Mayores: aspectos sociales

AutorGerardo Hernández Rodriguez
CargoProfesor Titular de Sociología. Universidad de La Coruña.
Páginas133-152

GERARDO HERNÁNDEZ RODRÍGUEZ

INTRODUCCIÓN

El incremento de la población anciana en el ámbito de los países industriali- zados es evidente, debido, funda- mentalmente, al aumento de la esperanza de vida y al descenso de los índices de natalidad y de mortalidad, fenómenos éstos que carac- terizan el proceso de transición demográfica.

Ello, no obstante, no quiere decir que se estén alcanzado edades superiores a las más altas a las que haya llegado el ser humano como tal, sino que son más las personas que llegan a edades avanzadas. No hay que con- fundir longevidad de los individuos con enve- jecimiento de la población.

Este aumento de la población anciana, los sistemas actuales de producción, los modelos familiares vigentes, las características y dimensiones de las viviendas, los servicios sociales y los planteamientos económicos requeridos por la nueva configuración demo- gráfica se traducen y manifiestan en impor- tantes consecuencias sociales, sanitarias, económicas, geográficas y políticas que preo- cupan a los gobiernos en el presente y signifi- can un desafío particular para los del futuro, en orden a la protección social de la anciani- dad y al beneficio, por parte de ésta, de los derechos humanos en toda su amplitud, de un número cada vez mayor de personas con edades superiores a los 65 años que, habiendo superado su etapa de actividad laboral, demandarán una integración plena, más ser- vicios asistenciales y el respeto y disfrute de sus derechos.

En relación con esta preocupación, en abril del año 2002, se ha celebrado en España la II Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento. Entre las finalidades de este encuentro cabe destacar la realización de un examen general de los resultados de la I Asamblea que tuvo lugar en Viena en 1982 y aprobar un plan de acción revisado y una estrategia a largo plazo sobre el envejecimiento, en el contexto de una sociedad para todas las edades. Y en este foro se ha prestado especial atención, entre otras cosas, a aspectos como las características del proceso de envejecimiento y el desarrollo, las nuevas pautas para la jubilación, la asocia- ción entre el sector público y el privado y el aumento de la solidaridad intergeneracional.

En este ámbito es necesario no caer en el error, por una parte, de creer que todas las personas mayores son pobres o están enfer- mas y, por otra, no incurrir en triunfalismos que nos hagan perder la perspectiva real de la ancianidad, es decir, que el hecho de alcan- zar altas cotas en la esperanza de vida no sig- nifica que todas las personas mayores gocen plenamente de buena salud dado que hay muchas, las que no se ven, porque se encuen- tran institucionalizadas o no salen de sus hogares, que sufren de altos grados de depen-

* Profesor Titular de Sociología. Universidad de La Coruña.

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dencia y no se parecen en nada a las que figu- ran en las portadas de ciertas publicaciones o en determinados anuncios. Es decir, en la población anciana se constata una evidente heterogeneidad. Pero, hechas estas salveda- des, nosotros vamos a fijar nuestra atención en este trabajo, en algunos de aquellos aspec- tos sociales que, de alguna manera, inciden en la vertiente menos favorable del bienestar de la población anciana tratando así de que nuestra sociedad tenga conciencia de ello y puedan ser arbitradas las medidas oportunas para paliar los efectos no queridos y, en su caso, evitarlos o erradicarlos.

Al comenzar el siglo que ha poco ha con- cluido, en España los ancianos suponían un 5,2 por 100 del total de la población. Y así, un rasgo sobresaliente en los últimos años ha sido el considerable envejecimiento de la población española. Los mayores de 65 años representaban en 1998 el 16,3 por 100 de la

población total (Tablas nº 1 y 2). Un millón ciento treinta y tres mil más que siete años antes. Si se mantienen las actuales tenden-

cias, en el año 2020 serán el 17,0 por 100 de la población y en el año 2040 el 22,7 por 100, casi la cuarta parte de dicha población. Con estas tendencias, se estima que la población

española será la más vieja del mundo en el año 2050 al formar parte del grupo de 19 paí- ses o áreas geográficas que tendrá más del 10 por 100 de su población mayor de 80 años y el

44 por 100 superará los 60, según recientes informes de Naciones Unidas. Evidentemen- te, diferentes circunstancias pueden hacer que se modifiquen estas tendencias.

TABLA 1. POBLACIÓN ANCIANA EN ESPAÑA

Caption:

TABLA 2. POBLACIÓN ANCIANA EN ESPAÑA (Porcentajes)

Fuente: I.N.E. Revisión del Padrón Municipal 1998.

Fuente: I.N.E. Revisión del Padrón Municipal 1998.

Caption:

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Esta situación, como señala Mayor Zara- goza (Mayor, 2000: 14) «tiene lugar en medio de un deterioro biológico que, desde todos los puntos de vista, presenta un costo considera- ble (en términos de tiempo de los allegados o personal sanitario especializado, atención terapéutica y clínica, etc.). Sabiendo que es un «proceso sin retorno».

Una nota característica común en todos los datos estadísticos referidos a las edades más avanzadas es la de una considerable supre- macía cuantitativa de las mujeres sobre los hombres en el peso demográfico.Y cuando se trata de edades avanzadas, el panorama es que en el Censo de Población de 1991, las mujeres de más de 80 años doblaban en número al de los varones de esa misma edad. Según las estimaciones, en el año 2001, el número de mujeres mayores en España habría superado en más de un millón al de los hombres.

Por lo tanto, esa diferencia en la mortali- dad influye, en cierto sentido, negativamente en las mujeres, pues multiplica las posibilida- des de que pasen los últimos años de su vida viudas viviendo, bien solas, bien dependiendo de los hijos. De este modo, el sistema de transmisión patrimonial, la escasa participa- ción fuera del hogar cuando estaban en la edad activa, la menor cuantía de las pensio- nes de viudedad respecto a las de jubilación, la mayor morbilidad, etc., presentan un cua- dro muy diferente para los sectores masculi- no y femenino de la vejez.

La feminización de la ancianidad y, sobre todo, de la ancianidad elevada (80 y más años), lleva consigo una serie de problemas derivados de la precaria situación de muchas mujeres, que están viudas o solteras y, al no haber participado en el mercado laboral, no disponen muchas de ellas de recursos sufi- cientes para hacer frente a su más que proba- ble situación de dependencia.

La situación de los mayores en nuestra sociedad está muy relacionada con estructu- ras y conceptos tales como «familia», «relacio- nes intergeneracionales», «jubilación», etc. Son estructuras, conceptos y relaciones muy cambiantes, diversos y, por consiguiente, merecedores de análisis en tanto en cuanto variables que influyen en el comportamiento de los mayores y en sus niveles de satisfac- ción, tanto en el conjunto amplio de la socie- dad, como en el más reducido y concreto de la familia. Porque en la actualidad, al mismo tiempo que en la familia las personas mayo- res ofrecen y aportan su ayuda a los miem- bros más jóvenes de la misma, es ésta una institución que desempeña un papel básico en la atención a sus mayores ya que en este terreno, como en tantos otros, es un colchón amortiguador de no pocos problemas en lo afectivo o en lo económico.

El envejecimiento de la población es una nueva realidad que conlleva grandes cambios sociales y asistenciales. Ciertamente no es en sí mismo un hecho negativo, «pero es nuevo y hay que partir de planteamientos innovado- res para estructurar socialmente las nuevas tendencias de la población», como señala el profesor Juan Diez Nicolás.

