Tema 6. La aconfesionalidad del Estado y la cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas

AutorRosa Mª Satorras Fioretti
Cargo del AutorProfesora titular de Derecho Eclesiástico del Estado. Universidad de Barcelona

TEMA 6

LA ACONFESIONALIDAD DEL ESTADO Y LA COOPERACIÓN ENTRE EL ESTADO Y LAS CONFESIONES RELIGIOSAS

1. EL PRINCIPIO DE ACONFESIONALIDAD DEL ESTADO

Ante todo, hay que decir que, aunque algunos autores llaman a este principio el de «laicidad», nosotros vamos a preferir denominarlo de «aconfesionalidad», –pues tengo la impresión de que el término laicidad evoca al «laicismo»– considerado, bien como indiferentismo según la concepción liberal del siglo XIX, o incluso como «laicismo beligerante», tal como se entendió en algunos períodos de nuestra historia–. Por ello, aunque se trate del mismo fenómeno, para su concepto actual me inclino por el termino «aconfesionalidad», dejando para el concepto decimonónico –en cualquiera de sus variantes– el nombre de «laicidad».

Ya ha quedado dicho, en el tema anterior, que este principio se deduce binomio libertad-igualdad en un Estado social, por lo que, en puridad, no era preciso que la Constitución lo mencionase expresamente (máxime cuando resulta ser algo que el Estado «no es»: el Estado «no es» confesional). No obstante, al erigirse en la cortapisa más clara para el comportamiento –necesariamente cooperacionista– del Estado, en los debates constitucionales previos a la promulgación de nuestra Norma Suprema, se consideró apropiado incorporarlo en el art. 16.3 del texto.

a) La formulación del principio: aunque no me parezca especialmente inadecuado que se mencionase el principio expresamente en la Constitución, otro tema muy distinto es el modo en que se concretó: su formulación resulta, cuando menos, inapropiada; se dice, en el art. 16.3 CE que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», cuando lo que se debió decir es «el Estado no será confesional» o «el Estado será aconfesional», o algo de esa índole. Digo lo anterior porque me parece que carece de coherencia que la esencia de un precepto de la Constitución del Estado sea el «carácter» de las confesiones religiosas, y no el «carácter» del Estado que por medio de ella se está configurando.

Ello no obstante, la fórmula empleada ha sido celebrada por gran parte de la doctrina, argumentando que es afortunada por no recordar aquello de «España ha dejado de ser católica», o por no decir que «el Estado es laico», no hiriendo así la sensibilidad religiosa de la mayoría católica.

No les falta algo de razón a los que piensan de este modo, pues es muy lícito sopesar el texto y sus posibles repercusiones en los ciudadanos españoles (al tiempo de la redacción), dando preeminencia a la paz social por encima de los tecnicismos.

Pese a ello, y desde la perspectiva que nos dan los casi veinte años que han transcurrido desde que se promulgara la Constitución, no es posible juzgar como correcto algo que me parece un claro error de técnica jurídica, por mucho que comprenda que, sociológicamente, resultó lo más adecuado (aunque quizá sería mejor decir, lo más cómodo) en el momento histórico que se estaba viviendo. Que la fórmula sea original y que resuelva la «cuestión religiosa», es indudable, pero de ahí a decir que sea técnicamente correcta, hay una enorme diferencia.

Además, tal como ha quedado redactado el art. 16.3 CE, tampoco establece el tipo de sistema aconfesional que se adopta: es preciso poner el precepto en relación con nuestra especial «libertad cooperacionista», para deducir si estamos ante un sistema indiferente, beligerante o cooperador. Esta falta de determinación propia es, a mi entender, una más de las demostraciones de que el de aconfesionalidad, no es un principio informador con autonomía propia; si la tuviera, como mínimo, se tendría que poder autodefinir.

b) La definición del principio: para poderlo definir, el primer dato a tener en cuenta es que se tiene que partir, necesariamente, de la conexión que éste posee con los demás principios. La aconfesionalidad, que es un principio en esencia negativo, significará que el Estado nunca pueda:

  1. Ni concurrir con los ciudadanos en cuestiones de fe.

  2. Ni ser sujeto de libertad religiosa.

  3. Ni ser indiferente ante las creencias religiosas.

  4. Ni escoger determinada confesión como oficial (confesionalidad formal).

  5. Ni inspirar su legislación en determinados axiomas fideísticos (confesionalidad material).

  6. Ni reconocer a una religión como la verdadera (confesionalidad dogmática).

  7. Ni reconocer a una religión por ser la mayoritaria (confesionalidad sociológica).

Respecto de lo anterior, la doctrina lo ha resumido muy bien al decir que el Estado se excede cuando quiere ser algo más que «sólo Estado». Pero comentemos los extremos más significativos:

Para el Estado Español, ninguna opción es mejor ni peor que otra, ni siquiera la de la mayoría sociológica. No puede entrar a valorar, en ningún caso, los contenidos axiológicos religiosos, sean de una confesión establecida, sean de un mero grupo religioso, sean ateas, agnósticas o indiferentes.

Tampoco el Estado puede tener finalidades religiosas, porque los valores de la sociedad le son propios y seculares, con lo que, por definición, no pueden coincidir unos y otras (podrán coincidir las finalidades sociales que tenga determinada confesión, pero nunca las religiosas stricto sensu).

El Estado no puede optar por ninguna confesión, no sólo porque «el confesionalismo» es contrario a nuestra libertad religiosa, sino porque «el aconfesionalismo» es –además– un elemento definidor de nuestro sistema eclesiasticista (que no sea un principio informador «autónomo», no significa que no sea un principio dependiente de los demás, pero esencial, que lo es, por expresa voluntad del constituyente).

Lo que tiene que hacer el Estado es lograr que se pueda ejercer la libertad religiosa por parte de los individuos y de los grupos, en un clima social de paz y armonía, para que los que opten por determinadas creencias (afirmándolas, negándolas, cuestionándoselas o ignorándolas) no se vean discriminados por la sociedad. En este sentido, como dijo GONZÁLEZ DEL VALLE, el contenido del principio de aconfesionalidad es «un permitir que se haga y un no obligar a hacer»; es decir, que el Estado debe respetar que cada cual quiera y pueda cumplir con sus deberes religiosos, así como respetar que fuera posible incumplir cualquier «deber religioso» que viniera impuesto por los poderes públicos.

NAVARRO VALLS sintetiza la idea de aconfesionalidad diciendo que supone «el rechazo simultáneo del indiferentismo religioso y la teocracia; es decir, una versión actualizada en clave laica del dualismo cristiano», modulada a partir de una «regla básica de proporcionalidad».

c) Las consecuencias del principio de aconfesionalidad: la doctrina las ha ido estableciendo de forma más o menos constante, a partir del estudio inicial realizado por el Prof. VILADRICH; más adelante, SOUTO, que representa la postura de la que voy a partir, enumera tres de las consecuencias que se desprenden de este principio de aconfesionalidad: la valoración positiva del hecho religioso (cualquier postura religiosa es defendible por respeto a la dignidad de la persona; su actitud debe ser respetada y, en su caso, promocionada, tanto si es positiva como si es negativa), la protección del pluralismo religioso (como el Estado no puede defender ninguna opción, deberá defender el pluralismo como tal) y la aconfesionalidad del Estado en sí misma (el Estado no puede acoger, asumir o proteger una postura frente a las demás, ni siquiera si fuese la mayoritaria). Comentemos un poco cada una de las tres:

  1. Sobre la «valoración positiva del «hecho religioso»», considero que, más que valorarse positivamente el «hecho religioso» en sí, lo que subyace en la Constitución es una...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR