La crisis del welfare y sus repercusiones en la cultura política anglosajona

AutorIñaki Rivera Beiras
Páginas255-286

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1) El resquebrajamiento de la New Penology y la caída del mito de la rehabilitación

Un siglo después de las primeras experiencias reformadoras, la New Penology norteamericana tuvo un profundo resquebrajamiento que hubiese parecido imprevisible tiempo antes (Cullen/ Gilbert 1989: 91; Allen 1998; Garland, 2001: 53). Esta experiencia de reformas penales conocida con el nombre señalado desde la década del treinta, asociada al progresismo norteamericano y al discurso médico, y en sentido genérico, a lo que Garland (1987; 1991, 2001) llamó el penal welfare complex, al llegar a los setentas sufrió contundentes críticas que determinaron —si bien no su desaparición— un marcado desplazamiento del centro de las políticas penales posteriores, tanto en los EE.UU. como en el Reino Unido (Cullen y Gilbert 1989; Garland 1990; 2001; más reticente con respecto al R.U., Matthews 2002).

En verdad, si bien esta experiencia político-criminal puede definirse a partir de variados elementos que le dieron forma, su corazón fue el discurso y la práctica correccionalista; para muchos, el rasgo principal de la modernidad penal de gran parte de occidente (Foucault 1989; Garland 1985, 1990).

Es cierto que los principios que orientaban a la New Penology no permanecieron intactos desde las primeras formulaciones expuestas en el congreso de Cincinnati de 1870 (Brockway 1871, Platt 1988, Salvatore y Aguirre 1996, 7-8; Del Olmo 1989, 48-51. Así pues, al comenzar el siglo XX dejó atrás el lastre de progresismo filantrópico y las notas de protestantismo religioso que la había caracterizado. Asimismo, y a pesar de haber nacido de la mano del discurso experto, se hizo más experta, pues pretendió

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legitimar el tratamiento y castigo de los «delincuentes» de mane-ra exclusivamente científica. También debe recordarse que, a partir de las experiencias afines con cierto positivismo criminológico presentes en el régimen nazi, abandonó o acalló algunas de las propuestas científicas más «duras» ligada al discurso eugenésico y la incapacitación en pos del ideal rehabilitador.

Sin embargo, no puede subestimarse la trascendencia de una experiencia que se mantuvo firme desde los tiempos de la segunda revolución industrial hasta después del primer viaje a la luna, y que ha marcado hasta el presente la cultura penal en la que se vive en aquellos países.

Lo cierto es que en muy poco tiempo se afirmó una nueva ortodoxia que estableció que los objetivos rehabilitadores eran insustentables y que los programas de rehabilitación estaban desacreditados o al menos eran de dudosa confianza. Como consecuencia de ello, la búsqueda de penas reformadoras se vio desplazada a una posición marginal en el sistema de justicia criminal (Morris 1974; Allen 1998: 18; Garland 2001: 8).

Distintos factores llevaron a este descrédito, en momentos en los cuales el en telón de fondo en el ámbito global era un mundo polarizado en dos ejes de poder, y particularmente, la guerra de Vietnam y las virulentas protestas contra aquella, y en el ámbito doméstico, una desgarradora lucha por los derechos civiles (especialmente, pero no únicamente) de la población afro-norte-americana (Giammanco 1970; Jones 2001: 435, 525).

En este marco, durante los años setentas se consolidó una crisis de la criminología dominante, una redefinición de los valores del liberalismo progresista y una crisis del Estado de Bien-estar (Welfare State) que llevó a reevaluar críticamente la inversión de los recursos en el campo penal (ver Rivera 2004).

Con relación a la crisis en la criminología, nuevas expresiones académicas de la criminología sociológica y la sociología de la desviación se impregnaron de una mirada que tomó distancia de las teorías causales, positivistas, que consideraban al delito un producto de la privación biológica o social y de la patología. Tanto las teorías del labbelling como las expresiones de cuño marxista, reinterpretaron la conducta delictiva como un comportamiento racional, una forma expresiva e incluso reivindicativa de una posición política; una conducta catalogada como desviada por el efecto de las relaciones de poder (Garland 2001: 57; Taylor et al. 1997: 187; Taylor 2000; Bergalli 1983: 183; Sumner 1997: 9). Incluso más. Trabajos como los de David Matza, Howard Becker y Edwing Lemert se detuvieron particularmente en el estudio de los llamados «delitos sin víctimas» para resaltarlos como construcciones

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sociales, instadas por procesos de control. Esta es la visión a la que algunos autores identifican cuando señalan que dichas corrientes adoptaron una mirada que tornó en simpatía, o especial aprecio, la actitud intelectual frente a los desviados y los delincuentes (Melossi 2000: 306; Garland 2001: 66).

