Editorial.

AutorDimitris Kyriakou

En el editorial de julio pasado aludimos a las diferentes maneras de estudiar las "externalidades" - un término que se refiere a las consecuencias de las acciones tomadas por los agentes económicos que no afectan a los propios agentes sino a otros, o incluso con frecuencia a la sociedad como un todo (o de un subconjunto geográfico adecuadamente definido).

Sugerimos entonces que una solución, a menudo asociada con el economista británico Pigou, a esta discrepancia entre preferencias privadas y preferencias sociales es imponer impuestos/subsidios para conjugar las preferencias individuales con las sociales. Una menos obvia, que procede de los años sesenta, llamada teorema de Coase, según el nombre de su inventor, fue en gran medida la responsable de que concedieran el premio Nobel de Economía a Ronald Coase a principios de los años noventa. El teorema de Coase establece que dados dos agentes económicos A y B, cuando las actividades de A generan una externalidad negativa para B y los costes de la transacción son nulos para ambas partes, es óptimo en términos de bienestar social permitir a los dos agentes que negocien un pago para resolver el tema - bien sea porque A compense a B por el daño que la actividad de A haya infligido a B o que B compense a A por los beneficios que deje de obtener por interrumpir sus actividades.

También indicamos que en el caso de coste de transacción positivo, el teorema establece que la optimización dictaría la asignación de los derechos de propiedad a la parte con costes de transacción más altos, sugiriendo que no es fácil desligar la mano invisible del mercado del puño oculto del Estado.

El papel del Estado, sin embargo, también se manifiesta de manera diferente. Asume que cada agente económico tiene su propio nivel preferido de contaminación aceptable. Asume que los agentes son móviles a través de las jurisdicciones y que hay efectos indirectos de la contaminación - presunciones todas completamente realistas. Si en cada jurisdicción, el grupo con capacidad de decisión decide el nivel de contaminación aceptable - y la compensación económica concomitante - mediante algún mecanismo de mayoría, entonces las minorías móviles pueden optar por trasladarse a jurisdicciones habitadas por agentes con preferencias de contaminación similares a las suyas.

Asumiendo que los "amantes de la contaminación" estuvieran inicialmente en minoría en la mayor parte, si no en todas las jurisdicciones, la desregulación de la actividad contaminante y la confianza en la asignación y negociación de los derechos de propiedad acompañados por la elevada movilidad, podrían tener la perversa consecuencia de permitir que los "amantes de la contaminación" llegasen a ser mayoría en algunas de esas jurisdicciones, mientras que antes controlaban muy pocas, o ninguna, de tales jurisdicciones. Mediante "contagios" entre las jurisdicciones, esos amantes de la contaminación podrían forzar la degradación medioambiental en otras jurisdicciones también.

Una solución exigiría la participación de todas las partes perjudicadas en el proceso de toma de decisiones, ampliando la jurisdicción y concediendo capacidad de decisión a todos los afectados por la contaminación.

Tenemos ahora el círculo completo: otorgar capacidad de decisión a todas las partes exige que estén representadas por sus gobiernos, lo que, si la jurisdicción ha crecido suficientemente en tamaño mediante el proceso de inclusión, nos lleva de nuevo al impuesto de Pigou, en forma de compensación pagada por el que contamina a la parte perjudicada, siendo el gobierno una de las partes en la transacción.

El gobierno no puede dejarse a un lado en esta cuestión; si se le echa por la puerta, vuelve por la ventana. A medida que crece el tamaño deseable de la jurisdicción, el gobierno puede reaparecer como representante de la población de la jurisdicción, y enseñando su manto de Pigou por debajo del de Coase demuestra que ambos pueden considerarse como dos caras de la misma moneda.

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