La vivencia constitucional de 1812: paradigma ético y jurídico de libertad para épocas de crisis

AutorDr. Javier Pérez Duarte
CargoFacultad de Derecho y Centro de Ética Aplicada Universidad de Deusto
Páginas148-161

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1. Entre lo viejo y lo nuevo

“¡Qué importa un día! Está el ayer alerto al mañana, mañana al infinito, hombre de España; ni el pasado ha muerto, ni está el mañana -ni el ayer- escrito.”1Abrir la puerta de la historia en el tránsito del siglo XVIII al XIX obliga a elegir el camino del estudio histórico del momento o bien el que exige una labor esencialmente hermenéutica, sin olvidar que la interpretación está siempre presente en todo discurso. El presente trabajo elige el segundo camino desde el respeto al sentido histórico que intenta evitar el desenfoque que implica contemplar hechos pasados, sucedidos hace doscientos años, desde una observación a partir de acontecimientos actuales. Esta pretensión interpretativa obedece al doble propósito de recordar, por una parte, la Constitución de 1812 como hito que marcó el devenir constitucional español y su influencia en Europa e Hispanoamérica, con independencia de su limitada vigencia en el tiempo y, por otra parte, el estudio de su verdad filosófica y jurídica desde la perspectiva de cierta intemporalidad que implica la labor de la filosofía y, consecuentemente, valiosa como ejemplo para la situación de crisis actual.

El planteamiento de Gadamer puede ser oportuno al respecto, “quien quiere algo ha de saber qué aspecto presentará de la otra manera y, aún más, ha de saber cómo puede provenir de lo que ya es lo otro. Ambas cosas presuponen mucho saber y entendimiento concreto no sólo del presente en cuanto condición del futuro sino también de la historia en cuanto determinación concreta del presente”2. La hermenéutica supone respeto al conocimiento de lo que ya es lo otro, de lo que ya fue la Constitución de 1812 y su época para poder no sólo comprender la época presente, sino también la forma que puede adquirir, qué aspecto presentará de la otra manera. El estudio de un problema implica, al mismo tiempo, qué otra forma puede presentar.

Para Georg Simmel se puede llamar “vivencia” “a la respuesta de estratos mucho más amplios y fundamentales de nuestra existencia total ante la presencia de las cosas, nuestra cara de la relación entre un objeto y la totalidad o unidad de nuestro ser”. La cuestión esencial consiste en que “en la ‘vivencia’, la vida, el más intransitivo de los conceptos, es colocada en una conexión funcional inmediata con la objetividad, a saber, de un modo exclusivo, en que se funden en una unidad la actividad y la pasividad del sujeto, indiferentes a su mutua exclusión lógica”. Con la vivencia se inicia el conocimiento, se podría decir que la comprensión. El objeto, recogido y “manipulado por la vida, se desprende de su condicionalidad vital y, como algo conocido, se trueca en una imagen independiente en una esfera objetivamente ideal”.

Simmel advierte sobre el sentido de la historia, “no podemos hablar de historia mientras la forma dinámica que llamamos vida no haya creado un vínculo entre elemento y elemento, que, por cierto, lingüística y lógicamente sólo podemos expresar como una relación entre contenidos, pero que pensamos en otro sentido como una relación interior activa, que extiende hacia ambos lados los límites del fenómeno aislado”. La afirmación de Hegel de que sólo el espíritu tiene historia debe ser completada “añadiendo que sólo el espíritu viviente tiene historia”. Lo comprensible del pasado será auténtica historia “en la forma de la vida o teniendo en cuenta que son vivencias”. Esta vida puede ser individual y concreta, pero puede ser también la de un grupo social o puede consistir en la evolución de una ciencia, de un arte, de una técnica. En todos los casos se convertirán en producto

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histórico en la forma en que “los coloca el hecho de haber sido vividos”. La historia, en definitiva “es una forma que el espíritu imprime al acaecer y sus contenidos”.

La vivencia constitucional y parlamentaria de 1812 es un ejemplo del planteamiento de Simmel. La historia, al margen de lo puramente objetivo e indiferente a lo vivencial, “desprende los contenidos de la vida de su modo de entretejimiento y de su movilidad continua y los enlaza, bajo la dirección de conceptos y obedeciendo a las necesidades del conocimiento, en nuevas series particulares”. La historia da lugar a nuevas verdades. “De la ‘idea’ depende que lo real esté completo. Un semicírculo es una totalidad bajo la idea de un semicírculo”. La realidad de las Cortes de Cádiz y sus consecuencias son una realidad que “de la índole de nuestra formación de ideas dependerá” que “se subordinen sin dificultad bajo ideas de de unidad y, en consecuencia, su totalidad aparece como relación inmanente de sus partes”3.