LA PERCEPCIÓN SOCIAL DE LA ANCIANIDAD

Llama la atención, ante todo, la pluralidad de términos que se utilizan para denominar al colectivo de personas que han rebasado los sesenta y cinco años de edad. Y así encontra- mos: ancianidad, tercera edad, vejez, los mayores, personas de edad avanzada, senec- tud, longevidad. Algunos de ellos tienen más aceptación que otros y los hay que son abier- tamente rechazados.

No son las palabras las que, muchas veces, tienen un significado negativo o despectivo. Depende del tono que se emplee y del sentido que se les quiera dar. En el uso de esta termi- nología lo que se trata de buscar, en definiti- va, es una palabra que evite cualquier conno- tación peyorativa tanto para la sociedad como

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para los propios sujetos afectados. En este punto es preciso señalar que la mayoría pre- fiere el término de «mayores» al referirse a las personas de más edad, una quinta parte pre- fiere el de «tercera edad», apenas un 20 por 100 emplea el de «ancianos» y una minoría el de «viejos».

¿Cuándo se es viejo?. Juvenal decía que los hombres imploraban a Júpiter una larga vida, y no se daban cuenta de que lo que le pedían era una larga vejez llena de continuos males. Francisco de Quevedo afirmaba que todos queremos llegar a viejos, aunque nin- guno reconocemos haber llegado ya. Pero Santiago Ramón y Cajal sostenía que se es viejo cuando se pierde la curiosidad intelec- tual. Un poeta francés del siglo XVI, Pierre de Ronsard decía que «nadie es viejo si no quie- re», y otro poeta, éste español, José de Zorri- lla, decía de sí mismo: «Yo soy de esos viejos que nunca lo son».

La victoria de la longevidad viene dada como resultado de los espectaculares avances de la ciencia y de la tecnología médicas, de la mejora de la nutrición, del progreso de la información, de la divulgación sobre la salud pública y, en definitiva, de la superior calidad de vida de la población del mundo que llama- mos occidental.

En este momento del discurso emerge la siguiente cuestión: cuándo se puede decir que una persona es mayor o viejo, o que pertenece a la llamada tercera edad. En un principio podríamos ver dos teorías que se expresan mediante dos aforismos: uno que llamaría- mos biológico, y otro que denominaríamos psicológico. Según el aforismo primero, «el hombre tiene la edad que le marcan sus arte- rias», o sea, obstrucción de las arterias, arru- gas en la piel, huesos menos flexibles, y toda una serie de rasgos físicos que son caracterís- ticos de una determinada edad.

El aforismo psicológico nos dice que «el hombre no tiene más edad que la que cree tener», lo que se traduce en que lo importante no es cómo está una persona físicamente, sino de las ganas que cada una tenga de moverse, hacer cosas, realizar actividades y de vivir.

Pero vayamos ahora a una tercera teoría, a la que nos adscribimos, y que entra dentro de lo que denominamos una teoría sociológica. Ser viejo socialmente, es «ser reconocido como tal por el grupo o sociedad de la que se forma parte». En definitiva, viejo o anciano es, des- de la perspectiva sociológica, aquel que en la sociedad en la que vive, así lo define. Y esta- mos, en una sociedad industrializada, técni- camente avanzada y con un claro predominio urbano. Una sociedad donde prima la produc- ción y el consumo, que inventó la jubilación y que divide a los grupos en productivos y no productivos; una sociedad que establece una frontera que generalmente se sitúa en los sesenta y cinco años. De todos modos, lo que sí es evidente, como ya ha quedado dicho, es que la ancianidad no es en sus componentes un colectivo uniforme, no todos sus miembros tienen una situación económica y social idén- tica, sino que existen enormes diferencias internas, por razón de sexo, nivel educativo y de ingresos, clase social y otros tipos de varia- bles e indicadores que han de ser tenidos en cuenta.

Ahora bien, entendemos que, actualmen- te, no se puede identificar de una forma tajante y exclusiva el ser anciano o viejo con haber cumplido una determinada edad. Esta- ríamos incurriendo en lo que hemos dado en denominar «ancianidad decretada», es decir, la pérdida del rol configurador de la persona- lidad social con la llegada de la jubilación y la ancianidad.

En esta cuestión, como en tantas otras, intervienen por un lado los factores objetivos y, por otro, los subjetivos. La imagen social de la ancianidad, como de cualquier otra edad, tiene que ver con su estatus social. El estatus viene determinado, generalmente, por el rol. Y el rol social se refiere, como ya ha quedado expresado más arriba, a las costumbres y funciones de los individuos en relación con los

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grupos sociales o sociedades a las que perte- necen. Es actuar conforme a lo que los demás esperan de cada persona.

La consideración social de las tareas espe- cíficas en cada fase de la vida tiende a clasifi- car a las personas según su grado de produc- tividad en la sociedad. Al anciano no se le asigna ninguna tarea específica y, por lo tan- to, tiende a ser considerado como elemento improductivo del grupo al que pertenece.

Los cambios sociales que se producen en el envejecimiento se refieren al cambio de rol del anciano, tanto en el ámbito individual como en el contexto de la propia comunidad. Asimismo abarca las diferencias generacio- nales existentes en relación con el comporta- miento social y la dificultad de adaptación e integración del anciano con estos cambios.

Por consiguiente, se interpretarán los cambios sociales asociados al envejecimiento desde dos perspectivas: una, el cambio de rol individual y otras, el cambio de rol de los ancianos como grupo que forma parte de una sociedad determinada y los problemas deri- vados de la exclusión o marginación como colectivo.

Así, pues, al plantearnos cuál es la imagen social de las personas mayores, es decir la idea que el conjunto de la sociedad tiene de los ancianos y la que ellos tienen de sí mis- mos, hemos de considerar que no son siempre sólo los rasgos físicos o la edad, sino otros diferentes factores los que cuentan a la hora de encuadrar a una persona dentro de esta categoría social o, mejor dicho, sociodemográ- fica.

En cuanto a la autopercepción, nuestros ancianos, según diferentes encuestas del CIS (junio 1998, febrero-marzo 1999 y diciembre 2001), y conforme a los datos más recientes, piensan que la sociedad, en general, les ve como personas molestas (34 por 100), inacti- vas (23 por 100), tristes (13 por 100), diverti- das (9 por 100) y enfermas (7 por 100), por este orden de importancia, mientras que ellos se ven, preferentemente, divertidos (27 por 100), tristes (24 por 100), inactivos (21 por 100), enfermos (7 por 100), y molestos (3 por 100).

Un 70 por 100 considera que su situación es mejor que la de sus padres cuando tenían su misma edad y un 56 por 100 se considera bastante satisfecho con su situación actual. Sobre el trato que reciben por parte de la juventud, un 25 por 100 estima que son trata- dos con respeto, hay un 40 por 100 que pien- san que son tratados con indiferencia, y un 29 por 100 con consideración. Si estos conceptos los trasladamos a la infancia, nos dan unos porcentajes del 49, el 28 y el 15 por 100, res- pectivamente.

