Ciudadanía y derechos sociales

AutorEsteban Antxustegi Igartua
CargoProfesor Titular de Filosofía Moral y Política en la UPV/EHU
Páginas151-165

Page 153

Introducción

El término «ciudadano» «apunta a la definición de la identidad de los individuos en el espacio público»1: cuando se apela a este término se está haciendo referencia al modo en que los individuos están presentes en, y se relacionan con, una colectividad organizada políticamente (una «ciudad» en la acepción clásica del término). A veces se apela también a la idea de ciudadanía para referirse a cómo deberían actuar los miembros de esa colectividad en la esfera pública, pero en principio debería distinguirse qué es un ciudadano de lo que debe ser un ciudadano (si bien la definición de lo que es un ciudadano condicionará el modelo de lo que debe ser un buen ciudadano).

Por otro lado, la noción de ciudadanía está asociada en primer lugar a la pertenencia plena a una comunidad política como miembro de la misma: define un modo de pertenencia (Marshall afirma que «la ciudadanía es aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad»2). Un ciudadano es, en la acepción jurídica del término, aquel que es plenamente miembro de un Estado, en virtud de determinados criterios (nacimiento, residencia u otros). En este sentido, el ciudadano se define por oposición al extranjero, que es ajeno a la ciudad, y también al meteco: aquel que, aun residiendo en la ciudad no es considerado un miembro pleno de la misma.

En otras palabras, la ciudadanía resulta ser un estatus formal que, siendo político, tiene condicionantes o requisitos extrapolíticos cuya ausencia o presencia puede vaciarla de sustancia o llenarla de contenido. Por ejemplo, cabe preguntarse hasta qué punto la realidad de la ciudadanía no es determinada hoy por el modelo del mercado (que requiere individualismo, competitividad, pasividad en la esfera pública) y en qué medida una revitalización de la ciudadanía requeriría romper con la lógica del mercado: orientación al beneficio, concepción de los derechos como «haberes» y de la participación como coste de inversión, etc.

En segundo lugar, la pertenencia del ciudadano significa algo más que la mera coincidencia en deberes y derechos con los demás miembros de una sociedad política. Implica ordinariamente la conciencia de estar integrado en («pertenecer a», en la acepción más común del término) una comunidad, dotada de una

Page 154

cierta identidad propia, que abarca y engloba a sus integrantes singulares. Lo cual implica, entre otras cosas, que está unido a los demás miembros mediante unos vínculos de solidaridad que entrañan una fuerte cohesión social, una conciencia de grupo que no puede establecerse únicamente mediante vínculos legales, y que sin embargo es necesaria para que exista la ciudad (los comunitaristas han insistido abundantemente sobre este punto, subrayando hasta qué punto los vínculos de afecto y lealtad hacia la propia comunidad proveen de identidad y motivación política a los individuos3).

Asimismo, el estatus del ciudadano es el de alguien que es sujeto de derechos, por lo que podría decirse que el significado de la ciudadanía se concreta en cada caso atendiendo a la amplitud y características de la relación de derechos considerados inherentes a la condición de ciudadano. E incluso parece a menudo identificarse la ciudadanía con los derechos. Así, Marshall equipara el desarrollo de la ciudadanía con la instalación progresiva de los derechos, e interpreta la historia del Occidente moderno desde el punto de vista, no de las instituciones, sino del individuo y sus derechos. Es la garantía del disfrute de esos derechos lo que real-mente hace que alguien pueda considerarse miembro pleno de la sociedad.

En este sentido, Marshall distingue tres tipos de derechos, que históricamente se han establecido de forma sucesiva: los civiles, como «los derechos necesarios para la libertad individual» (libertad personal, de pensamiento y expresión, propiedad, etc.), los políticos («derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de sus miembros») y los sociales, que abracarían «todo el espectro, desde el derecho a la seguridad y a un mínimo bienestar económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la sociedad»4).

En tercer lugar estaría la participación, elemento central en la concepción original de la ciudadanía. Ya en Aristóteles, el ciudadano se define, por la participación en las magistraturas de la pólis5. Lo cual se corresponde con la experiencia ateniense, en la que la ciudadanía es un estatus primordialmente político, antes que como expresión de una identidad etnocultural o una posición individual, y es concebida como una actividad de participación constante en los asuntos públicos. Esa misma concepción del significado de la ciudadanía recorre la tradición republicana. En ella la ciudadanía no es un instrumento al servicio de fines privados, sino que representa un modo de vivir y de autorrealización in-

Page 155

separable de la participación en el espacio público. Sin embargo, en las actuales formas de democracia representativa, el modelo participativo de ciudadanía no es la característica más destacada, donde prima una ciudadanía pasiva.