El período del final del siglo XVIII y el comienzo del XIX está marcado por el comienzo de lo que se ha denominado como la Era Contemporánea, la última fase de la modernidad, caracterizado por el inicio de un largo período revolucionario que se inicia con la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa y se prolongará hasta la Revolución Europea de 1848. Período de crisis en el más auténtico sentido de la palabra, de profundos cambios que afectan también a España, protagonista, por sus consecuencias, en Europa y en mayor medida en Hispanoamérica. El siglo XVIII había sido la centuria de las reformas, como dice Julián Marías, el siglo en el que España intentó ponerse en forma, esfuerzos inteligentes se aplican para mejorar la nación, el aprovechamiento de los recursos, la liquidación de las reliquias que ya no tenían vigencia. Se acepta la realidad y, a partir de ella, se intenta construir algo nuevo, “España se toma como empresa a sí misma”4.

La construcción de un Estado moderno era una labor ya muy avanzada cuando llegó al trono Carlos III, monarca que representa la revitalización de la España del XVIII. El país cobró un nuevo pulso, adquirió sentido un horizonte de proyecto histórico que había languidecido en la segunda mitad del XVII. Antonio Domínguez Ortiz es contundente cuando afirma que “no fue la Revolución francesa la causa de la llamarada revolucionaria que cambió la faz del mundo occidental sino la manifestación más ostentosa de una corriente universal de ideas que ya estaba en marcha”. El Antiguo Régimen en España desaparecía de puro viejo, la Inquisición en profunda crisis, los menestrales ya no creían en los gremios, los mayorazgos deseaban vender las tierras vinculadas, los militares mostraban interés por el poder político y todos tener más libertad. Se introdujeron tímidas reformas democráticas como la elección de representantes municipales, aunque el absolutismo centralista fue excesivo. No obstante, las relaciones con los reinos de la antigua Corona de Aragón se normalizaron y, aunque no se les devolvió sus fueros, desaparecieron los rencores y resurgió la confianza. “Si Felipe V había hecho la unidad material de España su hijo realizó la unidad espiritual, sentimental”, este matiz es importante puesto que “la fuerza de esa unidad se advirtió al surgir los acontecimientos de 1808”.

Las nuevas ideas sólo podían imponerse si contaban con el apoyo de corrientes subterráneas, la mera imposición desde el poder era insuficiente. “El papel de los gobernantes ilustrados no era contrariar ni obstruir sino canalizar, y el caso español no fue distinto”. Se suavizaron tensiones sociales mediante una política de reformas, hubo beneficios legales a favor de los marginados, que reflejaban tendencias ya vigentes en la sociedad española. Por el contrario, antiguas instituciones, como la Mesta, los gremios o la Inquisición, ya envejecidas, perdían vigencia, vitalidad, no encontraban sentido en una sociedad abocada a importantes cambios. La política exterior adquirió una gran expansión y la América española continuó como el gozne en torno al que giraba esta política. La Paz de

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Versalles de 1783 simboliza el punto de máxima expansión, aunque no se supo hacer frente al creciente descontento que surgía en la sociedad americana, ni prever sus consecuencias5.

Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 que de ellas surge representan el acto final y acelerado de un largo proceso que se había iniciado en el siglo XVII y se prolongó a lo largo del XVIII, estudiado por el mismo Jovellanos, testigo y protagonista de esta realidad. Su “Informe sobre la ley Agraria” redactado en 1794 es un ejemplo, el Gobierno lo acogió con indiferencia, tuvo una repercusión meramente doctrinal. Sin embargo, unas palabras del ilustrado asturiano en 1796 son esclarecedoras por el significado que su autor daba a la extensión social de las ideas reformadoras a través del tiempo, al margen de sobresaltos revolucionarios: “Corre la Ley agraria con gran fortuna y espero lograr completamente mi deseo, reducido a que se leyese en todas partes, y por ese medio pasasen sus principios a formar opinión pública, único arbitrio para esperar algún día su establecimiento, puesto que no cabe en las ideas actuales de nuestros golillas”6. No obstante, a partir de 1810 adquiere especial relevancia.

No es de extrañar que cuando la Junta Central refugiada en Cádiz difundió la consulta al país entre personas que fuesen representativas de la sociedad española, la respuesta mayoritaria consistió en la necesidad de una Constitución. En España había en 1810 una opinión pública ya formada, aunque minoritaria. A pesar del proceso revolucionario que representaron las Cortes de Cádiz, en situación tan crítica como fue la guerra de Independencia, sin embargo, se aprecia en el texto constitucional un deseo de mantener un carácter de continuidad que pretendía reforzar la legitimidad de la Constitución, junto a la novedad que representaba la idea de la soberanía nacional.

Pilar García Trobat...

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