tratar sobre el divorcio, los efectos económicos recogidos en el Fuero General 4, 1, 1, que el Fuero Reducido incorporó bajo el título “Quando el matrimonio es suelto entre marido y muger con justa causa, cómo las heredades de ellos deben volver a cada uno las suyas”, simplificando la compleja casuística allá contemplada:

“Si marido y muger estando casados y viviendo juntos se oviesen de apartar y separar de vivienda con causa, y tuvieren heredades ansí de la parte del marido como de la parte de la muger, destas heredades deben tomar cada uno dellos las suyas, y si obieren comprado o adquirido algunas heredades, constante matri-

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monio, deben de partir las conquistas a medias. Y si obieren procreando entre ellos hijos y criaturas dobladas, debe tomar el padre las medias, y la madre las otras medias. Y si hubiere alguna criatura más, débenla a espensas comunes contribuyendo en su criar y alimentar tanto el uno como el otro”1551

El Fuero General1552 determinó también que si alguna mujer infanzona quería hacer quitamiento de las arras o redimirlas a favor de su marido o de otra per sona, presentando fiadores y avalistas o de cualquier otra forma, no tendría validez si no asistiera al acto del quitamiento al menos un pariente. Este debería ser el padre, que en caso de estar difunto sería sustituido por el hermano mayor de la mujer y, en su defecto, por el tío de mayor edad de la parte del padre. Si tampoco tuviera tío, sería el mayor de los primos hermanos de parte del padre, que sería acompañado de otros dos parientes cercanos. El quitamiento no tendría validez sin el consentimiento de parientes1553.

Otro capítulo del Fuero preceptuó la retención por el marido de las heredades de la mujer que había abandonado el hogar para irse con otro...

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