Walter Benjamin, ¿recuerdan?

AutorPilar Carrera Álvarez
Páginas163-172

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Poderosa es, en los tiempos que corren, la tendencia a convertir a Walter Benjamin en un «intemporal», en el estagirita de una Modernidad que ha entrado en el bestiario de los nombres-sirena como el vejestorio de un pasado reciente, «Eva octogenaria» encorsetada en un sinnúmero de principios morales y un proyecto frustrado («el proyecto de la Modernidad»). En los orígenes de dicha tendencia se encuentra, sin duda, una extrapolación precipitada a partir de un rasgo característico de la escritura de Benjamin: la evacuación sistemática del «contexto» histórico en sus textos. Él, que vivió en «tiempos oscuros» (Alemania, años treinta), metódicamente expurgó de sus escritos los vestigios contextuales, las huellas de la actualidad. Son los suyos textos sobre textos y textos sin contexto, y si Benjamin, «el que escribe», con total premeditación así lo quiso, hemos de respetar ese gesto y observar con detenimiento su precisa mecánica.

Benjamin que no solía «equivocarse de abismo» -la expresión es de Bertolt Brecht-, no adoptó, con absoluta premeditación, el discurso de las cimas; no se entregó al estudio de cuestiones existenciales últimas, acerca del «sentido de la existencia», de las esencias, de lo trascendental. En este sentido, si filósofo fue y metafísico, marcó un rumbo nuevo. Hizo habitar su escritura en las «tierras bajas» walserianas, instaló en la calle a la filosofía, y no sólo metafóricamente, sino literalmente. Presencias no marginales en su obra son las calles de París, Berlín, Marsella, Moscú..., los espacios para ese alter ego del filósofo al que se refería en francés baudelairiano -flâneur, presencia omnímoda-, al que obligó a cortejar el ornamento, lo no esencial, a refrescarse en las aguas poco profundas de lo inaparente. Nada de paisajes, de «especulaciones autónomas sobre el mundo», de vistas panorámicas, ni ilusión de profundidad, sino recalcitrante plano-detalle. Con mano firme reorientó el ojo de la cámara, y decidió no enfocar el «original», la pulcra morada de lo «auténtico» -ambos bajo el signo de lo orgánico, de la totalidad, de lo aurático, de lo irracional, del culto- para entregarse a la copia, al fragmento. Honró la memoria no de una totalidad hecha añicos, sino de los pedazos que preceden a toda totalidad y no escatimó homenajes a la «hierba separadamente escrita» (bien distinta de los hirientes «fragmentos de modernidad»).

En Benjamin, el fragmento no es el resultado de la eclosión de la obra, de la devastación de esa totalidad mítica que ha aureolado con sus aires apocalípticos el discurso

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de autonominados «posmodernos», sino aquello que está antes del libro, lo diverso al orgánico y «pretencioso gesto universal del libro». Las ruinas (las ruinas de relato) están en el origen. Cuán relevante es el orden de los factores en el binomio fragmento / totalidad, queda de manifiesto en el hecho de que, dependiendo del orden, la respuesta puede ser un réquiem o un himno.

Describía Rousseau en estos términos la «creación» literaria, las ruinas primigenias: «Arrojo mis pensamientos dispersos y sin continuidad sobre retazos de papel. A continuación lo coso todo, mal que bien, y es así como hago un libro. Juzguen qué libro».1Sin embargo, parecen ser más los defensores del orden que situaría antes la totalidad y después el fragmento. Es decir, aquellos que optan por la nostalgia de las esencias, del todo dinamitado, sin ni siquiera tomar en consideración el hecho de que en el origen pudiera estar el fragmento.

En la decisión de axiomatizar uno de los ordenamientos posibles de esos fragmentos, una de las sucesiones posibles, que se dará a conocer a posteriori como totalidad, se originan los innumerables réquiems (culturales, morales, políticos, históricos...) que continuamente oímos entonar: por el «original», por la autenticidad perdida, por las esencias, por el hand made, por la Modernidad, por el «directo»...; se origina toda la mística de las «pequeñas cosas» convertidas en ídolos cultuales, toda la exacerbación del rito llevado al corazón mismo de lo cotidiano, al plato y al tenedor liberados del barroquismo hortera que nos vio nacer en nombre de la simplicidad estática y del «placer estético»; hunde sus raíces la mascarada exótica revaluadora, en su versión «de diseño». Pero este éxito de la industria cultural «zen» sólo puede explicarse en una cultura que no ha podido liberarse del fantasma del aura y de la nostalgia del acogedor regazo sistémico y juega a simular que los dioses lares son dioses olímpicos.

