Confianza y justicia penal

AutorJerónimo Betegón
Cargo del AutorCatedrático de Filosofía del Derecho. Universidad de Castilla-La Mancha
Páginas83-103

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1. La necesidad de justificación

El clásico debate que acerca de la posibilidad de justi?car el castigo, y concretamente la sanción penal, ha enfrentado secularmente a retribucionistas y utilitaristas, puede ser un claro caso de con?icto intratable. La exploración de nuevas vías que puedan arrojar luz a esta compleja cuestión que trata de a?rmar la corrección moral de una medida tan restrictiva de los derechos individuales como es la pena jurídica, sigue alimentando una suculenta bibliografía. Me propongo a continuación sumarme a esta lista de tentativas explorando la relación que el castigo pueda tener con un concepto de derecho entendido como un sistema de reglas y principios reguladores de la conducta humana dirigidos primordialmente a satisfacer y mantener las condiciones que posibilitan la existencia de un nivel básico de con?anza en una sociedad. Me re?ero, por tanto, a una comprensión funcionalista del derecho cuyo propósito central es el mencionado. En el marco de una concepción positivista del derecho, la conclusión sería el siguiente enunciado condicional: si la principal función de un sistema jurídico es la de crear y mantener las condiciones para la con?anza básica en la sociedad, entonces quienes vulneren el derecho tienen que ser castigados.

Antes de adentrarme en esta vía resultará útil revisar alguna de las cuestiones comúnmente asociadas a lo que, genéricamente, puede denominarse “el problema del castigo”.

Tradicionalmente se ha asociado la experiencia del castigo con la idea de dolor o de sufrimiento. La imposición de un castigo, la ejecución de una pena, parece que han de representar necesariamente, para su destinatario, sufrir alguna clase de daño. Y aunque, en relación al tipo de castigos que solían acompañar en el pasado la realización de una

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ofensa, nuestros actuales sistemas jurídicos incorporan penas que, en general, cabría cali?car de más “humanas”, perderían probablemente su carácter de tales si no consistieran, centralmente, en la privación de un cierto bien o en padecer una grave restricción en el disfrute de un determinado derecho. De otra parte, debe tenerse también presente que la acción de castigar es deliberada y, por tanto, evitable. Parece obvia la necesidad de justi?car una conducta que consiste así en provocar intencionalmente, si no sufrimiento, sí la remoción de algún tipo de bien que suele ser intensamente querido por todo ser humano. Lo que ya no resulta tan obvio en relación al castigo, es cómo deba llevarse a cabo la necesaria tarea de justi?cación.

2. El “problema del castigo”

Puede decirse que el debate ?losó?co en torno a la justi?cación del recurso a la coacción por parte del Estado ha ignorado, en cierta medida, los amplios márgenes del problema. Tradicionalmente, aquel ha sido presentado en los términos simples de una persistente confrontación entre dos teorías –retribucionista y utilitarista– que, con el paso del tiempo y el sedimento de innumerables aportaciones, han llegado a alcanzar un notable grado de re?namiento y complejidad en su argumentación. A pesar del carácter longevo de la discusión, de la extraordinaria que ha sabido ejercer, y de la heterogénea extracción ?losó?ca de muchas de las contribuciones relevantes, en la de?nición de las posiciones teóricas mencionadas y en el posterior desarrollo y re?namiento del planteamiento tradicional deben destacarse dos circunstancias decisivas: de una parte, la habitual remisión a Kant y Bentham como los más claros inspiradores de unos posibles modelos de argumentación retribucionista y utilitarista, respectivamente, y de otra, el notable progreso que experimentó el análisis ?losó?co del problema en tiempos mucho más recientes, en concreto, a partir de la segunda guerra mundial y, de modo especial, en el ámbito de la re?exión moral inglesa y norteamericana.

Uno de los logros de este renovado interés contemporáneo ha sido poner de mani?esto cómo el llamado problema del castigo es enormemente complejo e involucra cuestiones diferentes que probablemente habrían de requerir respuestas y soluciones independientes. La posibilidad de preguntas tan diversas como: ¿Qué es el castigo? ¿Cuándo se merece un castigo? ¿Qué castigos son justos o apropiados? ¿Cómo se justi?ca una aplicación particular de la práctica o de la institución del castigo? o ¿Qué razones son las apropiadas a favor de la propia

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práctica o institución?, invita a pensar que los argumentos que aspiren a dar cumplida cuenta de estas y otras cuestiones difícilmente pueden ser elaborados a partir de un único criterio, o de un conjunto de criterios alternativos igualmente simples, y que es precisamente esta obstinación la que puede haber originado muchos de los malentendidos que tradicionalmente han empañado los términos de la discusión y provocado esa aparente incapacidad para ofrecer una solución satisfactoria al problema (E.A. Rabossi, 1976, pp. 17-19 y 63-84). Como señaló H.L.A. Hart en un célebre trabajo sobre el tema, toda explicación moralmente aceptable de la institución de la pena debería ser presentada como un compromiso entre principios distintos y parcialmente en con?icto (Hart, 1990, p. 1).

