Artículo 116

AutorGuillermo Orozco Pardo
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Civil
  1. INTRODUCCIÓN

    Este precepto es un ejemplo más de las virtudes y deficiencias de nuestra Ley de Propiedad Intelectual que obedecen, entre otras razones, a la necesidad de incorporar a la regulación jurídica de los derechos de autor y derechos afines toda una serie de fenómenos nuevos que los avances tecnológicos están introduciendo en el campo del Derecho. Es decir, una problemática nueva que debemos solucionar desde esquemas «antiguos», pero esta labor es ineludible para todo jurista, ya se desenvuelva en el campo teórico o práctico, pues debe adecuar los criterios y medios de investigación a la evolución de la realidad social, so pena de quedar marginado por obsoleto. Sin embargo, el ordenamiento jurídico no dispone siempre de normas que solucionen las situaciones de conflicto que la realidad va planteando, pues el Derecho suele ir por detrás de la realidad y, en consecuencia, se produce una «quiebra» de la certeza de éste y, por ello, de la seguridad jurídica (1).

    Esto impone a la Jurisprudencia y a la Doctrina una difícil tarea: mantener una continua evolución del Derecho dando solución justa a una problemática no resuelta por el legislador, y la reiteración de esa solución se acaba consagrando en la norma. Para ello debe perfilarse claramente cuál es el bien que se protege y qué principios rectores han de inspirar el análisis y la solución propuesta. Junto a ello, debe tenerse presente el rango de los intereses en conflicto y cuáles han de prevalecer en cada caso, pues no siempre habrá de primar un interés general frente a legítimos intereses particulares tutelados en derechos reconocidos a sujetos privados.

    Por otra parte, a menudo la solución a un problema jurídico depende de la respuesta que se dé a cuestiones no jurídicas, para lo cual el jurista debe atender a las fuentes del conocimiento que resuelven tales custiones. Ello conlleva una especial problemática que muchas veces no es dominada por el estudioso del derecho y que, sin embargo, «hipoteca» su labor, pues le obliga a fijar previamente el alcance y significado de los términos técnicos empleados en su análisis. Todos somos conscientes de que tal vez sea el Derecho la ciencia donde la precisión lingüística sea más decisiva; por otra parte, al jurista se le demanda cada vez más el conocimiento de materias no implícitas en su área, lo que acentúa su carácter humanístico. En tal sentido, cabe citar la problemática médica en el campo de la responsabilidad civil o las cuestiones medioambientales, como ejemplos de lo que afirmamos.

    Junto a todo ello, y no menos importante, tenemos que atender a la dimensión social y económica de la temática a tratar, y que en el campo de la propiedad intelectual se acentúa sobremanera. Efectivamente, las creaciones intelectuales son bienes cuya titularidad es privada pero poseen un cierto «disfrute compartido» en la medida en que la sociedad impone unas limitaciones muy acentuadas a la facultad de exclusión que este derecho comporta. El derecho de autor es una de las más claras muestras de la «relatividad» de ciertos derechos en el sentido de que todos ellos implican una relación con el resto de la sociedad que impone unos parámetros o directrices a su ejercicio en aras de una colaboración social. Basta con atender a nuestra Ley de Propiedad Intelectual para encontrar consagradas figuras como el ius usus inocui, así copia privada o derecho de cita, lo mismo cabe decir de la obligación de divulgar la obra en ciertos supuestos o la limitación temporal del derecho(2).

    La dimensión económica de la propiedad intelectual es hoy innegable, basta recordar su importancia en la negociación del G. A. T. T. o la constatación de que los derechos de autor y derechos afines representan anualmente un volumen de ingresos de entre 150 y 250.000 millones de ecus, es decir, entre el 3 y el 5 por 100 del Producto Interior Bruto de la Comunidad Europea(3). Esta importancia económica ha ido creciendo de forma paralela a los medios de defraudar estos derechos, la denominada «piratería» intelectual que supone una quiebra económica no sólo para los titulares de los derechos, sino para los mismos Estados, dado que las creaciones científicas, técnicas o artísticas requieren un volumen crecido de inversiones cuya rentabilidad se ve menoscabada por esa actividad ilícita(4). Por tanto, podemos afirmar que progreso tecnológico y derecho de autor van íntimamente ligados; merced a las nuevas técnicas de comunicación ha aumentado el número de obras y su difusión, cada vez más personas acceden a las creaciones intelectuales, las posibilidades de comunicación y reproducción de obras han aumentado de forma impensable hace unos años: libros, grabados, cassettes, discos compactos, programas de ordenador, películas, etc., son evidente prueba de ello. En consecuencia, el volumen económico de este mercado ha aumentado paralelamente y, lamentablemente, a la «indefensión» frente a las actividades defraudadoras también.