El 61 por 100 de la población considera que las personas mayores no ocupan el puesto que les corresponde en la sociedad y son precisa- mente los más jóvenes los más críticos, pues- to que mientras que sólo el 24 por 100 de los del intervalo de edad de 18 a 24 años conside- ra que la sociedad trata bien a los ancianos, es el 41 por 100 de los mayores de 65 años los que participan de esta opinión.

LA JUBILACIÓN

Desde el punto de vista social y profesio- nal, la jubilación es la situación a la que pue- den acceder las personas que, atendida la cir- cunstancia de la edad, cesaron voluntaria o forzosamente en su trabajo profesional por cuenta ajena o por cuenta propia; es el térmi- no del desempeño de tareas laborales remu- neradas a causa de la edad. Cada país esta- blece el momento cronológico de la vida en que se produce la jubilación.

La jubilación, de hecho, supone la inte- rrupción de la vida laboral, el replanteamien- to de la vida familiar, la disponibilidad de más tiempo libre, la necesidad de ocupar el abundante ocio, la reducción (la mayoría de las veces) del poder adquisitivo por ser ¿gene-

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ralmente¿ las pensiones de menor cuantía que los ingresos habituales. Pero también supone la posibilidad de dedicarse a activida- des diferentes, de recuperar el tiempo a com- partir con el cónyuge y el resto de la familia, la perspectiva de hacer cosas que siempre se ha querido hacer y para las que antes no se encontraba la oportunidad o el momento.

Pero para todo ello es necesario mentali- zarse y prepararse con suficiente antelación. En este sentido, la Recomendación nº 40 de la I Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento planteaba que «Los gobiernos deberán tomar o fomentar medidas para que la transición de la vida activa a la jubilación sea fácil y gra- dual, y hacer más flexible la edad de derecho a jubilarse. Estas medidas deben incluir cur- sos de preparación para la jubilación y la dis- minución del trabajo en los últimos años de la vida profesional».

La jubilación es un fenómeno susceptible de provocar o predisponer al surgimiento de estados fisio y/o pasicpatológicos, así como repercusiones de notoria relevancia en la mayor parte de los aspectos de la vida. Quizá los dos que impliquen mayor importancia sean, de una parte, la disminución ¿en muchos casos considerable¿ del nivel de los ingresos y, de otra, el cambio en el estatus ocupacional. De éstas se derivan otras muchas. La adaptación a la jubilación es un proceso. Un proceso en el que, en todo caso, hay que tener presente lo que significa acos- tarse activo y levantarse pasivo.

El adulto que deja el trabajo y se jubila pasa a formar parte de un grupo social distin- to, con una posición claramente diferenciada y definida por su separación de la población activa, su falta de rentabilidad potencial pre- sente y futura en el sistema productivo y su incursión en una normativa especial concre- ta. De entre dos personas de la misma edad, de las cuales una siga desempeñando una actividad laboral remunerada y otra se encuentre ya jubilada, el trato social es muy diferente. La primera es alguien que sigue produciendo, aportando a la sociedad y capaz de valerse por sí misma, mientras que la segunda ha pasado a ser dependiente, per- ceptora de una pensión y ajena al desarrollo socieconómico.

Quizá en estas sociedades no se caiga en la cuenta muchas veces de que el grado de pro- greso y desarrollo alcanzado se debe, precisa- mente y en gran medida, al esfuerzo, los sabe- res y el trabajo de quienes han alcanzado la edad de la jubilación ¿y de otros que no llega- ron a ella¿, y a los que corresponde en justicia ser derechohabientes de los beneficios y la consideración sociales debido a su innegable y prolongada aportación.

Es un despilfarro social prescindir de quie- nes todavía están en situación de aportar físi- ca e intelectualmente, de quienes pueden for- mar a las generaciones nuevas. Por eso, en la II Asamblea Mundial sobre el Envejecimien-

to, se ha apostado por la flexibilidad en la jubilación y su adaptación a las circunstan- cias y condiciones concretas de cada país y de cada sociedad.

LAS PÉRDIDAS

La ancianidad, la vejez, es un concepto, una situación que, indefectiblemente, está asociada, para muchas personas, con una palabra clave, la palabra pérdida.

Pérdida de autonomía: necesidad de otras personas para cumplir funciones higiénicas básicas. Pérdidas económicas y de autosufi- ciencia material. Pérdida de funciones senso- riales (vista y oído) y locomotoras. Pérdidas afectivas y de compañía (esposo/a, hijos, ami- gos,...), a las que alude Miguel Delibes (Deli- bes, 1992:192) cuando nos dice que, a cierta edad, ya vamos teniendo más amigos al otro lado que a éste de la tapia (del camposanto). Pérdida de capacidad física y vital (menos energía) y sexual. Pérdida de capacidad men- tal: menos reflejos, menos memoria. Pérdidas sociales: jubilación, etc. Pérdida o limitación

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en las posibilidades de comunicación, lo cual es decisivo, dada la importancia de la comu- nicación en la familia y en la sociedad.

Las consecuencias de estas pérdidas tie- nen sus repercusiones y sus consecuencias en el estrés, la depresión, la angustia, la falta de autoestima o la inseguridad en el propio «yo».

A todo esto se refiere García Sabell (García, 1999: 107) cuando nos dice que «la pérdida se complica fuertemente cuando, como es usual, a las negatividades físicas se añaden las del medio circundante, a saber, los lutos, la viu- dez, que priva de una compañía necesaria y constante; la desaparición de los amigos ínti- mos, la jubilación, que separa de los compañe- ros de trabajo diario y añade monotonía al esti- lo de vida individual; en fin, la aparición de nuevas generaciones que no se entienden, con- tribuyen, por su mera presencia, a subrayar duramente todo el tesoro humano que se fue de las manos y que ya no ha de ser recuperado».

Una de las pérdidas más graves que puede experimentar el ser humano es la de la propia dignidad. Y qué duda cabe que el ser víctima de malos tratos y tener que sufrirlos o sopor- tarlos por no disponer de medios, fuerzas o recursos para rechazarlos implica una grave pérdida de la dignidad. Los malos tratos son, además, una grave violación de los derechos humanos de la persona.

La Unión Nacional de Asociaciones Fami- liares ha señalado tres tipos de violencia con- tra las personas mayores:

  1. La violencia psíquica, que se produce cuando los roles en la familia se invier- ten y los ancianos dejan de ser la auto- ridad, pasando a ser objeto de discipli- na, recibiendo las mismas agresiones verbales y órdenes de otros miembros de la familia, humillaciones y falta de consideración. Por otra parte, como miembro de la familia se convierte tam- bién en chivo expiatorio de conflictos y tensiones de la familia, tanto en crisis matrimoniales de sus hijos como pro- blemas entre sus hijos y sus nietos.

  2. Violencia sexual. Ésta se produce por falta de espacios privados e íntimos. Los hijos consideran a sus padres como seres asexuados, ridiculizando y con- trolando esta faceta de la vida de los ancianos.

  3. La violencia física, manifestada más por omisión que por agresión directa, aunque también existen casos de agre- sión directa dentro del seno familiar.

Asimismo existen los abusos económicos que son los que se dan en situaciones que implican cuestiones monetarias, como la malversación de fondos, el abuso y el fraude, así como el robo y la usurpación de fondos o bienes que pertenezcan a la persona mayor.

