Las competencias en materia de clima:la complejidad jurídica del gobierno multinivel

AutorSusana Galera
Páginas215-254

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0. Planteamiento
0.1. Acciones de clima: de lo internacional a lo global

Las políticas de clima, y las subsiguientes normas que las articulan, constituyen una construcción reciente que representa la respuesta institucional a un reto social de -casi- unánime reconocimiento. En consecuencia, este grave problema se aborda por el derecho internacional, básicamente por la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático de 1992, que persigue «estabilizar las concentraciones de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera a un

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nivel que impida interferencias antropógenas peligrosas en el sistema climático». Posteriormente, el Protocolo de Kioto de 1997 (en vigor 2005-2020) desarrolla y concreta las disposiciones del convenio, incorpora objetivos específicos de reducción GEI, así como instrumentos que habrán de llevar a la consecución de estos objetivos -entre ellos, el régimen de comercio de derechos de emisión-. Hay que destacar aquí que este derecho internacional básico del cambio climático1hace una consideración progresiva de las acciones energéticas como instrumentos para la consecución de objetivos climáticos, fijándose ya desde su inicio la íntima relación entre los problemas climáticos -que tienen naturaleza ambiental- y el sector energético, por la incidencia en todo su ciclo de vida en aquellos.

Las sucesivas conferencias de las partes del convenio (COP) han profundizado en su aplicación: en particular, la COP21 adoptó el texto que dará continuidad al Protocolo de Kioto a partir de 2020, el Acuerdo de París de 2015, que, si bien se presentó como un éxito de la comunidad internacional dado su carácter (cuasi) universal, lo cierto es que un examen de su contenido lleva a conclusiones menos optimistas, dada la debilitación del carácter vinculante de los compromisos allí asumidos y la remisión a la fijación estatal de objetivos antes incorporados al Protocolo2.

No faltan ya publicaciones que bajo la rúbrica «derecho del cambio climático» sistematizan, con distintos criterios3, las distintas acciones políticas y normativas adoptadas en todos los niveles territoriales, así como principios generales específicos alumbrados en este ámbito -principio de responsabilidades conjuntas pero diferenciadas- que se añadirían a otros principios también específicos pero ya asentados del derecho ambiental internacional -desarrollo sostenible, contaminador-pagador y no regresión-.

Pero, además, y en cada uno de esos niveles territoriales, se debate la eventual modernización y adaptación de las estructuras organizativas de gestión y gobierno de las acciones climáticas, pues, como ocurre con el medioambiente, se trata de una política horizontal que, además de sus propios perfiles y técnicas, impregna con sus objetivos a todas las demás políticas públicas.

La consideración del derecho internacional del cambio climático que queda referida no agota el conjunto de obligaciones y comportamientos que se esta-

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blecen a nivel internacional, pues algunos de ellos desbordan el marco dogmático clásico del derecho de los tratados. Y es que el más reciente derecho inter-nacional se construye de una forma mucho más plural, con la intervención de agentes distintos al Estado que también desarrollan su propia actividad internacional, concurrente o separadamente a la de los Estados. Tal situación es particularmente característica en las acciones climáticas, puesto que la eficacia de los objetivos de clima es muy dependiente de cómo se ejecuten aquellas acciones en los niveles infraestratales, regionales y locales.

En lógica correspondencia con ese protagonismo, estos entes infraestatales ya reconocidos entre nosotros como actores internacionales4, al desarrollar su propia acción internacional, llegan a consensos y pactos que, aun sin tener la fuerza vinculante de un tratado5, resultan eficaces al acabar por aplicarse en sus respectivos ámbitos territoriales. Es el caso, por ejemplo, de lo que ha de ser un plan local en materia de clima y energía, que queda establecido por el Pacto de los Alcaldes por el Clima y la Energía: de adhesión voluntaria, está desembocando en una revolución silenciosa que ha establecido un instrumento común de gestión pública en materia de clima que alcanza ya al 36% de la población de la UE-286.

