El autogobierno local en el Estado Autonómico. Premisas para una reforma necesaria

AutorJosé M.ª Porras Ramírez
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Constitucional. Universidad de Granada
Páginas583-604

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I La inadecuación e insuficiencia del actual marco legislativo

Como es bien sabido, la Constitución española ha querido configurar, en su art. 137, a los gobiernos locales, como a uno de los pilares sobre los que se asienta la organización político-territorial del Estado, destinándolos a ocupar su escalón basal y subsidiario. Sin embargo, lo cierto es que el tratamiento legal que se les ha venido dispensado, hasta el presente, ni refleja fielmente tal posición, ni responde a sus demandas y necesidades. Cabe así observar que, aun cuando la Constitución ofrece parámetros interpretativos suficientes para prefigurar un modelo de autonomía local, definiendo su cualidad política propia, directamente vinculada, tanto al principio democrático (arts. 1.1. 1.2, 140 y 141 CE), como al autonómico (art. 137, 140, 141 y 142 CE), la legislación vigente sigue mostrándose reacia a abrirse a desarrollos más acordes con la forma compuesta de Estado, que determina la Norma Fundamental1.

De ese modo, la habitualmente denominada, «Administración local», de acuerdo con la terminología que emplea el encabezamiento del Capítulo II del Título VIII de la Constitución, se ha visto relegada al desempeño de un papel subalterno respecto de las restantes instancias territoriales que se distribuyen el poder político en España, a saber, el Estado y las Comunidades Autónomas. Esta circunstancia se atribuye al entendimiento, mantenido, de modo acrítico, durante el tiempo, de que el círculo de intereses que se ha de entender consustancial a la misma, debe determinarse, más bien, de forma negativa, esto es, en contraposición al que le corresponde a aquéllas. De ahí que se haya acabado reduciendo a los gobiernos locales a la condición de meros ejercitantes de competencias residuales, por lo común reconducibles a la ejecución administrativa.

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Tal concepción, claramente minusvaloradora de sus amplias capacidades potenciales, olvida que la Constitución ha querido crear, con todas las consecuencias que de este hecho se derivan, un auténtico esquema o bosquejo de «gobierno local», manifestando así el carácter político, y no solamente administrativo, de una autonomía, de base territorial, inmediatamente conexa o derivada de la soberanía popular, que debe tener, por tanto, un contenido específico, determinado y garantizado positivamente2.

Es como si todas las energías desplegadas se hubieran destinado, hasta ahora, a afrontar esa gran novedad que constituyen, sin duda, las Comunidades Autónomas, desatendiendo relativamente, y, a la postre, marginando, a los órganos representativos del autogobierno local. A estos se les ha hecho objeto de un tardío conjunto de leyes, de carácter ciertamente democratizador de su régimen organizativo y funcional, al tiempo que, en buena medida, racionalizador de sus atribuciones competenciales, el cual, no obstante, en su consideración genérica, muestra un marcado carácter continuista respecto del patrón corporativo heredado. Este, ajeno a la voluntad de perfilar una tan genuina como diferenciada forma de gobierno local, acorde con su particular idiosincrasia, adolece de defectos persistentes, que se han tornado así estructurales, al apenas haberse corregido, sino tan sólo parcialmente, en los últimos años3.

Sigue así manteniéndose, en líneas generales, una consideración aún excesivamente uniforme del régimen jurídico que asiste a las instituciones encargadas de representar tal nivel territorial de autogobierno. El mismo es fruto de unas densas «bases» estatales, que ignoran su diversidad consustancial, al restringir, notablemente, el alcance de las competencias legislativas de las Comunidades Autónomas y las consiguientes posibilidades de desenvolvimiento de la potestad de autoorganización que se reconoce a las propias instancias interesadas. A ello se une el problema de no haberse acometido una reordenación profunda del mapa municipal, dada la situación persistente de multi e inframunicipalismo, la cual apenas se ve compensada por la escasa potenciación llevada a cabo de los entes locales intermedios.

También destaca, a este respecto, la renuencia a definir una forma de gobierno local, que sea original y, por tanto, no se muestre, como la actual, mimética de la estatal y la autonómica, a efectos de hacerla concordar con las singularidades que presenta la autonomía local. Y, final-mente, cabe denunciar, también, la insuficiente asignación de competencias y de medios financieros con que se dota a los gobiernos locales, para afrontar las muy diversas y crecientes demandas ciudadanas4.