Otra pérdida importante en los ancianos es la del estatus, la de su rol social, viéndose privados muchas veces de aquello que les ha dado identidad y reconocimiento social. Por eso, al carecer de actividades significativas en el presente, se refugia en los recuerdos del pasado. La dimensión en la que vive el ancia- no es el pasado y en el camino de la vida va dejando todo lo que es suyo, todo lo que le per- tenece. Norberto Bobbio (Bobbio, 1997: 41), a sus ochenta y siete años nos recordaba que «el mundo de los viejos, de todos los viejos, es, de forma más o menos intensa, el mundo de la memoria. Se dice: al final eres lo que has pen- sado, amado, realizado. Yo añadiría: eres lo que recuerdas. Una riqueza tuya, amen de los afectos que has alimentado, son los pensa- mientos que pensaste, las acciones que reali- zaste, los recuerdos que conservaste y no has dejado borrarse, y cuyo único custodio eres tú. Que te sea permitido vivir hasta que los recuerdos te abandonen y tú puedas a tu vez abandonarte a ellos».

Por eso la sociedad en su conjunto y los poderes públicos en concreto han de velar porque los ancianos no pierdan o se vean pri-

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vados de sus derechos humanos y de la nece- saria protección social, tanto en el ámbito personal como en el familiar.

EL ENTORNO FAMILIAR

El entorno familiar desempeña un papel sumamente importante en el proceso de envejecimiento, en relación con el cometido que el anciano tiene asignado o se espera de él.

La atención familiar al anciano hunde sus raíces más profundas, como pone de mani- fiesto Gerardo Pastor Ramos (Pastor, 1988: 371), en factores sociales, psicológicos y cultu- rales. La idea de que los hijos deben cuidar y atender a sus padres, además de remontarse a las antiguas costumbres veterotestamenta- rias de los judíos, al pensamiento político gre- corromano y de haber sido fomentada por el cristianismo, ha pasado a formar parte de la conciencia colectiva de Occidente. De ahí se deriva la existencia de no pocos sentimientos de culpa en los hijos si incumplen los dictados de su conciencia en el caso de desentendi- miento total de los ancianos.

Mientras los ancianos pueden valerse por sí mismos en el desarrollo de sus actividades, la atención de las familias es algo que apenas se plantea, que no constituye ningún proble- ma. Las dificultades en la convivencia y en las posibilidades de atención aparecen cuan- do los ancianos empiezan a acusar deterioro físico y/o mental, decrepitud o achaques. Y si los apoyos públicos no existen o son insufi- cientes, la situación se agrava.

Dice la Recomendación nº 25 del Plan de Acción Internacional de la I Asamblea Mun- dial de Naciones Unidas sobre el Envejeci- miento: «La familia es la unidad básica reco- nocida por la sociedad, y se deberán desple- gar todos los esfuerzos necesarios para apo- yarla, protegerla y fortalecerla de acuerdo con el sistema de valores culturales de cada sociedad y atendiendo a las necesidades de sus miembros de edad avanzada. Los gobier- nos deberán promover las políticas sociales que alienten el mantenimiento de la solidari- dad familiar entre generaciones, resaltando el apoyo de toda la comunidad a las necesida- des de los que prestan cuidados a los ancianos y la aportación de las organizaciones no gubernamentales en el fortalecimiento de la familia como unidad».

En la Recomendación nº 29 se propone: «Debe alentarse a los hijos a que mantengan a los padres. Los gobiernos y los órganos no gubernamentales, por su parte, establecerán servicios sociales que apoyen a toda la familia cuando existan personas de edad en el hogar, aplicando medidas especiales a las familias de bajos ingresos».

En los países en vías de desarrollo con sis- temas económicos basados en la agricultura o el artesanado, en las sociedades tradicionales se sigue manteniendo un gran aprecio por los miembros más ancianos de la comunidad. Todavía existen en estas zonas hogares en los que conviven tres y hasta cuatro generacio- nes. La relación familiar es el vínculo de inte- gración más importante y mientras que la familia es una unidad de producción con las propiedades conjuntamente poseídas y com- partidas, el verdadero poder económico fre- cuentemente reside en el anciano jefe de la familia. No obstante, en lo que respecta a la condición de los viejos en las sociedades pri- mitivas, por la diversidad de modelos y siste- mas, es conveniente no incurrir en simplifica- ciones.

En la sociedad moderna, urbana e indus- trializada, con familias como unidades de consumo, de tipo nuclear, conyugal, reducida y neolocal aquella perspectiva ha experimen- tado un cambio rotundo y en la relación y en el lugar que al anciano le corresponde en la familia se están produciendo transformacio- nes importantes y evidentes. Las personas mayores, los ancianos, son, quizás, sobre los que con mayor intensidad ha recaído la muta- ción de roles, la pérdida de funciones que en

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otras épocas eran atributo o competencia de las personas de más edad.

PRESENCIA DE LOS MAYORES EN LA AYUDA FAMILIAR

Una gran parte de las personas mayores hoy prefieren vivir independientes, aunque cerca de sus hijos para estar prestos a «echar- les una mano» con la rapidez que el caso requiera. Así, y según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS)1 el 41 por 100 de las personas mayores de 65 años vive con su cónyuge o pareja, el 14 por 100 con su cónyuge e hijos en su propio domicilio y sólo el 2 por 100 con su pareja en casa de los hijos. Un 14 por 100 vive solo.

Entre los que viven solos, un 36 por 100 lo hace porque prefiere vivir así, un 59 por 100 porque las circunstancias les han obligado, aunque reconocen haberse adaptado y un 46 y un 10 por 100, respectivamente, dicen estar satisfechos o muy satisfechos con este tipo de vida. Y un 4 por 100 manifiesta que les gustaría vivir con sus hijos u otros fami- liares.

Un 24 por 100 de los hijos de las personas mayores, ¿en el caso de aquellos que los tie- nen¿, vive con sus padres y un 44 por 100, aunque no vive con sus padres, sí lo hace en la misma localidad.

Otro estudio realizado por el CIS, por encargo y con la colaboración del IMSERSO, y cuyos resultados han sido recogidos y difundi- dos en dos interesantes publicaciones2 pone de manifiesto que muchas de las personas mayo- res en la actualidad vienen realizando una labor silenciosa que, frecuentemente, es poco o nada reconocida socialmente. Nos estamos refiriendo a la dedicación de su tiempo al cui- dado y atención de otras personas. En la mayoría de las ocasiones, los destinatarios de esta ayuda son miembros de las propias fami- lias, y no sólo de edades inferiores, sino tam- bién de la misma edad y superiores. En otras ocasiones se trata de amistades, vecinos, etc. La realidad es que casi la mitad de las perso- nas con edades iguales o superiores a los sesenta y cinco años realiza esta tarea. Así, pues, se trata de una función asistencial diri- gida a personas de la misma o de una genera- ción anterior, cuidando de su cónyuge o pareja o, en numerosos casos, incluso de sus padres que ya han rebasado los noventa años de edad.

Pensemos en cuántas personas de esta edad están siendo cuidadores o cuidadoras de familiares ¿cónyuges o padres¿ afectados por la enfermedad de Alzheimer u otras demen- cias.

Por otro lado, es menester recordar el soporte familiar y social que supone el que un número cada vez mayor de padres y madres jubilados o prejubilados, que lógicamente han visto reducidos sensiblemente sus ingre- sos, sigan asumiendo el sostén económico de sus hijos con edades cercanas a los treinta años, que no se han podido emancipar y que ni laboral, ni económica ni familiarmente son todavía independientes y autosuficientes. El peso más importante del apoyo asistencial de las personas mayores se presta en beneficio de sus hijos e hijas.