0.2. Las dificultades del proceso descendente: las cuestiones competenciales

La irrupción de este nuevo ámbito político y jurídico requiere inevitable-mente determinar quién resulta habilitado por el ordenamiento para la adopción del complejo de acciones que se desarrollan sucesivamente: negociación, decisión, normativización, ejecución y controles -jurídicos y no jurídicos- de las acciones climáticas, y ello en un escenario en el que resultan implicados, e interaccionan, todos los niveles territoriales. Y queda así planteado el objeto de este trabajo: la competencia para el establecimiento y ejecución de las medidas climáticas. Esta determinación puede hacerse de dos formas: bien encajando en las construcciones jurídicas y dogmáticas precedentes más afines estos nuevos ámbitos de acción, o bien adecuando y actualizando los marcos jurídicos e institucionales para dar entrada singularizada a las nuevas acciones.

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A título de ejemplo, la Unión Europea ha hecho las dos cosas: en principio, amparaba en las competencias ambientales las primeras acciones, que luego se etiquetarían como acciones de clima; en 2009, entró en vigor del Tratado de Lisboa, e incorporó la «lucha contra el cambio climático» como uno de los objetivos de la política ambiental y un título (XXI) específico en materia de energía, utilizando desde entonces la doble base jurídica, energía y medioambiente, para sus acciones y normas con objetivos climáticos.

La complejidad del sistema competencial viene determinada por varias ra-zones:

· en primer lugar, desde el nivel internacional las acciones climáticas se han incorporado no sólo en los clásicos Acuerdos y Tratados internacionales, sino también en un gran número de textos que, sin estar sujetos al Derecho Internacional, acaban por aplicarse de forma efectiva.

En segundo lugar, y en sentido territorialmente descendente, la distribución de competencias entre la Unión Europea y los Estados para la adopción de acciones de clima se ha incorporado por el Tratado de Lisboa de tal forma que lo «climático» aparece como objetivo de la política ambiental (artículo 191.1, apartado 4.º TFUE), no de la política energética (artículo 194.2 TFUE); pero esta última, al incluir la promoción de renovables y la eficiencia energética entre sus objetivos, se formula ya con un intenso componente ambiental. En ambos casos -políticas ambiental y energética- se trata de competencias compartidas entre la Union Europea y los Estados miembros -artículo 4 TFUE-; sobre el particular hay que advertir del peculiar entendimiento de lo que son «competencias compartidas» conforme a lo establecido en su día por el TJUE y finalmente llevado al texto del tratado7. En este entendimiento, la copartición tiene vigencia en tanto la Unión Europea no desarrolle una acción concreta que haga incompatible una normativa nacional, pues entonces se produce un desplazamiento de la competencia, y lo que venía siendo materia «compartida» entre la Unión Europea y los Estados deviene en materia de «competencia exclusiva» de la Unión Europea por el mero ejercicio8.

· En tercer lugar, y situados ya en el marco nacional, la distribución de competencias entre los distintos niveles territoriales dista de estar clara. Es sabido que, a día de hoy, nuestro ordenamiento jurídico no ha establecido a nivel general un marco específico para lo «climático», por lo que el desarrollo en España de las acciones y estrategias de la Unión Europea

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necesita una previa calificación y encaje en los títulos competenciales existentes más afines: medioambiente, energía, territorio, urbanismo… Como se verá, las primeras transposiciones han generado una notable conflictividad ante el Tribunal Constitucional y, lo que es peor, han troceado «acciones y estrategias» formuladas de forma unitaria, convirtiéndolas en un mosaico de acciones que aisladamente consideradas carecen de la coherencia y complementariedad que necesitarían para ser ejecutadas de forma eficaz.

Si la distribución entre el Estado y las Comunidades Autónomas resulta cuando menos poco pacífica e inadecuada, la cuestión de las competencias que para incorporar acciones de clima ostentan las entidades locales resulta aún peor resuelta, lo que definitivamente arriesga la eficacia de las acciones de clima en nuestro país.

Las ciudades, no sujetas al régimen de comercio de derechos de emisión, son los principales emisores de GEI a la atmósfera; la legislación estatal sobre construcción y edificación, o sobre la calidad de combustibles, indudablemente ayuda a reducir esas emisiones. Pero uno de los objetivos esenciales de las políticas de clima y energía es llegar a un nuevo modelo de ciudad, con distritos urbanos de calor y frío que optimicen la energía que actualmente se desaprovecha -calor residual y fuentes...

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