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Todo ello completa un marco claramente insatisfactorio, expresivo de la adopción de una inadecuada perspectiva reguladora, que ignora, tanto la verdadera naturaleza y la diversidad inherente a una realidad político-territorial, sustancialmente heterogénea, de la que dan testimonio los diferentes tipos existentes de gobiernos locales, como las deficiencias organizativas y funcionales que éstos presentan, y los nuevos retos a los que se ven abocados. Se postula así, abiertamente, un cambio de modelo legislativo, que consiga la normalización del tratamiento que mere-cen las instancias de autogobierno local, en el contexto del Estado Auto-nómico diseñado por la Constitución5.

Ese desajuste proviene, esencialmente, de la insistencia del legislador, ya sea estatal, ya autonómico, en no querer asumir la condición que los mismos presentan, de auténticas instituciones de gobierno, esto es, de representantes directos e inmediatos de la voluntad popular, que, en tanto que tales, se encuentran plenamente legitimados para determinar, bajo su directa responsabilidad, y de modo originario y libre en cuanto al fin, políticas propias, sobre un conjunto de ámbitos de actuación, de extensión sustancialmente mayor a la que actualmente se les reconoce6.

Sin embargo, se les sigue considerando, de manera insistente, titulares cualificados de administraciones públicas, de base territorial y naturaleza corporativa, lo que explica que se les encargue de la gestión discrecional, esto es, desarrollada en el marco de la ley, de la prestación reglada de determinados servicios básicos a los ciudadanos, para lo que se les dota de las potestades instrumentales necesarias, cuyo control de legalidad se atribuye a la jurisdicción contencioso-administrativa (STC 32/1981)7.

Esa concepción supone, en la práctica, la restricción, por parte del legislador, del ámbito de decisión política, requerido por los gobiernos locales, para la «gestión de sus respectivos intereses» (art. 137 in fine CE), lo que repercute, necesariamente, en la determinación de sus competencias. Se parte así de la premisa errónea, consistente en entender que el régimen jurídico que asiste a los gobiernos locales en nada debe verse afectado, manteniéndose incólume en lo que a sus contenidos esenciales se refiere, por el proceso de descentralización política del Estado, abierto por la Constitución. Es como si éste sólo afectara a dos de las tres instancias que ésta quiere que se beneficien del mismo. De ahí que la habitual interpretación que se efectúa de la distribución de competencias llevada a cabo por el llamado «bloque de la constitucionalidad», propicie que tal reparto redunde en una marginación insistente de los

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gobiernos locales, al efectuarse en provecho, prácticamente exclusivo, del Estado y de las Comunidades Autónomas8.

Éstas, muy particularmente, se han consolidado, en lo que a la asunción de sus competencias se refiere, a costa, no sólo del Estado, sino, también, de los gobiernos locales, en particular, sobre todo, inicialmente, de las diputaciones provinciales. Y dicha relegación se ha visto, con frecuencia, convalidada por el Tribunal Constitucional9. Así ha sucedido cuando el mismo ha definido la tutela constitucional que asegura la autonomía de los gobiernos locales, acudiendo a la técnica «conservadora» de la garantía institucional (SSTC 84/1982 y 170/1989). Esta, gestada en tiempos en los que no se aceptaba, aún, la supremacía normativa de la Constitución, pero en los que se era conciente, al tiempo, de la conveniencia de establecer ciertos frenos a la omnipotencia del legislador, sólo pretende instar a éste a que no desfigure la imagen socialmente reconocible y, por tanto, ya consolidada, de la institución de derecho público de referencia10. De ahí que quepa constatar, hoy, su insuficiencia, al no adecuarse ni al actual marco constitucional, en general, ni a la necesidad de diseñar una más eficaz y completa garantía del autogobierno local, en particular11.

Por tanto, la insistente utilización jurisprudencial de la misma, al margen de los restantes principios y medios complementarios de protección, que se deducen, también, con tanta o mayor intensidad, de la Norma Fundamental, ha evidenciado sus notables carencias. No en vano, su significado mínimo y negativo, atiende, exclusivamente, a su aptitud para fijar límites, que no contenidos u orientaciones, al legislador12.

Lo indicado revela el carácter aún abierto de la inserción de los gobiernos locales en el modelo vigente de Estado Autonómico, o, lo que es igual, la insuficiente atención que han merecido las apelaciones constitu-

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cionales al legislador, en este sentido. Se ha ido así generando, de mane-ra paulatina, una toma de conciencia acerca de la necesidad de proceder a una reordenación de esas relaciones, en beneficio de las instancias locales, impulsando un proceso descentralizador de amplio alcance, que replantee la posición misma de éstas, con respecto al Estado y, sobre todo, a las Comunidades Autónomas13.

Ciertamente, la autonomía local se inserta en un ordenamiento derivado, conexo, necesariamente, con el estatal y el autonómico correspondiente. Eso explica la constante alusión...

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