Artículo 1.258

AutorJuan Roca Guillamón
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil

1.1. Planteamiento general del precepto

El artículo 1.258 de nuestro Código civil ofrece diversos aspectos bien diferenciados, aunque igualmente trascendentes, desde el punto de vista de la concepción fundamental que el Derecho español encierra en orden a la regulación básica de los contratos.

Así, de una parte, comienza con la afirmación de que los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento, acogiendo el principio espiritualista que este último precepto proclama, al decir que el contrato existe desde que una o varias personas consienten en obligarse. Principio que García Goyena expresaba al comentar los artículos 975 y 978 del Proyecto de 1851 diciendo que ahora todos los contratos son consensúales.

Esta primera parte del artículo 1.258 plantea ya una cuestión a considerar: si estamos en presencia de una afirmación inútilmente redundante respecto de la declaración realizada por el artículo 1.254, o si, por el contrario, adquiere otra finalidad.

Parece, en este último sentido, que la frase los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento debe ser leída junto con la que le sigue -y desde entonces obligan-, pues sólo así alcanza un sentido propio que permite afirmar que esta primera parte del precepto no es una vana reiteración respecto del artículo 1.254, puesto que, por el simple hecho de la perfección, ya se asignan unas consecuencias posibles, derivadas de la buena fe, el uso y la ley, al margen de las expresamente buscadas por las partes.

Además, así vistas las cosas, es posible parar la atención en las posibilidades que ofrece el distinguir entre el negocio genético contractual y la situación jurídica que tiende a producir, según su función, así como, desde otro punto de vista, es necesario plantearse la cuestión central de si el precepto contenido en el artículo 1.258 tiene un valor interpretativo o cumple, como parece más cierto, un función integra-dora.

Por último, si buena fe, uso y ley actúan como fuentes añadidas a los efectos de lo pactado o como límites a lo convenido por las partes, aun dentro del área del artículo 1.255; y si buena fe, uso y ley son conceptos aislados, o si, dentro de su autonomía conceptual, uso y ley están, por así decirlo, encadenados al principio de buena fe, básico en cualquier caso, en cuanto a la posibilidad de ejercitar derechos y facultades que se deriven de los otros dos al integrar el contrato.

Ciertamente que la indagación del sentido de una norma, cuando no ha sido expresamente aclarado por el legislador, permite no pocas opciones interpretativas; más aún cuando, como en el artículo 1.258 ocurre, aparecen mezclados conceptos de muy distinta naturaleza. Acaso por ello se hace particularmente necesario tratar de fijar el sentido general o función del precepto, como tarea previa a las cuestiones que puedan sugerirse de la lectura de cada uno de los apartados que en él es posible distinguir.

  1. La función del artículo 1.258. Su carácter integrador

    El artículo comentado sugiere en una primera lectura la duda de si estamos en presencia de una formulación descriptiva, de carácter meramente programático (a su carácter genérico aluden numerosas sentencias del Tribunal Supremo, entre otras, las de 19 abril 1977 y 23 noviembre 1988), en cuanto que cualquiera de las declaraciones que enuncia se pudieran encontrar reproducidas con mayor o menor precisión en otros preceptos del propio Código civil.

    Una mirada más atenta permite concluir en seguida que no es así. En primer lugar, porque la declaración inicial del artículo 1.258 de que los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento no es una aislada afirmación, reiterativa respecto del artículo 1.254, o incluso del artículo 1.261, que pudiera parecer más preciso en los requisitos que se exigen en cuanto a la perfección, y, por ende, para la existencia del contrato, sino que en relación con la frase siguiente (y desde entonces obligan) presupone un reconocimiento de eficacia vinculante al consentimiento mismo. Consentimiento que a su vez, no debe olvidarse, no es un mero concurso de declaraciones de voluntad, sino precisamente un punto de confluencia de voluntades concordes en un objeto y una causa, como dice el párrafo primero del artículo 1.262 del Código civil.

    La perfección es, pues, determinante del momento inicial de la existencia del contrato y, por tanto, normalmente, también de su eficacia. Pero no necesariamente, porque puede ocurrir que el contrato, aun siendo válido, carezca de eficacia por la falta de un presupuesto que la ley, o la naturaleza de las cosas, exijan para que pueda cumplir su finalidad, y en consecuencia, no se producirán los efectos esperados o queridos por las partes.

    La perfección es, como dice Lalaguna 1, presupuesto de la validez y de la eficacia contractual, pero no determinante de ésta. En realidad, la perfección del contrato determina el comienzo posible y normal de los efectos del contrato, pero la eficacia, expresada en la generación de las obligaciones dimanantes del mismo, se hace depender de que concurran las condiciones necesarias para su validez (cfr. art. 1.278 del Código civil).