Pequeña historia de la ciudadanía social

Pero volviendo a la distinción de Marshall, al referirnos al tercer grupo de derechos, los derechos sociales, podríamos afirmar la existencia de una «ciudadanía social», haciendo referencia a una noción de ciudadanía en la que al estatus formal del ciudadano como titular de ciertos derechos y miembro pleno de la comunidad política se unen condiciones materiales que posibilitan el ejercicio efectivo de dicho estatus. En otras palabras, estaríamos hablando de una dimensión social de la ciudadanía que es complemento o incluso presupuesto de la dimensión política.

Así, la reivindicación de una ampliación de la noción de ciudadanía en esta dirección se sigue de la consideración de que el ejercicio de los derechos políticos depende de una serie de condiciones previas, que no son sólo económicas -los déficit de información o instrucción pueden igualmente obstruir el disfrute efectivo de los derechos ciudadanos- pero que casi siempre ligadas a la renta percibida, y que de hecho implican la exclusión o inclusión de la ciudadanía. O dicho de otro modo, «la libertad jurídica para hacer u omitir algo sin la libertad fáctica carece de todo valor»6. Ello lleva a preguntarse qué recursos hay que poner a disposición de cada persona para que pueda asumir plenamente la condición de ciudadano.

La cuestión no es nueva, porque hay un debate secular sobre la relación entre el ideal (la noción normativa) de ciudadanía y la creación, adquisición y posesión de riquezas7, que manifiesta la clara y continuada percepción de un víncu lo entre ciudadanía y condiciones materiales, aunque las más de las veces se adujera esta conexión para restringir el acceso a la ciudadanía, y no para crear las condiciones materiales que lo posibilitasen. Por consiguiente, el estatus de ciudadano está ligado, tanto en la tradición clásica como en la moderna, a dos requisitos: la posesión de ciertos bienes o patrimonio, y una cierta igualdad entre quienes participan en la vida pública8.

Así, Aristóteles pensaba que un cierto nivel de prosperidad material era necesario para ser ciudadano, o, al menos, para serlo adecuadamente. En primer

Page 156

lugar, porque la participación política requiere ocio (de hecho, sólo cuando el desempeño de cargos públicos fue remunerado pudieron ejercer su ciudadanía los atenienses más pobres), y además, porque sólo una cierta prosperidad material (si bien no excesiva) permite una consideración ecuánime de los asuntos públicos9.

Consideraciones semejantes inspiraron la distinción moderna entre ciudadanía activa y pasiva. Aquellos que no tienen medios de fortuna suficientes para ser realmente independientes, sui iuris, no pueden tener la ciudadanía plena10. Y la misma Declaración de Derechos del hombre y del ciudadano de 1789 hace de la propiedad un rasgo básico de la ciudadanía11.

Obviamente, la conexión entre ciudadanía y propiedad podía examinarse desde la perspectiva opuesta: así lo hizo Marx en su ensayo La cuestión judía, incluido en los Anales Franco-Alemanes (1843). Marx observa que la condición de ciudadano implica una igualdad en el plano político: «El Estado suprime a su manera las diferencias de nacimiento, de estamento, de cultura, de profesión, cuando declara no políticas las diferencias de nacimiento, estamento, cultura, profesión; cuando proclama, desconsiderando dichas diferencias, a cada miembro del pueblo partícipe en igual medida de la soberanía popular»12pero que esta igualdad no sólo enmascara la desigualdad existente entre los individuos «de carne y hueso» en la esfera de la sociedad civil, sino que oculta la determinación de las relaciones políticas por la estructura social. Para Marx, ciertamente, la Revolución Francesa supone un progreso respecto al Antiguo Régimen en cuanto abre el acceso al espacio político al pueblo; pero no toca la sustancia de la sociedad civil, que sigue siendo una sociedad de individuos egoístas en la que la propiedad determina la exclusión real de los derechos y condiciona la vida política. En otras palabras, Marx denuncia la contradicción entre ciudadanía y mercado.

Page 157

Pese a la crítica marxista, la instauración del sufragio universal, e incluso un cierto desplazamiento del derecho de propiedad en las Constituciones democráticas del siglo xx13, fueron jalones de un cierto progreso en la línea del condicionamiento de la ciudadanía por la propiedad. Y el reconocimiento de los derechos sociales en los Estados del Bienestar aparece a primera vista (al menos hasta la crisis de...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR