El conflicto en la aplicación de la norma tributaria en la Nueva LGT

AutorJavier Pérez Arraiz
CargoProfesor Titular de la Universidad del País Vasco

EL CONFLICTO EN LA APLICACIÓN DE LA NORMA TRIBUTARIA EN LA NUEVA LGT

Javier Pérez Arraiz

Profesor Titular de la Universidad del País Vasco

I. PLANTEAMIENTO

La LGT de 1963, como Ley que recogía una serie de principios y de normas para regular las relaciones entre la Administración tributaria y los contribuyentes, al poco tiempo de su publicación, en algunos aspectos, quedó como una Ley que no servía para dar respuesta a algunas de las necesidades que planteaban dichas relaciones. Las distintas reformas que experimentó la LGT de 1963 (Ley 10/1985, de 26 de abril y Ley 25/1995, de 20 de julio), en determinados supuestos no supusieron más que parches que no solucionaban los problemas que se planteaban a diario entre la Administración tributaria y los obligados tributarios. Hay que tener en cuenta no sólo la condición de ley preconstitucional que tenía la LGT de 1963, sino que la realidad regulada por esta Ley, debido a las transformaciones profundas que había experimentado, presagiaba la necesidad de una reforma general.

En el presente trabajo vamos a tratar la reforma que la nueva LGT de 2003 ha supuesto sobre la figura del fraude de ley, una figura que tal como la regulaba el art. 24 de la LGT de 1963, supuso la inaplicación de dicho precepto.

Así, en la nueva LGT de 2003 (Ley 58/2003, de 17 de diciembre), se nos presenta como una cuestión de gran trascendencia la derogación del fraude a la ley tributaria y el empleo en su lugar de una cláusula antiabuso, eliminándose el elemento subjetivo que estaba presente en el fraude de ley regulado por la LGT de 1963.

La nueva LGT no ha mantenido la denominación “abuso en la aplicación de la norma tributaria”, que recogía el Anteproyecto, y ha sustituido el denominado “fraude de ley” de la LGT de 1963 por la expresión “conflicto en la aplicación de la norma tributaria” (art. 15), calificada por algunos autores como “inexpresiva y técnicamente inadecuada”1. Hay que tener en cuenta que dicha expresión, además de carecer de antecedentes doctrinales o normativos en nuestro Derecho, no sirve para denominar lo que hasta ahora se ha conocido como fraude de ley, ya que un conflicto en la aplicación de la norma tributaria puede plantearse por motivos que nada tengan que ver con la elusión como por ejemplo: su vigencia, su legalidad, su constitucionalidad, etc.2.

Según la Exposición de Motivos de la nueva LGT, con el nuevo término de conflicto se pretende tener “un instrumento efectivo de lucha contra el fraude sofisticado, con superación de los tradicionales problemas de aplicación que ha presentado el fraude de ley en materia tributaria”.

Habría que preguntarse si el simple cambio de la terminología empleada va a modificar las respuestas que deban darse desde el poder judicial, a la hora de interpretar la norma. Hay que tener en cuenta que la redacción que se adopte ha de tener un alto grado de indeterminación. Igualmente hay que destacar que el fraude de ley es lo suficientemente conocido como para que una simple modificación terminológica cambie la forma en que lo entienden los tribunales. La interpretación se realiza según la forma de entender el Derecho y en base a un sistema de valores aceptados por la sociedad (conciencia jurídica) como puede ser la autonomía de la voluntad, por ello, más que de una cuestión terminológica se trata de una cuestión de valores3. Vivimos una época en la que se potencia el individualismo frente a lo comunitario. La seguridad jurídica se erige como un principio que impide cualquier limitación no prevista expresamente en la ley4.

Ahora bien, lo que realmente nos interesa, más allá de la terminología empleada por el legislador, a la que tampoco le podemos restar su importancia, es la postura que adopta el legislador a la hora de enfrentarse a esas conductas que, sin suponer un ataque frontal contra un precepto concreto, y que examinadas aisladamente gozan de una aparente legalidad, implican sin embargo, y en definitiva, una violación del ordenamiento jurídico en su conjunto.

Pues bien, frente a este fenómeno, cada vez más gene- ralizado, el legislador puede optar por una serie de posicionamientos en los que en un extremo se encontraría la postura que defiende a ultranza la autonomía de la voluntad del individuo a la hora de configurar un acto o negocio jurídico, y por tanto mostrarse permisivo con aquellas conductas que, al margen de los resultados económicos que de ellas se deriven, no impliquen una violación expresa de un precepto legal en concreto. Es decir, ha de permitirse lo que el legislador no prohíba expresamente. Frente a esta postura, el legislador puede considerar que, dado que lo trascendente es gravar la capacidad económica del contribuyente, las formas jurídicas utilizadas por éste deben quedar en un segundo plano y a lo que en realidad hay que prestar atención es a la realidad económica que subyace en dichas formas.