A diferencia de los que pueda haberse experimentado en otros lugares los ataques al correccionalismo desbordaron los círculos académicos y políticos trascendiendo a otros espacios de la cultura norteamericana, y en menor medida, de la británica. Filmes como A Clockwork Orange (La Naranja Mecánica) y One Flew Over the Cucos Nest (Alguien voló sobre el nido del Cuco / Atrapado sin salida, según el país hispano), son usualmente citados como reflejo de esta tendencia en la cinematografía (Cullen y Gilbert 1989: 121-122; Garland 2001: 57).1En el ámbito académico la bibliografía especializada en el tema suele describir dos frentes antagónicos que coinciden en su ataque al paradigma rehabilitador (Friedman 1993: 306; Cavadino y Dignan 1997: 51; Cohen 1988: 355). Por un lado los cuestionamientos que ligaron el supuesto aumento del índice delictivo de entonces con el fracaso preventivo de la reforma individual, la benevolencia injustificada con el delincuente y la discreción judicial y administrativa de las penas, necesaria para conseguirlo. Este flanco —que se identifica con el pensamiento penal conservador del que hablaremos— promovió desplazar la preocupación por el condenado a las víctimas, y reclamó penas mayores y de cumplimiento certero.

Por otro lado, convergió en esta crítica una línea de tinte liberal/radical que en el marco histórico comentado deploró el funcionamiento de la prisión —llegando a proponer su abolición en algunos casos, como el de los escritores y activistas John Bartlow Martin o Jessica Mitford— y las nefastas consecuencias que aquella había demostrado desde las primeras reformas penitenciarias. En igual modo cuestionó que tras la noción de tratamiento se escondía en verdad violencia y arbitrariedad, además de un apabullante avance del Estado norteamericano en el control de las personas (Bell 1975; Cullen y Gilbert 1989: 110; Morris 1985: 23).

De esta manera, muchos de estos escritos cuestionaron el poder coercitivo del Estado para suprimir las protestas e iluminaron las profundas disparidades del sistema de justicia, cues-

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tionando la legitimidad de la autoridad estatal y su sistema de movilidad de clases como una afirmación ideológica. Se expusieron en él los efectos del racismo, sexismo y desigualdad social que socavaban los ideales democráticos que los Estados Unidos elevaban como dogma y estímulo para la acción en otros países (Garland 2001: 55-60).

Entre las expresiones más significativas y reconocidas de esta corriente se destacaron dos relevantes informes no gubernamen-tales que convocaron en sus filas a prestigiosos teóricos, de los que hablaremos más adelante al estudiar el Justice Model.

En verdad, tanto la crítica liberal o más radical como la conservadora encontraron un poderoso respaldo en estudios empíricos que pretendieron demostrar cuantitativamente la historia fatídica del ideal reformador. La expresión más ilustrativa y perenne de estos estudios fue el famoso informe publicado por Robert Martinson, en 1974.

En esa fecha, Martinson dio a conocer en la revista The Public Interest, «What Works? — Questions and Answers About Prison Reform», un artículo que rápidamente capturó el interés de los especialistas en materia penal y cuya cita se perpetúa hasta nuestro momento en la literatura especializada y los discursos oficiales. En verdad, este trabajo conformaba parte de una investigación más extensa impulsada en 1966 por el New York State Governor’s Special Comitee, que involucraba a otros dos autores, y que en 1975 daría a luz en la forma de libro.2La obra presentaba y analizaba los resultados sobre reiteración delictiva de 231 evaluaciones de programas de tratamiento rehabilitador especialmente seleccionados, que habían sido conducidos por diferentes investigadores entre los años 1945 y 1967, momento de apogeo del ideal rehabilitador. El factor determinante de su interés se expresaba en sus demoledoras conclusiones: «Con pocas y aisladas excepciones, los esfuerzos rehabilitadores que han sido reportados hasta aquí, no han tenido efecto apreciable en la reiteración delictiva» (Martinson 1974: 25; Cullen y Gilbert 1989: 111).

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Conteste con estas expresiones, al final del artículo se esbozaba una pregunta retórica cuya respuesta fue difundida como disparador de la crítica correccionalista, ejerciendo enorme influencia en el pensamiento profesional y popular norteamericano y británico, hasta nuestros días. Martinson cerraba su texto preguntándose: «¿Nada funciona?» («Does nothing works?»).

2) Los cambios políticos operados en Gran Bretaña y...

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