La discapacidad de obrar

AutorCarlos Marín Calero
Cargo del AutorNotario
Páginas13-49
La discapacidad de obrar
Introducción. La necesidad de un debate abierto
El debate social.
El objetivo de este libro.
Una convención internacional, del año 2006 (a la que, preferentemente, me
referiré en adelante también con la forma más abreviada de “la convención”),
reconoce a las personas con discapacidad un amplio abanico de derechos, que
cali ca de humanos y que incluyen el de ejercer su capacidad jurídica, en igual-
dad de condiciones con los demás, utilizando para ello los apoyos que puedan
necesitar y estando dotado todo el proceso de las salvaguardias adecuadas.
Y, ante esa noticia, en principio llamativa y de apariencia importante, son
muchas las preguntas que nos pueden surgir. Por ejemplo, ¿qué es una conven-
ción?, ¿a qué tipo de personas con discapacidad se re ere? o ¿qué es la capacidad
jurídica?
Todo el mundo conoce, ha visto alguna vez o tiene en su entorno vital a
alguna persona con discapacidad y todas las personas con alguna clase de disca-
pacidad conocen a su vez a personas con un tipo distinto, a veces muy distinto al
que consideran su propio tipo de discapacidad; de modo que existe un concepto
intuitivo y extendido de la discapacidad, y la idea general de que hay varias cla-
ses de ella.
Aunque no siempre haya consenso en las palabras, pues toda la terminolo-
gía de la propia discapacidad y de los fenómenos sociales que la rodean se
modi ca con gran rapidez. Hay que suponer que siempre con el objetivo
de mejorar nuestra comprensión del asunto, pero sobre todo de mejorar
nuestro respeto por esas personas, pues lo cierto es que, al nal, todos los
nombres parecen terminar teniendo un matiz peyorativo, que se intenta
evitar. La verdad es que me parece excesivo ese proceso, que creo que
realmente no tiene n y no arregla mucho. Por mi parte, voy a utilizar el
14 CARLOS MARÍN CALERO
término discapacidad, sin perjuicio de alguna discusión especí ca sobre
el particular, que hago en el capítulo correspondiente de este libro.
Por lo demás, aprovecho esta primera ocasión en que ocurre, para aclarar
que los textos con este tipo de formato que irán apareciendo en este libro
cumplen una función semejante a las más habituales notas a pie de página
y, en general, contienen aclaraciones, apreciaciones más personales –sin
perjuicio de que casi todas en este libro lo son– o excursus de la línea
principal del texto estándar.
De modo que podemos continuar con los interrogantes: ¿se re ere la con-
vención a todas las personas con discapacidad?, ¿o sólo a algunas de ellas?, ¿o
depende la respuesta de en qué derechos estemos pensando? En particular, ¿es
el derecho a su capacidad jurídica un derecho que puedan tener y que realmente
necesiten todas ellas?
Desde otro punto de vista, podemos preguntarnos: ¿por qué hay que re-
conocerles derechos a las personas con discapacidad?, ¿son derechos lo que
necesitan?, ¿es la falta de derechos su principal problema? O bien, ¿por qué
derechos humanos?, ¿qué son derechos humanos?, ¿por qué se les conceden
estos derechos ahora?, ¿por qué no los tenían ya?, ¿acaso las personas con
discapacidad no eran humanas, o lo eran en menor medida? Incluso, podría-
mos preguntarnos ¿por qué empieza a oírse hablar mucho de este asunto pre-
cisamente ahora y no tanto en el año 2006, cuando se dicta la convención, o
en el 2009?
En relación con los hábitos políticos –y por tanto también con las leyes
y proyectos legislativos, en todos los asuntos relacionados con las personas
“discapacitadas” o, más ampliamente, con la discapacidad, la tónica general es
la de moverse dentro del consenso.
Haré en este punto una precisión terminológica, y es que me parece pre-
ferible –o al menos es un hábito para mí hablar de “personas con dis-
capacidad”, mejor que de personas “discapacitadas”, aunque esta última
expresión es de uso muy frecuente, incluso o cial y especialmente entre
los políticos.
