Aspecto contractual de los P.A.U

AutorMaria Blanca Blanquer Prats
CargoDoctora en Derecho
  1. JUSTIFICACION DE LOS PROGRAMAS DE ACTUACION URBANISTICA.

La incorporación de los P.A.U. a la Reforma de la Ley de Régimen del Suelo y Ordenación Urbana de 1975 tuvo varias dimensiones de entre las cuales se ha venido incidiendo en el aspecto ideológico - jurídico, en tanto en cuanto esta figura no es, en sí misma, innovadora, sino aportación de otras similares en contenido que campeaban por las legislaciones europeas. Sin embargo, es básico que un análisis causal justifique el por qué se toma un modelo y no otro, o cuál es el motivo y las circunstancias de la elección, ya que el Derecho, o más bien el sistema jurídico positivo, tiene la virtud de descubrir la realidad social como elemento con cuya idiosincrasia cuenta para abordar situaciones preexistentes y dar respuesta a demandas, o abrir caminos para la efectividad de relaciones jurídicas públicas, privadas o mixtas.

El texto primitivo contaba diecinueve años de vigencia cuando se abordó su reforma: no era su vida tan larga que pudiera requerirla si con otros textos centenarios comparamos, a los que pequeños retoques sirvieron para prolongarse hasta la época actual; pero la legislación urbanística apareció como un ensayo, pese a su solemnidad formal, al tener un alcance desequilibrado sobre los ciudadanos, ya que la mayoría no sentirían nunca sus efectos y para un sector iba a ser manual de que hacer diario. No obstante subyaciera en múltiples actividades o actuaciones que incidiendo directamente e indirectamente en todas ellas.

Hasta 1956 el panorama económico era correlativo a un sistema en que predominaba el sector agrícola y artesanal, en el que la escasa industrialización no influía sensiblemente en el producto interior ni las coyunturas políticas propiciaban nuevas formas de desarrollo endógeno. El terrateniente en el campo y el rentista de fincas urbanas en la ciudad se definían como prototipos individuales de explotación del suelo con capital fijo y aunque la ciudad siempre fue objeto de negocio se había entendido en términos de concentración y masificación bastante alejados de las técnicas expansivas que aparecerían, precisamente, con posterioridad a la promulgación de la Ley del Suelo. Influyeron en ello las inversiones extranjeras que provocarían la industrialización plena de los años sesenta con la que se generó empleo mejor remunerado que el propio de labores agropecuarias; la demanda de mano de obra concentrada en los grandes núcleos y sus zonas de influencia con preferencia a otras comunidades urbanas, redistribuyó la población: hubo que construir múltiples residencias y al crecimiento industrial de forma alineada junto a los sistemas viarios siguieron otros proyectos de concentración de actividades económicas. A medida que crecía el nivel de renta surgieron otras demandas: la segunda residencia llegó a ocupar espacio similar a la primera en las apetencias familiares y el sector turístico extranjero se volcó hacia las zonas costeras. La construcción podía considerarse una actividad de rentabilidad alta y atrajo la atención de los inversores, pues ciertamente había un buen número de empresarios individuales que promovían al amparo de los planes estatales de vivienda y algunas inmobiliarias que también se dedicaban a idéntica labor, pero fue precisamente en esta etapa cuando se produjo el efecto imán y tantas sociedades creadas para otros fines extendieron un gran tentáculo en la constitución de nuevas inmobiliarias con la particularidad de que sus grandes inversiones se convirtieran en protagonistas de la actividad económica en general, y constructiva en particular; su gran competencia estaba, precisamente, en está último, y para paliarla surgieron cooperativas que, en principio, tuvieron el sentido de defensa frente al gran capital produciendo para sí mismos sin el costo añadido del beneficio industrial, aunque posteriormente hubo nuevas formas bajo tal apariencia que, en realidad, eran inmobiliarias asumiendo los recursos privados y gestionándolos con su precio correspondiente. Pero, en cualquier caso, se había revelado algo importante: la existencia de un empresariado con medios económicos bastantes para llevar a cabo acciones sobre áreas completas de territorio. Las urbanizaciones privadas eran evidentes muestras de que la Ley alcanzaría mayor efectividad y de que el sector privado, coadyuvado con los fines municipales, estaba preparado, al menos teóricamente, para que el legislativo contara con él.