    En consecuencia, el progreso tecnológico impone una constante necesidad de adaptar la normativa protectora de la propiedad intelectual a las nuevas posibilidades de utilización y defraudación de las obras. Este fenómeno se puso de manifiesto ya con la invención de la imprenta, pero es en la actualidad cuando se está revelando con toda su magnitud, como ha señalado U. N. E. SCO.: «Actualmente vivimos en un mundo de comunicaciones globales instantáneas. Todos están familiarizados con los rápidos cambios tecnológicos que se han operado... En menos de un siglo el mundo ha pasado del daguerrotipo a la televisión en colores. La televisión sigue evolucionando y, mediante el enlace con satélites, aumenta su radio de acción... Estas tecnologías abren posibilidades sin precedentes de comunicación entre los pueblos. Constituyen también nuevos instrumentos de enseñanza.» Este nuevo panorama conlleva igualmente unas consecuencias jurídicamente perniciosas según este alto Organismo: a Al mismo tiempo, como todas utilizan obras protegidas por el derecho de autor y facilitan extraordinariamente la publicación no autorizada, generan justificada inquietud en los medios jurídicos. Al mismo tiempo, los autores tratan de que se establezcan nuevas formas legales de protección. Las leyes sobre derecho de autor se están modificando para hacer frente a los desafíos planteados por las nuevas tecnologías»(5). Todo ello ha puesto de relieve el papel angular que en toda la materia relativa a las modernas comunicaciones ha de jugar la normativa sobre derecho de autor. En su desarrollo debe tenerse muy presente una cuestión esencial: la protección de los autores y sus obras no debe impedir el fomento de la creatividad y el dinamismo en el mercado de la cultura y la comunicación. Por otra parte, no caben ya opciones legales individualizadas en el ámbito nacional, dado que vivimos en la «aldea global» toda opción legislativa debe ser coordinada con el contexto supranacional de ese Estado; así en nuestro caso debemos atender al Derecho Comunitario y al Derecho Internacional para desarrollar, interpretar y aplicar las normas que nos ocupan.

    Por otra parte, hemos de tener muy en cuenta que nos encontramos con un artículo que consagra uno de los llamados «otros derechos de propiedad intelectual», es decir, uno de los derechos conexos, vecinos o derivados del derecho de autor. De salida, hemos de decir que el término empleado por el legislador es, cuando menos, «desafortunado», pues induce a confusión en cuanto a su jerarquía, contenido y alcance(6). En definitiva, partimos de una base indudable: no estamos ante un derecho de autor en su sentido estricto, sino ante un derecho patrimonial que protege el resultado de una actividad de orden técnico. A nuestro juicio, pues, no estamos ante la titularidad autorial de la obra radiofónica o audiovisual, en cuanto creación intelectual, sino ante la titularidad de determinadas facultades patrimoniales atribuidas a unas entidades y que conforman un derecho a autorizar ciertas utilizaciones.

    Es el propio legislador quien matiza el sentido y finalidad de esta regulación en el Preámbulo de la Ley: «En lo que respecta al régimen jurídico de los derechos derivados de la interpretación o ejecución, o de la producción o difusión de las obras de creación, es decir, de aquellos otros derechos de propiedad intelectual que en la práctica se han denominado afines o conexos, la Ley ha seguido fundamentalmente los criterios marcados por la Convención de Roma de 1961 y el Convenio de Ginebra de 1971. Con esta regulación, que en ningún caso supone una limitación para los derechos de autor, se da adecuada satisfacción a los legítimos intereses de un importante sector profesional e industrial estrechamente vinculado a la cultura que en los últimos años se han visto particularmente afectados por los procedimientos de defraudación derivados de las nuevas tecnologías y que, por lo mismo, estaban especialmente necesitados de obtener su reconocimiento y protección expresos en una norma con rango legal.» Se trata, por tanto, de consagrar a nivel legal unos derechos que tutelen los intereses económicos, tan legítimos como los demás, de lo que se ha dado en llamar «la industria cultural», es decir, todos aquellos sujetos que intervienen en el campo del intercambio económico de los bienes de creación intelectual, aparte de los autores, y cuya labor se deriva de la actividad creadora del autor, sea interpretando, ejecutando o difundiendo las obras. Y ello porque, como antes dijimos, el volumen económico de esta industria cultural y su fragilidad frente a la defraudación son paralelos(7). Pero todo ello partiendo de una máxima rectora: en el Proyecto de noviembre del mismo año ya figuran como «otros derechos de propiedad intelectual», cuando la Ley, en su Preámbulo, les reconoce como derechos derivados y admite la práctica de llamarles afines o conexos. Actualmente, las normas comunitarias les denomina «derechos afines», por lo que una vez que se proceda a...

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