Las ayudas de los abuelos predominan «ocasionalmente, cuando salen los padres», en tanto que las de las abuelas se dan en el resto de las situaciones (diariamente, mien- tras trabajan los padres; cuando los niños están enfermos; en vacaciones; diariamente, para llevarles y recogerles del colegio; diaria- mente, para darles de comer).

Se habla ya, de que en determinadas cir- cunstancias en nuestra sociedad actual, no se

1 Estudio CIS-IMSERSO 2.279 La soledad de las per- sonas mayores., febrero-marzo 1998 y Datos de Opi- nión nº 21. CIS, Madrid, julio-septiembre 1999.

2 RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ, P. (1996) Cuidados en la vejez. El apoyo informal y Las personas mayores en Espa- ña. Perfiles. Reciprocidad familiar. Ministerio de Asuntos Sociales-IMSERSO, Madrid .

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debe pensar en la familia conyugal como una familia aislada de la parentela, sino más bien como una familia extensa modificada y adap- tada a la nueva situación, siendo las bases para la misma: la menor dimensión de la familia, la incorporación de la mujer al traba- jo extradoméstico, la desaparición del servi- cio doméstico, las tasas de paro, la crisis de las pensiones o la mejoría relativa de las superficies de los hogares.

LA DEPENDENCIA DE LOS ANCIANOS EN LA FAMILIA

Nos hemos referido en el epígrafe prece- dente a la ayuda que las personas mayores prestan en la familia. Pero, en este punto, obligado es también aludir a las situaciones creadas por la dependencia de estas mismas personas.

Actualmente se dan dos fenómenos demo- gráficos que se reflejan en la pirámide de población, como ya ha quedado resaltado en su momento. Por una parte, el aumento pro- gresivo de la población anciana y, por otra, la considerable disminución de la natalidad. Ambos dan lugar a diversas consecuencias, entre las cuales se pueden destacar las siguientes:

¿ La relación intergeneracional ha experi- mentado cambios considerables.

¿ La media de hijos por familia ha dismi- nuido y, por consiguiente, ha disminui- do también la proporción de miembros de la familia que pueden encargarse de la atención al anciano.

¿ En muchos casos, se da una dispersión geográfica y estructural de los miem- bros de la familia.

¿ Existe una limitación espacial en la mayor parte de las viviendas.

¿ Frecuentemente, varios miembros de la familia tienen responsabilidades y obli- gaciones profesionales ineludibles.

¿ Los valores sociales, actualmente, potencian más la satisfacción de las necesidades individuales que el sentido de convivencia familiar.

Estos cambios, que afectan al núcleo fami- liar, no parece que vayan a cambiar sensible- mente al menos en los próximos años, lo cual dará lugar a un incremento de los problemas económicos y los referidos a la relación fami- liar y asistencial.

Ante esta situación es lógico plantearse si concurren en los familiares de los ancianos una serie de factores sociales que parecen apuntar hacia la idea del abandono que las familias hacen de sus ancianos. Este hecho ha devenido en un estereotipo asaz generali- zado, tanto a nivel social como por parte de los profesionales de este ámbito. Sin embar- go, se puede afirmar rotundamente que, como situación general, es falso que las familias se desentiendan de sus mayores y les abando- nen.

En la actualidad, un número considerable de familias se enfrenta a este problema espe- cífico: el deterioro progresivo de uno o más de sus miembros, los ancianos.

Uno de los datos más relevantes aportados por el estudio coordinado por Gregorio Rodrí- guez Cabrero (Rodríguez, 2000: 171), es que si se tuviera que pagar a cada persona que cuida en su domicilio a una persona mayor las horas que trabaja (a un coste por hora de servicio doméstico de hace tres años), el jor- nal de las más de dos millones de cuidadoras (ya que casi el 80 por 100 son mujeres) sería de más de dieciocho mil millones de euros anuales.

Según dicho estudio, ¿y conforme también queda demostrado en investigaciones reali- zadas por nosotros mismos (Hernández y Millán, 2000: 105)¿, siete de cada diez perso- nas que cuidan a personas anciana s

(2.269.720, según los últimos datos conoci- dos) son mujeres. El 85 por 100 tiene una

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edad superior a los 45 años y el 56 por 100 dedica a esta labor más de cuatro horas dia- rias, y sólo un 18 por 100, menos de dos horas.

Todo ello ratifica, por consiguiente, que la familia es la principal fuente de cuidados per- sonales de los mayores. El 78,7 por 100 de los dependientes recibe ayuda familiar, que se incrementa al 82,2 por 100 si esa persona sufre alguna carencia física o psíquica grave.

El mencionado estudio corrobora que los servicios sociales, sin embargo, tienen toda- vía un papel muy secundario en comparación con la estructura familiar (2,2 por 100 para el conjunto de la población dependiente y sólo un 1,7% para la dependiente grave) e inferior a otros países europeos, entre el 5 por 100 y el 10 por 100. La mitad de las cuidadoras demanda ayuda pública, en especial económi- ca. Asimismo hemos constatado que un 25,6 por 100 de las cuidadoras estima como prefe- rente el apoyo psicológico.

El comienzo de una dependencia grave como la originada, por ejemplo, por una demencia como es la enfermedad de Alzhei- mer, no solamente supone un problema, sino que, además, implica cambios importantes en los roles y cometidos en la familia: ¿Quién ha de acometer el papel de cuidador?. ¿Quién tomará las decisiones ante los continuos cam- bios que se avecinan?. Todos los componentes de la familia, padres, esposos, hijos y otros familiares deben adaptarse a estos cambios en los roles, pues de lo contrario, las tensio- nes familiares no resueltas se acumulan, y empeoran el problema primario de la altera- ción.

Los conflictos entre cónyuges e intergene- racionales en la familia, la disminución de los ingresos y el aumento de los gastos, el aban- dono del trabajo extradoméstico por parte de familiares ¿generalmente de las mujeres¿ para cuidar a sus mayores enfermos, las cri- sis y depresiones personales,... suelen ser algunos de los efectos negativos sobre la fami- lia o algunos de sus miembros que conlleva la atención a estos enfermos cuando no están institucionalizados o sus familiares no reci- ben las ayudas necesarias para poder aten- derles suficientemente en los hogares, ya que se trata de unos enfermos que no son hospita- lizados por este padecimiento.

Hoy en día, en la atención a las personas ancianas dependientes, no basta con hacerlo con amor, ¿que también¿, sino que son preci- sos unos conocimientos técnicos que no todos los familiares poseen o tienen capacidad o facultades para aplicar y que son los adquiri- dos por los profesionales y por algunos fami- liares expresamente instruidos. De ahí la importancia de la asistencia domiciliaria y de los Centros de día, que permiten a las fami- lias dejar a sus enfermos en manos de exper- tos, mientras ellos cumplen con sus obligacio- nes profesionales y, después, compartir parte de la vida familiar con el anciano en su domi- cilio.