El debate acerca de la justi?cación. Como se dijo al principio la vieja discusión en torno a la aceptabilidad moral del castigo ha estado concentrada en el enfrentamiento de dos posiciones teóricas –retribucionista y utilitarista– que, en los términos de su planteamiento histórico, se han mostrado claramente incompatibles.

  1. El retribucionismo. La defensa del retribucionismo pasa por asumir una doble tesis:

    (i) La primera consiste en la escueta a?rmación acerca de que el castigo sólo encuentra justi?cación cuando es un castigo merecido, entendiéndose por este aquel que se impone al autor culpable de una ofensa. Esta tesis básica del retribucionismo encontró probablemente su más acabada y rotunda expresión con Kant quien en aplicación del imperativo categórico excluía toda posibilidad de que la pena pudiera ser impuesta sólo como un medio para promover otro bien, ya fuera respecto del propio criminal o de la sociedad civil; por el contrario, en todo caso debía ser aplicada por la sola razón de haber cometido un delito, esto es, por el demérito contraído.

    (ii) La segunda premisa es presentada como la obvia consecuencia de asumir la anterior: al establecer esa relación directa entre ofensa y castigo, haciendo depender la aceptabilidad de este exclusivamente de la realización de aquella, el retribucionista tiene que defender asimismo que entre ambos, ofensa y castigo, ha de apreciarse una estricta equivalencia: la severidad del castigo tiene que adecuarse con exactitud –ser, en algún sentido, igual– a la gravedad de la ofensa cometida. En cualquier otro caso estaríamos ante un castigo injusto.

    Ahora bien, a salvo de las dos tesis ahora mencionadas, de este vínculo esencial entre ofensa y castigo, entre delito y pena, y de la relación de estricta igualdad que viene requerida, el retribucionismo ha conocido

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    una considerable variedad de versiones que di?eren acerca de qué signi?ca “merecer un castigo” o cómo pueden ser descritas las exigencias que engloba esta expresión, cuál es el alcance de esas razones, y cómo ha de entenderse la exigencia de igualdad entre las distintas ofensas y los castigos pertinentes (J. Cottingham, 1979; C.L. Ten, 1987, pp. 38 y ss.).

    Los diversos intentos por dar respuesta a estas y otras cuestiones han desembocado, en el último tercio del pasado siglo, en lo que puede considerarse un genuino reverdecimiento y actualización de las clásicas tesis retribucionistas. Si el quehacer ?losó?co pretende combatir la ambigüedad, clari?car los conceptos y, en la medida de lo posible, poner orden en las ideas, no parece que pueda cuestionarse que la defensa del castigo a partir de la idea de retribución precise de una tarea de este tipo. Este término, el de “retribución”, en su uso ?losó?co penal ha padecido tal imprecisión y servido a interpretaciones tan diversas que hace legítima la sospecha acerca de su funcionalidad en relación al ?n justi?catorio que pretende.

  2. El utilitarismo. Esta disyuntiva a la que parecen conducir las teorías que se pretenden retribucionistas podría hacer pensar que la razón está de parte de las argumentaciones de carácter utilitarista. Frente a la misteriosa alquimia retribucionista que de la suma de dos males pretende obtener un saldo valioso por sí mismo, el utilitarismo postula que el castigo sólo es soportable si depara consecuencias bene?ciosas que compensen su maldad intrínseca. Como a?rmó Bentham: “Todo castigo es un daño; todo castigo es en sí mismo malo”. Un mal, el del castigo, no puede ser justi?cado con el recurso a otro mal, el representado por la ofensa. El retribucionismo no justi?ca moralmente nada. Mientras se mire al pasado, mientras se tome como exclusiva referencia el hecho de la ofensa, la de castigar será una actividad injusti?cable. Sólo en el futuro, en la toma en consideración de eventuales buenas consecuencias estriba la posibilidad de encontrar razones que hagan del castigo o de la pena algo aceptable desde el punto de vista moral.

    El planteamiento anterior se hace depender de la existencia y posibilidad de demostración de una relación de causalidad que vincula la desagradable experiencia actual del castigo con la evitación de un comportamiento, el constituido por el delito, si se asume que el ?n de la pena ha de ser, por ejemplo la prevención, general o especial. La pena, el castigo, serían prácticas justi?cadas porque surten el efecto deseable de reducir la tasa de criminalidad, o los comportamientos que consideramos ofensivos, y ello signi?ca que nos conducen a un mundo o a un estado de cosas moralmente mejor. Ahora bien, es este carácter consecuencialista del utilitarismo el que también ha...

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