Suele haber un acuerdo absoluto en que tenemos el deber de ayudarlas, de
“reconocerlas” como personas y por tanto su derecho a la simple existencia
(por duro que resulte ahora decir eso, pero por oposición a lo ocurrido durante
una buena parte de nuestra civilización anterior, en que fueron frecuentemente
matadas al nacer). Existe una preocupación genuina por asumir como un pro-
blema social propio el de los derechos y necesidades de esas personas, que-
riendo ser solidarios con ellas, desde el respeto. Como también es pací ca, en
consecuencia, la sensación de haber estado históricamente en deuda con ellas
y de seguir estándolo, porque la distancia hasta su plena normalización aún es
EL DERECHO A LA PROPIA DISCAPACIDAD 15
muy grande, y de que debe ser el resto de la sociedad el que recorra al menos
una parte del camino, hasta el punto de encuentro.
Y, al mismo tiempo, también es muy notable, en esos mismos ámbitos políti-
cos de dirigentes de la sociedad, la sensación de perplejidad a la hora de escoger
el concreto camino a recorrer, a la hora de diseñar o inventar ese camino. La rea-
lidad es que las actuaciones concretas a realizar, la forma de avanzar y de reducir
las desigualdades están sometida a muchos debates, pero casi todos son internos,
entre las propias paredes del mundo de la discapacidad, y apenas salen y pueden
ser conocidos desde el exterior. Pero son debates entre las personas que son allí
dirigentes, o sea, no entre todas ellas, pues, en el entorno de las personas con dis-
capacidad, como en cualquier otro grupo humano, no todas dirigen ni lideran los
procesos colectivos. De manera que el debate parece encapsulado, en una capa
intermedia, que no incluye a todas las personas con discapacidad y tampoco a los
líderes políticos generales, y, menos aun, está abierto a toda la sociedad. Además,
en muchas ocasiones, da la sensación de que los Poderes Públicos y algunas
personas con discapacidad intelectual están a la espera de que se resuelva, por
quien corresponda –que no son ellos, un debate demasiado técnico como para
que puedan intervenir, un debate a veces sólo académico o muy ideologizado y
en todo caso sólo para especialistas; por supuesto, todos ellos personas muy inte-
ligentes, o sea sin discapacidad intelectual. Y no cabe duda de que esa actitud se
compagina mal con el deseo, que es auténtico, de los miembros ordinarios de la
sociedad de ser individualmente solidarios, poniendo cada cual de su parte lo que
pueda. Y es que, aunque la solidaridad se percibe correctamente como un deber
–o una virtud individual, parece que, en este concreto asunto, las acciones y las
decisiones se reservan a un di cilísimo proceso técnico, de minorías, y del que,
por tanto, la mayoría de la población queda automáticamente apartada, o a la
espera de instrucciones.
De manera que, cuando se trata de derechos, parece que algunas personas
con discapacidad, las que la tienen intelectual, deben superar una doble barrera:
por un lado y como les pasa a los demás, deben conseguir que esos derechos
queden plasmados en una ley, un deseo y una esperanza que muchas veces se
hace esperar años, decenios o siglos; pero además, incluso cuando ya han con-
seguido ese azaroso paso, que es decisivo para cualquier otro colectivo, en su
caso, deben esperar además a que otras sesudas autoridades cientí cas o los lí-
deres internos de la discapacidad decidan si de verdad ese derecho les conviene
o no. Y es que hay muchas personas y muchas instancias sociales que parecen
convencidas de que, tratándose de personas con discapacidad intelectual, los
derechos son sinónimo de peligros, que deben ser examinados con lupa, por el
bien de éstas.
Y, como el planteamiento es muy “cientí co”, se construyen complejos “mo-
delos” teóricos sobre la discapacidad, “modelos” que además se multiplican y
se suceden; las propuestas anidadas a cada modelo se superponen y, con harta

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