Esta situacióny este papel decisivo asumi- do por las familias es algo reconocido y valo- rado desde los organismos responsables de esa atención social y de sus más destacados representantes «Los estudios que se vienen haciendo sobre el cuidado a las personas mayores dependientes coinciden en tres cues- tiones: la atención se hace prioritariamente desde el ámbito familiar y muy secundaria- mente desde programas y servicios públicos; el papel del cuidado recae de forma masiva en las mujeres de la familia en general y en las hijas solteras en particular; los cuidados, por su duración, intensidad y complejidad, aca- rrean un fuerte coste económico, social, psico- lógico, etc., en las personas cuidadoras y en el conjunto de las familias.

Es bueno socialmente que las familias sigan teniendo un papel básico en la atención a sus mayores. Es un factor de cohesión social, de solidaridad intergeneracional, de compartir valores y vivencias. Pero, siendo esto cierto, tampoco podemos someter esa solidaridad a una presión angustiosa, a que-

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brantos económicos, a un desentendimiento de las responsabilidades públicas, y todo ello sobre los hombros de las mujeres cuidadoras, que a menudo supeditan todo a ese cuidado.

Cuatro son las más importantes vías de apoyo: el desarrollo de servicios y programas de respiro (ayuda a domicilio, estancias diur- nas, estancias temporales...); medidas de apoyo fiscal para reducir el sobrecoste econó- mico que para muchas familias tiene la aten- ción a un (o dos o tres, e incluso más) mayor dependiente; medidas de garantía de dere- chos laborales de los cuidadores para que la atención no suponga un perjuicio en el empleo o en la futura pensión, y, por último, el asesoramiento e información técnica.

Desde las administraciones públicas se han ido desarrollando poco a poco los progra- mas de respiro y apoyo familiar; sin embargo, el nivel de cobertura de necesidades es aún muy bajo. En lo que se refiere al apoyo fiscal es hoy meramente simbólico y los derechos laborales no están adecuadamente reconoci- dos. Las familias españolas son mayoritaria- mente solidarias con sus mayores, pero están demandando, y con toda la razón, no ser las exclusivas protagonistas del esfuerzo solida- rio»3.

AISLAMIENTO Y SOLEDAD

Una de las más graves amenazas que pesan sobre el anciano es el aislamiento; fre- cuentemente en torno al anciano gravita el aislamiento físico el aislamiento espiritual, el aislamiento familiar, el aislamiento social.

Hay ancianos que están expuestos a la experiencia de la soledad como consecuencia de la pérdida del cónyuge, los amigos y com- pañeros y a la, quizá más abrumadora, sole- dad en compañía, al aislamiento en medio de la multitud, de los grupos o de la misma fami- lia.

Una cosa es vivir solo y otra encontrarse solo. Se puede llegar a vivir la soledad en compañía e, incluso, en medio de una multi- tud. Esta es una cuestión que preocupa parti- cularmente en estos momentos a los respon- sables del área de ancianidad en los Servicios Sociales, especialmente en las grandes ciuda- des. En el año 2001 fueron hallados muertos solos en sus domicilios en Madrid, 79 ancia- nos y en agosto del año 2002, ya se había alcanzado en esta misma ciudad la cifra de 68 fallecidos solos en sus viviendas. Es lamenta- ble y preocupante el aislamiento y la incomu- nicación en la que pueden llegar a vivir algu- nos ancianos para llegar a este triste final, pero también es cierto que hay personas mayores que prefieren este riesgo antes que sacrificar su independencia. Por eso es impor- tante que, desde los Servicios Sociales se lle- ve un control de las personas en esta situa- ción y se realicen verificaciones de su situa- ción tan periódicas como el caso lo requiera.

El alojamiento en residencias e institucio- nes, en virtud de su disminución funcional, no es generalmente para los ancianos una solución idónea. Sus preferencias se orientan hacia la convivencia con personas de otras edades. De otro modo ese alojamiento se con- vierte, desde su perspectiva, en reclusión y el contacto y la convivencia permanente y exclusiva con personas más ancianas, más envejecidas, más enfermas, más incapacita- das o más decrépitas acentúa y agrava en ellos la noción de su propio envejecimiento y declive vital que les conduce al ensimisma- miento psicopatológico, a la introversión y a la contemplación permanente de su próximo fin sin que perciban una perspectiva vital distinta. Hay, sin embargo, casos en los que la entrada en una residencia redunda no sólo en bien del anciano, sino también del resto de la familia.

Ante esta situación, ante el fenómeno del aislamiento y la soledad se producen diferen-

3 Ver en Sesenta y más nº 155, pág. 4 (marzo, 1998), IMSERSO-Mº de Trabajo y Asuntos Sociales, Madrid.

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tes formas de reacción por parte de los ancia- nos, distintos mecanismos de ajuste. En unos casos saben adaptarse a la nueva realidad, buscar alternativas y posibilidades de reali- zación personal con participación en diferen- tes empresas de carácter creativo, lúdico o de voluntariado, haciendo buena la sentencia de que «padre viejo y chaqueta rota no es des- honra»; en otros, dada la supravaloración que se observa en la sociedad respecto de los ele- mentos jóvenes y de sus usos y costumbres, reaccionan adoptando características psicoló- gicas de la juventud y queriendo asemejarse a la misma mediante el uso de cosméticos, prendas de vestir, etc., empleados por las generaciones de menor edad, rechazándose a sí mismos y destacando los defectos de su pro- pia generación. A esta actitud aluden los conocidos refranes «a la vejez, alardes de pez» o «a rocín viejo, cabezada nueva», referidos a los viejos que se tiñen las canas y a los que se acicalan como si fueran jóvenes, respectiva- mente. Pero, en otros casos, la forma de reac- ción es fatalmente trágica, pues no pocos ancianos optan por la irreversible solución del suicidio abrumados por el aislamiento que perciben o que experimentan.

Sin duda, los suicidios y lesiones autoin- flingidas del anciano son llevadas a cabo en circunstancias especiales de su vida, altera- ción de su salud psicofísica y las de su entor- no familiar y social, que en simples causas o concausas determinan las diversas clases de lesiones que ponen fin a su existencia.

Las víctimas de suicidios consumados y tentativas de suicidio en España, entre los años 1976 y 1999, en edades de sesenta y más años fueron en total 19.947, el 39 por 100 del total de todas las edades siendo, de ellos, el 70 por 100, hombres y el 29 por 100, mujeres (Tablas 3 y 4). Al analizar estos datos se com- prueba que, de los hombres, el mayor porcen- taje (55,3 por 100) corresponde a los casados, mientras que en las mujeres es al estado de viudedad al que corresponde el porcentaje más elevado (43,6 por 100).

Por lo que se refiere a los procedimientos empleados para poner fin a sus vidas o tratar de hacerlo, figura en primer lugar el ahorca- miento (asfixia o suspensión), con un 45,8 por 100 de los casos, siguiéndole la precipitación desde un lugar elevado (22,6 por 100) y por sumersión (ahogamiento) con un 11,0 por 100. Cabe también prestar una cierta aten- ción al hecho diferenciador de procedimientos «masculinos» y «femeninos».

El arma de fuego es empleada mayorita- riamente por los hombres (97,6 por 100), así como el ahorcamiento (82,2 por 100) y la pre-

TABLA 3. SUICIDIOS CONSUMADOS Y TENTATIVAS EN LA ANCIANIDAD (MAYORES DE 60 AÑOS). POR ESTADO CIVIL. AÑOS 1976/1999.