Cierto que la Ley de 1956, de buena calidad territorial, apenas había alcanzado realidades en este aspecto, como menguaría el potencial de gestión conforme a sus sistemas, sustituyéndose estos últimos por fragmentaciones de participación en cargas, siempre o mayoritariamente inconclusas, en cuanto afectaban a la inserción real de urbanizaciones en la estructura territorial v urbana; tampoco se exigió mucho por los poderes públicos deslumbrados ante el crecimiento sin auténtico desarrollo ni previsiones de futuro, que permitieron carencias dotacionales y sobrecarga de las infraestructuras varias existentes; y no hubo ninguna acción global sobre el territorio ni plan de desarrollo económico que hiciera concebir esperanzas de que el gobierno considerase la Ley del Suelo como la superestructura legal a partir de cuya praxis se gestionaran políticas sectoriales conexionadas. La apariencia es, por lo tanto, que se repetía el fenómeno de los privilegiados económicos a los que en época de Carlos III se les asignaba el papel de vanguardistas de transformaciones, siempre que respetaran la preeminencia del gobierno aunque las gloriosas sociedades económicas del siglo XVIII eran sustituidas, en pleno siglo, XX por las inmobiliarias, sector que generó gran cantidad de empleo por la facilidad de utilizar peonajes, participando en la ordenación parcial del territorio: nueva versión de la producción económica por excelencia cuando el Estado no lo había hecho sobre la totalidad, ni se lo planteaba.

Así, de la similar experiencia francesa, se extrajo la figura del planeamiento submunicipal de mayor espectro: los Programas de Actuación Urbanística (en adelante P.A.U.) que, como en el resto de la Reforma, contaba con la desconfianza del legislativo sobre su operatividad, pues las obviedades e infracciones a la anterior apuntaban una posible rebeldía hacia el contenido del nuevo texto que era más preciso en cuanto a las condiciones de la edificación y más incidente en el estatuto de la propiedad urbana que su predecesora. Hubo varias razones por las que este temor se demostró infundado o al menos el nuevo texto no tuvo el rechazo temido, pues existía efectivamente un contexto económico más proclive a aceptarlo que el existente cuando se promulgó la Ley del Suelo de 1956, y tres años más tarde la Constitución Española sentaría compromisos políticos que tras las primeras elecciones municipales enfrentaron a los Ayuntamientos con el hecho ciudadano como el reto más urgente que debían afrontar; todo ello dentro de un Estado de Derecho que anteponía el cumplimiento de la Ley a cualquiera otros intereses. La Ley se sostiene, en este aspecto, sobre dos soportes: reconociendo, como señaló RIBAS PIERA, que la ciudad se hace por iniciativas privadas, su Exposición de Motivos justificaba los P.A.U. como forma de su incorporación plena que la experiencia había demostrado ser aprovechable teniendo, hasta ese momento, dificultades para producirse dentro de la legalidad, significando este nuevo cauce el reconocimiento de la función de los agentes privados con capacidad financiera suficiente para afrontar las operaciones urbanísticas que resultarían inviables o altamente costosas para la Administración.

Hubo en la Ley una cesión del genuino derecho de los agentes públicos a planificar y condicionar las urbanizaciones privadas sin que ello significara renuncia, pues nunca se les negó su potestad de intervención directa o por sustitución aunque, efectivamente, la parte onerosa que implican las cargas del planeamiento, siendo a veces factor impeditivo, aconsejaron fórmulas híbridas de participación de todos los sectores.

Pero, en verdad, esta figura se supuso una forma de privatización de la función pública urbanística, pues afectando a la ordenación espacial se sitúa en un plano mixtificado por su contenido de ordenación del territorio y de desarrollo urbano, siendo de todas las figuras de planeamiento submunicipal la más vasta de contenido y con mayor grado de indefinición frente a otras que están precisadas en sus máximos contenidos y obligaciones mínimas imponibles. Su magnitud teórica ha dado lugar a que se entendiera como un triunfo del capitalismo sobre los pequeños propietarios que por el hecho de poseer terrenos no disponen necesariamente de la condición de empresario y deberán ceder sus hipotéticos derechos a quien esté capacitado para asumir las correlativas obligaciones. Esto es relativamente cierto si tenemos en cuenta las causas por las que el P.A.U. es utilizable en función de los criterios que clasifican el suelo sobre el que, a través de ellos, se pueden operar.

  1. OBJETO DE LOS P.A.U.

    El Suelo Urbanizable no Programado denota, en principio, su innecesariedad para incorporarse al desarrollo urbano, según el propio programa del Plan General. A su vez, denota que el terreno tiene condiciones idóneas para hacerlo cuando sea necesario, bien porque los programas se agoten o porque surjan iniciativas no previstas al formularse el planeamiento general. El margen de maniobra y exigencias municipales no puede ser el mismo en uno u otro caso, porque en aquél deberá el órgano urbanístico, a falta de iniciativas, actuar por sí mismo y por los medios a su alcance para desarrollar este suelo, absorbiendo la necesaria expansión en tanto que en el último caso la posición administrativa es mucho más fuerte a la hora de exigir contraprestaciones a la urbanización. Tengamos, asimismo, en cuenta, que la ubicación del Suelo Urbanizable no Programado respecto de los...

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