    La perfección marca, por tanto, el momento inicial de la vida del contrato -y desde entonces obligan-, como regla general que a veces encuentra una plasmación más concreta, como ocurre en el artículo 1.450, respecto de la perfección de la compraventa, al señalar que será obligatoria para comprador y vendedor si hubieren convenido en la cosa objeto del contrato y en el precio, aunque ni la una ni el otro se hayan entregado.

    Sin embargo, la consecuencia más importante del artículo 1.258 debe extraerse de la segunda parte del precepto, porque su lectura sugiere enseguida la cuestión relativa al alcance de esa obligatoriedad. Es claro que ios contratos obligan a lo expresamente pactado, es decir, a cumplir aquellos acuerdos que de manera clara o mediante la necesaria labor de interpretación, aparezcan como efectivamente existentes y válidos. Pero también obligan a algo más: a todas las consecuencias que según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, el uso y la ley; lo que, cabalmente, significa que junto a la propia voluntad de los contratantes y también junto a las normas de Derecho dispositivo que en su caso fuere preciso aplicar caben, quizás, otros efectos de origen diverso, derivados de esos tres conceptos que el precepto enuncia.

    Según lo dicho, el contrato generaría por sí mismo una eficacia directamente derivada de la voluntad de las partes en su función de autorregulación de intereses2, que habría de ser completada en lo no previsto por ellas con las normas dispositivas, legalmente predispuestas, necesarias para el desarrollo del programa contractual, siempre que su aplicación no haya sido excluida por las partes expresamente.

    Mas junto a esos efectos de origen convencional y legal dispositivo, precisamente el artículo 1.258, como el 1.135 del Code Napoleón prevé ciertos efectos -esos otros que derivan de la buena fe, el uso y la ley- que resultan ser de una procedencia normativa diferente o heteróno-mos respecto de los contratantes.

    En el marco de la situación jurídica obligatoria generada por el contrato encontraríamos entonces, junto a los deberes derivados de la fuerza vinculante de la voluntad, declarada o reconstruida, esas otras reglas de conducta que vienen impuestas de modo imperativo por el artículo 1.258, alcanzando así el valor de auténtico precepto.

    Resulta evidente que esta virtualidad integradora del contrato es proporcionada por la buena fe, el uso y la ley, lo que al coincidir con algunos de los medios de interpretación -respecto de los usos, en el artículo 1.287 hay una coincidencia literal- podría llevar, acaso, a la conclusión, a mi modo de ver inexacta, de que el artículo 1.258 es una norma de carácter asimismo interpretativo3.

    Pero la asignación de una función meramente interpretativa al artículo 1.258 del Código civil, llevaría a la consecuencia de que no habría más posibilidad de integración contractual que aquella que resulte de la labor de reconstrucción de la voluntad de las partes no expresada claramente o, simplemente, omitida en algún aspecto, excluyendo así toda posibilidad de una integración heterónoma en el sentido antes expuesto, lo que, desde luego, no parece ser conforme con el sentido de los precedentes del artículo 1.258 y las normas concordantes de los códigos latinos, todas ellas coincidentes en la previsión de efectos generados con independencia de la voluntad de las partes -y que no pueden ser excluidos por las mismas, como ocurriría, aunque no siempre4, con la integración a partir de normas dispositivas- de acuerdo con una tradición romanista que llega al artículo 1.135 del Código francés a través de la obra de Domat5.

    En realidad, las dudas respecto de si es posible una integración heterónoma del contrato, o si, por el contrario, no cabe más integración que la meramente dispositiva, son producto, según Messineo 6, de la influencia de la doctrina alemana -hipertrofiada ante la parquedad del B. G. B. en preceptos acerca de la interpretación- sobre los autores de otros países, y singularmente en Italia al ser recogida por Betti la idea de que la integración que el intérprete realiza no puede tener más valor que el meramente dispositivo, en la línea de la función que los alemanes denominan Erganzung, por contraposición a la Auslegung (interpretación en sentido estricto y la Ergdnzende Aus-legung o interpretación integradora7.

    Entre nosotros, Albaladejo 8 admite que la interpretación no es integración (de la declaración), si bien, afirma, en un sentido amplio, forma parte de ella, pudiendo calificarse de interpretación integradora.

    En la doctrina italiana se ha destacado por el propio Messineo 9 que la diferencia esencial entre interpretación e integración radica en que esta última surge o se produce por voluntad del ordenamiento jurídico. En efecto, la integración no persigue el establecimiento del sentido de la voluntad de...

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