El estatuto del directivo público. Una regulación inaplazable

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1. Consideraciones iniciales

La figura del directivo público se sitúa en el ámbito intermedio entre la política y la Administración. Si partimos de una noción orgánica, se define en atención a la posición jerárquica que ocupa en la organización1y que, en la Administración General del Estado, se corresponde con los órganos directivos: subsecretarios y asimilados, directores generales y asimilados, delegados del Gobierno, subdirectores generales y subdelegados del Gobierno2.

Su función consiste en formular las políticas públicas en consonancia con los ejes de la acción de Gobierno, movilizar los apoyos necesarios, y ejecutarlas con eficacia y eficiencia mediante la dirección de los recursos humanos y materiales situados bajo su responsabilidad.

Esta última mención a la eficiencia no es casual, ya que la institucionalización de la dirección pública está vinculada a las exigencias de contención presupuestaria surgidas a mediados de la década de los setenta del pasado siglo. Durante la fase expansiva del gasto público, que permitió el desarrollo y consolidación de los Estados del bienestar, políticos y funcionarios encontraron poderosos incentivos para atender demandas ciudadanas crecientes en la

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prestación de servicios públicos, ya fuera para presentar resultados en la competición electoral, ya para justificar la propia existencia del aparato burocrático3. El cambio de tendencia presupuestaria propició, sin embargo, la necesidad de incorporar una nueva figura que, como señala Francisco Longo, fuera portadora «de los valores y saberes propios de la racionalidad económica», de modo que pudiera orientarse la administración «hacia la producción de mejoras de eficiencia»4.

Pese a la importancia estratégica de la dirección pública para la organización, no ha sido objeto de un tratamiento jurídico que permita hablar de una verdadera dirección pública profesional en España. En un primer momento, como refiere Crespo Montes, «la confusión entre política y administración propia de un régimen totalitario, la vía normal de acceso a aquélla desde los niveles de la función pública profesional, la organización administrativa basada casi exclusivamente en el precedente y la aplicación más o menos automática de normas legislativas o reglamentarias, conspiraban contra la identificación de la necesidad de contar con un amplio equipo de directivos públicos formados precisamente en las modernas técnicas de gestión»5. Sin embargo, la necesidad de mejorar el rendimiento institucional de las Administraciones de nuestro entorno a través de la figura del directivo público profesional coincidió en nuestro país con la llegada de la democracia, lo que permite hasta cierto punto explicar que la preocupación por someter la Administración a la efectiva dirección política del gobierno acabara imponiendo la confianza política como el criterio determinante en la designación de los puestos directivos6.

Ha de subrayarse que la tendencia a la politización en la designación de estos puestos se vio en cierta medida contrapesada por la existencia de cuerpos superiores, que al menos garantizaron la existencia de cuadros profesionales en la Administración General del Estado7. La propia exposición de motivos del EBEP reconocía esta circunstancia al señalar que «por fortuna, no han faltado

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en nuestras Administraciones funcionarios y otros servidores públicos dotados de capacidad y formación directiva». A pesar de no existir un desarrollo del directivo público no puede decirse que en España no haya directivos públicos profesionales. Los hay: muchos y muy buenos.

Pero no cabe desconocer que la situación actual ha generado amplias zonas de fricción entre la política y la Administración8que se han saldado con un doble fenómeno disfuncional de politización de la alta función pública y funcionarización de la política9. De una parte, la imparcialidad que la Constitución exige como garantía del régimen de función pública se ve seriamente comprometida por la existencia de cuadros profesionales a los que se supone, de forma inicial o sobrevenida, una adscripción política determinada y que cesan con cada cambio de gobierno. En el estrato superior de la función pública, que es precisamente aquel que, en atención a la especial responsabilidad de las funciones asignadas, debería disponer de garantías de imparcialidad y profesionalidad reforzadas, se produce un fenómeno de colonización política mediante el funcionamiento de este spoil system de circuito cerrado10. La contrapartida se presenta bajo la posibilidad de que los funcionarios que han accedido a estos puestos directivos puedan continuar su carrera directamente bajo las estructuras del partido hasta alcanzar los puestos políticos de mayor responsabilidad, quebrando de ese modo de forma definitiva la apariencia de neutralidad de la Administración.

Conviene insistir a estos efectos en que no se trata de impedir que cualquier ciudadano que lo desee pueda dedicarse a la política y desarrollar una carrera profesional en este ámbito, pues de todos (funcionarios incluidos) cabe suponer las cualidades de prudencia, capacidad de juicio e intuición asociadas al ejercicio de la actividad política.

De lo que se trata, más bien, es de instituir un sistema de dirección pública que permita seleccionar a quienes reúnan las competencias necesarias para el ejercicio de esta función, que les faculte para ejecutar de forma autónoma un plan vinculado a los ejes del programa de gobierno, y que les responsabilice tanto de los resultados de su gestión como del adecuado cumplimiento de los principios de buen gobierno.

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2. Razones para profesionalizar la figura del directivo público

Durante los últimos años, la confianza de los ciudadanos en la clase política ha disminuido drásticamente. Así, según los datos del CIS11, en abril de 2015, el 20% de los españoles incluía entre sus principales problemas a los políticos en general, mientras que en 2006 este porcentaje sólo suponía el 8,2% y en abril de 2002, un 5,4 %. Sin duda las dificultades para formar Gobierno tras dos convocatorias electorales con apenas meses de diferencia no han contribuido a mejorar esta percepción. A ello se suman los procesos judiciales derivados de supuestos de corrupción, que han proliferado especialmente en aquellos ámbitos en los que se había fomentado el clientelismo y la falta de profesionalidad en los nombramientos.

En cambio, es interesante resaltar cómo la confianza de los ciudadanos en los servicios públicos ha permanecido estable a pesar de la crisis (primero económica y luego social y política) que ha sufrido España. En abril de 2015, sólo un 0,5 de los españoles consideraba que el funcionamiento de los servicios públicos constituía uno de sus principales problemas. En abril de 2006, este porcentaje era de 0,4% y en abril de 2002, el 0,6%. Y, en el caso de los empleados públicos, el 67 % de los encuestados señalaba en 2014 que les merecen mucha o bastante confianza, frente al 52% de 201012.

Por otra parte, si se toman como referencia los indicadores de efectividad gubernamental elaborados por el Banco Mundial, puede observarse cómo España ocupa el puesto número 12 de la UE-28, un resultado muy por debajo de lo esperable para la quinta economía de la Unión Europea en términos de PIB. Los distintos indicadores internacionales empleados para medir la efectividad gubernamental13analizan si los servicios públicos se prestan de forma objetiva, o bien si favorecen la posición de determinados grupos sociales; si las decisiones se adoptan en el marco de la planificación de políticas públicas, o si por el contrario obedecen a criterios particulares o partidistas; y, finalmente, si los sistemas de acceso y carrera de los empleados públicos se basan en el mérito, o bien en las conexiones personales, familiares, o de confianza política14.

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Tabla 3.1. Indicador sobre efectividad del Gobierno UE 28.

País Indicador sobre
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