CIFRAS ABSOLUTAS

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TABLA 4. SUICIDIOS CONSUMADOS Y TENTATIVAS EN LA ANCIANIDAD (MAYORES DE 60 AÑOS). POR ESTADO CIVIL. AÑOS 1976/1999.

Porcentajes

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cipitación al paso de vehículos (75,0 por 100). El envenenamiento se empleó en el 51,5 por 100 de los casos de las mujeres ancianas. Y del total de éstas, el 35,0 por 100 se precipitó desde una altura. Éste es un comportamiento que ha sido una constante a lo largo del tiem- po, como lo ponen de manifiesto los estudios referidos a finales del siglo XIX y principios del XX, realizados por Constantino Bernaldo de Quirós y Mariano Ruiz Funes4.

Respecto del total, las personas mayores eligen, preferentemente, procedimientos definitivos, como el ahorcamiento o precipita- ción desde una altura, métodos que no permi- ten dudar de su intencionalidad.

A nuestro juicio, de los tres grupos que establece Durkheim (1928:) para la tipología de los suicidios ¿egoísta, altruista y anómi- co¿, el correspondiente al suicidio en la ancia- nidad encajaría perfectamente en el tercero de los señalados, pues el anciano suicida llega a su determinación como consecuencia de la anomia en que se encuentra, de la desorgani- zación vital que percibe dentro de su estruc- tura social.

Por cuanto respecta a las motivaciones que pudieran impulsar a los ancianos al suicidio, creemos que entre las razones o causas prin- cipales cabría destacar la enfermedad, la debilidad física, el aislamiento, la soledad, como aparentemente desencadenantes de otras, tales como el rechazo de los familiares, la sensación de estorbo, la inutilidad o la sen- sación de falta de cariño, muy acusada entre las personas más ancianas, en virtud de su hipersensibilidad y de su tendencia a estar más pendientes de las formas que del fondo, en contraste con la actitud aparentemente más superficial en las formas, pero que no tie- ne por qué implicar, forzosamente, menos profundidad de sentimientos en el fondo, de los más jóvenes, arrastrados por el ritmo de la vida y no tan pendientes de los detalles. En todo caso, hay ancianos para los que estas sensaciones no son suposiciones ni imagina- ciones, sino apreciaciones ciertas de una tris- te y lamentable realidad..

Pero para no quedarnos en las hipótesis ni en las conjeturas, examinemos las causas conocidas de los suicidios y las tentativas en los mayores en los años 1976 a 1999, detalla- das en las Tablas nº 6 y 7.

Independientemente de aquellos casos en que los motivos se desconocen, que son la

4 Ver en RUIZ FUNES, M. (1928) Etiología del Suicidio en España, en DURKHEIM, E.: El suicidio Reus, págs. XXXIV y XXXV, Madrid.

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TABLA 5. SUICIDIOS CONSUMADOS Y TENTATIVAS EN LA ANCIANIDAD (MAYORES DE 60 AÑOS). POR SEXO Y PROCEDIMIENTO. AÑOS 1976/1999.

Porcentajes

TABLA 6. CAUSAS DE SUICIDIO EN LA ANCIANIDAD (MAYORES DE 60 AÑOS). CIFRAS ABSOLUTAS. AÑOS 1976/1999.

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Nota: Hasta 1998, inclusive, la actual rúbrica de situación económica comprendía las de miseria, pérdida de empleo, y revés de fortuna y la de situación afectiva, las de disgustos domésticos, amores contrariados, disgustos de la vida, celos, temor a condena, falso honor y embriaguez.

mitad, en los que de una u otra forma se saben las causas, en su mayor proporción corresponde a trastornos psicopáticos, segui- dos, por orden de importancia, por los padeci- mientos físicos, es decir, la falta de salud, la enfermedad física o psíquica.

En las edades de la ancianidad, el desequi- librio emocional, las tensiones psicológicas o el abatimiento ante la enfermedad están más acentuados en el hombre que en la mujer, la cual, además, posee una capacidad biológica superior, como lo prueba el hecho de la hiper-

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TABLA 7. CAUSAS DE SUICIDIO EN LA ANCIANIDAD (MAYORES DE 60 AÑOS) PORCENTAJES. AÑOS 1976/1999

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Nota: Hasta 1998, inclusive, la actual rúbrica de situación económica comprendía las de miseria, pérdida de empleo, y revés de fortuna y la de situación afectiva, las de disgustos domésticos, amores contrariados, disgustos de la vida, celos, temor a condena, falso honor y embriaguez.

mortalidad masculina pues, pese a que nacen más niños que niñas, mueren, desde las eda- des más tempranas, más hombres que muje- res. Para hacer tal aseveración nos basamos en el hecho de que, en los suicidios y tentati- vas por estados psicopatológicos, un 57,9 por 100 son hombres, así como el 76,2 por 100 de los que lo han hecho por padecimientos físi- cos. En cualquier caso, también hay que seña- lar que la mayor proporción de los suicidios y tentativas en las mujeres mayores, con causa conocida, responde a la rúbrica de estados psicopatológicos.

Lo cierto es que la enfermedad o la falta de salud física o psíquica llevan a la autodestruc- ción a un 77,8 por 100 del total de los ancianos que, con causa conocida, se plantean este final. Por ello consideramos oportuno hacer una reflexión sobre la interrelación de la salud física y la mental, toda vez que parece evidente que en unos casos es directamente la falta de salud física la que lleva a tan consi- derable número de suicidios y, por otra parte, cabe colegir que, en otro porcentaje también considerable, pueden ser precisamente las enfermedades físicas las que provoquen las perturbaciones mentales o los estados psico- patológicos que impulsen a otras personas a este fin.

Para paliar situaciones como las aquí expuestas y evitar sus efectos negativos es preciso conocer y remediar las necesidades de los ancianos y que se presentan desde dos perspectivas distintas, en dos planos diferen- tes: el individual y el social. Las necesidades personales o individuales se refieren básica- mente al cuidado de la salud, incluida la nutrición, la vivienda y, por supuesto, los recursos o ingresos económicos, entre otras. Las necesidades sociales relacionadas con los ancianos se refieren, ante todo, a la integra- ción social y a la independencia económica que, evidentemente se hallan estrechamente interrelacionadas con las necesidades indivi- duales, y unas y otras deben ser contempla- das conjuntamente desde cualquier política orientada a la ancianidad.

LOS PROCESOS DE ADAPTACIÓN

Hay personas para las que, con el trans- curso de los años y la llegada de la vejez y/o la viudedad, se presenta la disyuntiva de per- manecer solos en el medio rural, con las viviendas en trance de deterioro, aunque en un contexto social fuertemente solidario y con el apoyo y la ayuda del grupo o, por el contra- rio, el marcharse e ir a vivir en la vivienda de

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alguno de sus hijos, en las ciudades o, lo que es peor, en las «ciudades-dormitorio» o en barrios periféricos, frecuentemente deficita- rios de infraestructuras para los ancianos.

Para los que optan por esta segunda posi- bilidad se presenta toda una amplia y com- pleja gama de problemas y dificultades rela- cionadas con su desarraigo y con la erradica- ción tardía, con los procesos de adaptación e inadaptación en un contexto tan distinto y tan diferente del suyo de origen.