Frente a estas dos posturas, la LGT de 1963, tanto en su redacción anterior a la reforma de 1995 como en la posterior a la misma, exigía en su art. 24, además de haber una desconexión entre las formas jurídicas utilizadas y los resultados económicos obtenidos, el propósito de eludir el pago de un tributo, lo cual, además de ser difícil de demostrar, no coincidía con la realidad, ya que en el fraude de ley en el ámbito tributario lo que se elude no es tanto el pago sino la realización del hecho imponible.

La lucha contra el fraude de ley en particular, y contra cualquier manifestación de defraudación en general, se hace necesaria si se quiere que no se tambaleen los principios en los que se debe basar todo sistema tributario.

A la hora de luchar contra la elusión en el ámbito tributario cabe distinguir entre las denominadas cláusulas especiales, que son aquellas previstas por la ley para un supuesto concreto; y las cláusulas generales, que están previstas para ser aplicadas a un número indeterminado de supuestos y se configuran como una estructura norma- tiva con un presupuesto de hecho formulado con más o menos amplitud del que se deriva una serie de potestades para la Administración que le posibilitan a la misma prescindir del acto o negocio realizado y aplicar la normativa tributaria que se pretendió eludir. Estas cláusulas tienen como presupuesto de hecho un fenómeno elusorio, recogido de forma genérica, de tal manera que puede abarcar cualquier figura tributaria, como por ejemplo el fraude de ley tributaria. Las cláusulas antielusorias, en especial las generales, han sido calificadas como una alternativa a las fórmulas de carácter hermenéutico, como son la calificación y la interpretación, y de aplicación de principios como el de fondo por encima de la forma por parte de los tribunales, y resultan un mecanismos legal más próximo a las exigencias recogidas en el art. 9.3 de la Constitución5. En concreto una cláusula general tiene la ventaja de poder hacer frente a distintos matices y a situaciones nuevas que puedan aparecer en el futuro y, dado el desarrollo que tienen las relaciones jurídicas, no hayan podido ser tenidas en cuenta a la hora de elaborar la norma6.

Frente a estas posturas se ha cuestionado la introducción en el ámbito tributario de cláusulas generales de este tipo señalándose que lo que en realidad facilitan es un ejercicio del poder sin ataduras jurídicas, lo que supone una mayor comodidad para la Administración en su trabajo y más facilidad para obtener cifras liquidadas de los administrados7.

II. LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD

El empleo de la figura del fraude de ley ha encontrado gran resistencia que se ha justificado en actitudes generales ante la aplicación del Derecho y la autonomía de la voluntad. Estas actitudes han tenido aceptación incluso, como demuestran algunas sentencias, en el ámbito del poder judicial8.

Un sector de la doctrina parte de la idea de que, dado que el Derecho Tributario se articula en base a mandatos positivos de pagar una cuota tributaria por la realización de un hecho imponible, y no se caracteriza por constituir un orden de prohibiciones, el ciudadano tiene libertad para realizar o no el hecho catalogado por el legislador como hecho imponible, pero si no lo realiza su conducta no tiene porque sufrir ningún reproche9. En este sentido, se ha afirmado que el fraude de ley en materia tributaria ha supuesto dejar al arbitrio del funcionario o incluso del juez, la exigencia de un tributo en supuestos que no están previstos por la ley10.

Siguiendo esta línea, algunos autores, que son defen- sores a ultranza de la libertad del sujeto a la hora de configurar sus actos o negocios jurídicos, hacen hincapié en la distinción entre lo ilícito, que sería lo que está prohibido y lo lícito, que sería lo que no está prohibido. De esta forma lo ilícito consistiría en ocultar datos a la Administración, o bien, sin que se produzca una total ocultación, disimularlos para impedir a la Administración tributaria la exigencia del tributo. En la simulación no estamos ante hechos que son reales, sino que se produce una apariencia de realidad. Pues bien, para algunos autores, cualquier otra actuación del sujeto, que consista en la realización de un acto o negocio jurídico real, que no esté prohibido por la ley, habría que considerarlo lícito y encuadrable en la figura conocida como economía de opción11. Y es que las normas en el ámbito tributario se limitan a gravar deter- minadas conductas. En este sentido, se ha destacado por algunos autores, la dificultad de que se pueda producir un resultado contrario a la ley de un determinado tributo que obliga a pagarlo únicamente cuando se realiza el hecho imponible, y no en otro supuesto12. Dado el carácter que tienen las leyes tributarias, sólo se puede gravar aquellos hechos que se configuran por la ley como hechos imponibles, es decir el hecho imponible o se realiza o no se realiza, y en este último caso, no procederá gravarlo con un tributo.

Si el hecho que se realiza no es recogido por la ley como hecho imponible, estaremos...

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