Asistimos, en este como en otros ámbitos de nuestra existencia entrambos siglos, a la «auratización» de la copia, a la transcendentalización de la producción cultural y a toda una «míxtica»2del one to one y de lo «no mediado», quizá la más sofisticada y eficaz metamorfosis del espíritu del capitalismo. Tendencia que podemos constatar también en la dinámica citacional aplicada a los textos de Benjamin: recuperación aurática de sus fragmentos convertidos en puertas de la percepción.

Benjamin citaba y se citaba sin mesura, para épater, con sus maneras de Cagliostro, a ese burgués en el sentir, defensor de una concepción aurática, contemplativa, transportada de la mercancía cultural; defensa a ultranza sostenida por una fe infinita, tanto más infinita cuanto la «auratización» de la copia supone el estadio más avanzado de la sutil ideología (la ideología, a menudo travestida de espiritualismo de baja estofa).

G. Simmel, genial observador y sistematizador de la humana empiria, lo dejó por escrito: «Mucho más ampliamente de lo que suele pensarse descansa nuestra existencia moderna sobre la creencia en la honradez de los demás, desde la economía que es cada vez más economía de crédito hasta el cultivo de la ciencia en la cual los investigadores, en su mayoría, tienen que aplicar resultados hallados por otros y que ellos no pueden comprobar».3No es, no nos llevemos a engaño, la tan lamentada ultrarracionalidad (la «barbarie» materialista) la que tantas presuntas sequías espirituales provoca, tal y como pretenden algunas caudalosas plañideras del intelecto, sino esa fe voraz que nos consume, en cuyo espejismo todos los charcos devienen océanos de insondable profundidad, crestas auráticas.

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Intemporal

, decíamos, trasfondo tácito o implícito de numerosas interpretaciones, y «visionario» también, suele aducirse, retratando a Benjamin como alguien que vio «más allá», que se «adelantó a los tiempos», una especie de gurú que practicaría una escritura oracular, que hay que manejar como un salmo o como un conjuro: tener fe en ella, en suma, se nos pide, tácitamente. A fuerza de blandir sobre sus escritos el diagnóstico, al parecer contrastado, de padecer el «síndrome de Julio Verne», se alcanzan extra-ñas conclusiones: sería el mensaje anticipador del futuro que nos legó en su obra, la alta definición de su bola de cristal, lo que haría valiosa su escritura. Pura astrología.

Lo que resulta curioso es que, carambolas de la interpretación textual, hayamos convertido a Benjamin, maestro de lo datado y para quien toda «iluminación» era «profana, en la reencarnación de la Sibila y en metamorfosis del Profeta.

Pero es preciso que nos detengamos y recuperemos la sangre fría y afirmemos, con la grácil radicalidad de la cordura, que Benjamin era, antes que cualquier otra cosa, un escritor, de escritura compleja, tiránica y seductora, de mansedumbre felina. Tener que recordarlo, esta evidencia, acaso sea marca epocal.

Encontramos, asimismo, en la literatura al uso sobre Benjamin, el tópico del autor que podría estar eternamente de moda -paradoja entre paradojas-: de moda perenne. A él, al alegórico que creía en la «forma figurativa exacta», porque sabía que sólo del límite, del contorno de una forma doméstica e indómita, emerge lo nuevo, nos lo encontramos convertido en símbolo, en inagotable manantial de evocación, en cornucopia de sugerencia.

Citado sin fin y por tanto descontextualizado sin fin, ha hecho y hace Benjamin su recorrido a través del palimpsesto de la cultura occidental bajo forma calidoscópica, aloján-dose jirones de su escritura, el mismo jirón si acaso, en propuestas antitéticas. Sus textos se han convertido, minuciosamente dosificados, en salvoconductos. Pero no ha lugar para la actitud catastrofista ante esta proliferación citacional, ante este ditirambo del descontexto. Y bien es cierto que en su obra iba implícito este aprovechamiento, esta modalidad de convocación, citacional, periférica, de reminiscencias teologales, hasta hipnótica.

Encontramos sus fragmentos una y otra vez reproducidos en la época de la reproductibilidad técnica, un desenfrenado reciclaje de sus líneas más ambiguas, más sugerentes, más (permítasenos) «publicitarias». Fue, y no es el menor de sus méritos, un estiloso provocador, un Cagliostro de la Modernidad.

Igual que no podemos olvidar la ausencia en sus escritos del tan habitual psicologismo de salón...

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