Las posibilidades de adaptación y ajuste al hecho mismo de la vejez en sí, como a las nue- vas ubicaciones y formas de vida, dependen en gran medida de los antecedentes de las personas, de lo brusco del cambio de situa- ción, del choque cultural que se produzca, del carácter de sus relaciones previas y del talan- te con que afrontaron crisis anteriores de similares o diferentes características. Un papel primordial en estos procesos de adapta- ción corresponde a la comunidad que recibe a los ancianos, dependiendo de la buena dispo- sición con que esta acogida se produzca.

Otro aspecto que es menester considerar en este punto, es el de la adaptación de los ancianos a sus viviendas y barrios de siem- pre, pues también con cierta frecuencia las personas mayores viven en los barrios más antiguos de las ciudades, algunos con nota- bles deterioros, en casas con limitaciones en los servicios tales como agua caliente, cale- facción, cuartos de baño adaptados o ascen- sor. La carencia de este último elemento reduce bastante las posibles salidas y relacio- nes familiares y sociales de los ancianos, no tanto en la salida como en el regreso con la consiguiente subida a pie hasta su domicilio, y especialmente para aquellas personas que padecen alguna patología cardiaca o respira- toria o limitaciones en su aparato locomotor. En la mayoría de las casas de los barrios más antiguos de las ciudades se carece de ascen- sor por no exigirlo así para las viviendas de hasta cuatro alturas las antiguas ordenanzas urbanísticas.

Cuando los recursos de los ancianos son tan escasos que han de depender de sus hijos, se producen situaciones tan traumatizantes como la rotación periódica de los padres en los hogares de los diferentes hijos, lo que se ha dado en llamar «abuelos golondrina», con la sensación subsiguiente de sentirse poco menos que un objeto traspasado de uno a otro lugar de cuando en cuando. De ahí que sea tan importante la autonomía y la autosufi- ciencia de las personas mayores.

En las familias y en el conjunto de la socie- dad hay que hacer un esfuerzo para recupe- rar el papel de los abuelos y las abuelas, tan- to por el bien de los mayores como por el bien de la sociedad misma, de su equilibrio y de su estabilidad. La sociedad la formamos todos y cada uno de nosotros y sólo seremos una sociedad equilibrada si no nos olvidamos de ninguno de sus miembros.

Cuando una persona es conocedora del papel que se espera que cumpla, tiene su sitio, y conoce cuál es su sitio, dentro de la familia, de la comunidad de vecinos, del barrio o en general en su entorno vital más inmediato, entonces esa persona sigue siendo una persona, tenga la edad que tenga. Las más de las veces, lo que hace que los ancianos se sientan abatidos o desconcertados cuando se tienen que desplazar de domicilio es preci- samente el desconocimiento de su función dentro del nuevo hogar, y el hecho de no dis- poner de un espacio propio, de una habitación que puedan considerar suya. Tener que com- partir la habitación de los nietos, por ejemplo, contribuye a incrementar el sentimiento de invasor, de intruso en terreno ajeno. El dise- ño y la construcción de pisos, si bien tiene en cuenta la disminución de los miembros de las familias por la reducción del número de hijos, no tiene en cuenta a los abuelos que rara vez disponen de una habitación propia en la casa de sus hijos. El sentirse intrusos en la casa de los hijos viene propiciado, por una parte, por el desconocimiento de la función a desempe- ñar en el nuevo hogar, aunque como ya se ha visto con anterioridad, los abuelos y especial-

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mente las abuelas desempeñan no pocas tare- as de ayuda para sus hijos y nietos. Pero en otras ocasiones, hagan lo que hagan, aun con la mejor de las intenciones, raramente tienen la seguridad de estar haciendo lo que deben o lo que se espera de ellos.

Hemos insistido en la importancia de con- servar el estatus, de tener y desempeñar un rol. La adaptación a la jubilación y a la vejez implica no ser ni sentirse excluidos social- mente, implica sentir que se goza de buena salud social.

El concepto de salud ha variado con el tiempo. En la antigüedad se definía simple- mente como un buen estado del organismo: la

utaxia, estado de perfecta salud de los grie- gos, la sanitas, calidad de sano de los roma- nos. En nuestro tiempo, popularmente, se define en forma negativa: no estar enfermo, sin síntoma o padecimiento alguno.

La Organización Mundial de la Salud (OMS), pensando en desterrar este concepto negativo, la ha definido como sigue: «La salud no significa tan sólo ausencia de enfermedad, sino un estado completo de bienestar físico, mental y social».

Creemos que en el sector de la población que nos ocupa, la ancianidad, todos estos componentes tienen una transcendental importancia y se interrelacionan profunda- mente. De la salud física o de la salud social va a depender, mayormente, la salud mental. Y hay personas que perciben, por ejemplo, la jubilación, la exclusión social, como malestar social, que deviene en malestar psíquico y éste en malestar físico. El lograr para los ancianos el óptimo de salud o de bienestar social contribuye a evitar o limitar otros males y a conseguir, con ello y entre otras cosas, ahorros en los gastos sanitarios. Está comprobado que el tener una actividad, una ocupación facilita la conservación de la auto- estima y evita que se caiga en procesos depre- sivos que propician los aspectos y factores negativos de la ancianidad.

En cualquier caso, por una parte, una inmensa mayoría de las personas mayores en la actualidad son depositarias de unas capa- cidades y potencialidades que la sociedad no puede ni debe desaprovechar y, por otra, su número, sus posibilidades y sus necesidades son también campo apropiado para la crea- ción de puestos de trabajo para los más jóve- nes. La cuestión estriba en la dotación de medios y recursos para que unos sigan siendo sujetos activos en la sociedad y los otros vean cumplidas sus aspiraciones de servicios a esa misma sociedad.

Como hemos dicho ya en múltiples ocasio- nes, todo ello es competencia de la familia, las instituciones y la sociedad, las cuales no pue- den ni deben eludir esta responsabilidad para que, finalmente, todos podamos atisbar una ancianidad nueva y mejor.

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RESUMEN: El incremento de la población anciana en nuestra sociedad es un hecho evidente que demues- tra, por una parte, unas mejores condiciones vitales y sociales que han facilitado el aumento de la esperanza de vida y, por otro, la necesidad de que sean acometidas políticas sociales acor- des con esta nueva realidad y, para ello, es preciso tener un conocimiento lo más aproximado posible de los aspectos sociales vinculados con las personas mayores y con la ancianidad. En este trabajo se abordan algunos de estos aspectos tales como la distribución demográfica de este sector de la población, cómo es percibida la ancianidad por la sociedad en general y por los propios mayores, las repercusiones sociales del envejecimiento, así como la jubilación que con- tribuye a la «ancianidad decretada» y que, frecuentemente, se traduce en una aceleración del proceso de acumulación de pérdidas que afectan a los mayores. La familia y su entorno es el medio y la institución en la que las personas mayores tienen su refugio vital y social último y a la que en la actualidad prestan su ayuda y de la cual la reciben aquellos que tienen algún tipo de dependencia. Pero también hay mayores que viven o perci- ben la soledad y el aislamiento como una carencia afectiva y social y que, en un número consi- derable de casos, junto con los padecimientos físicos y psíquicos les inducen a la drástica deci- sión del suicidio. Y, por último, se trata también la adaptación a la vejez como un reto que, den- tro de los aspectos sociales referidos a la ancianidad, han de afrontar y superar las personas mayores.

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