Vírgenes y mártires. Dos escenarios premodernos

AutorRocío Orsi Portalo
Páginas15 - 37

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Forma parte de la costumbre –y es incluso un tópico ya muy manido– sostener que las mujeres han permanecido durante siglos recluidas en el espacio privado, o en un recinto esencialmente doméstico, y alejadas de lo que solemos nombrar como la esfera pública; y también se suele decir que solo de una forma paulatina y en absoluto lineal han ido ya no introduciéndose en ese espacio público que tradicionalmente se les negaba, sino redefiniendo sus fronteras y cuestionando su mismísimo significado ontológico y social. En este libro se hace referencia a numerosas fases, tanto históricas como teóricas, de este complejo e inacabado proceso de redefinición de espacios y de ubicación de sus sujetos. Lo que aquí me propongo es ofrecer dos modelos que, si bien no son en absoluto exhaustivos, pretenden tener al menos cierto sentido arquetípico respecto de sendos universos de significado premodernos: el que sin ambigüedad podemos nombrar como la Grecia clásica y el que de forma muy vaga podemos denominar como cristianismo medieval. En ambos casos trataré de abordar la cuestión del género como un problema a la vez ontológico y normativo: es decir, en ambos casos mostraré cómo los intentos de establecer definida y naturalmente qué sean las mujeres tienden a encerrar su ser en una esencia que, pretendiéndose fáctica, está de facto normativamentePage 16construida y en cuyo seno se da una curiosa forma de ambivalencia sociológica moderna: la de una profecía que se cumple a sí misma o la de una profecía autoinmune. Por otra parte, los dos escenarios que presentaré mostrarán significados y acentos muy diferentes de esa reclusión femenina que desdibujarán, espero, la excesiva homogeneidad con que parece que se presenta la idea de su histórica exclusión de lo público. Pero pasemos ya a verlo de una forma más detenida.

De la misoginia a la ginofobia Vírgenes de armas tomar

La situación de las mujeres en la pólis ateniense estaba doblemente determinada por el silencio. En primer lugar, el silencio es su mejor adorno: para ser valoradas y queridas, las mujeres han de permanecer calladas. Pero no solo deben ser silenciosas sino también silenciadas: el mejor elogio para una mujer es que nadie hable de ella. Los ciudadanos valoran sus vidas cuando consiguen destacar en los combates verbales librados en la asamblea o el ágora, mientras que los héroes se inmolan por alcanzar una fama inmortal que recuerde sus hazañas en los combates bélicos, por estar en boca de los poetas y trascender así, en la palabra y la memoria pública, su mezquina naturaleza mortal. En su hablar cotidiano los varones libres constituyen un espacio público que es la atmósfera en que respiran. Encerradas en casa, las mujeres permanecen en un ámbito estrictamente privado, veladas a la mirada de quienes no son su familia. Despojadas de derechos políticos así como de voz y de educación para reclamarlos, las mujeres componen, junto con los esclavos y los metecos, uno de los diferentes grupos de excluidos que posibilitan y sostienen la vida en la democrática Atenas. Pero, a diferencia de lo que ocurre con esos otros grupos de excluidos, las mujeres son siempre (por-Page 17que lo son por naturaleza) sujetos excluidos: esclavos y metecos son ciudadanos en sus lugares de origen, pero una mujer siempre es una mujer. Y a pesar de esta naturaleza –digamos– natural de su exclusión, y también a diferencia de cuanto ocurre con los otros excluidos, las mujeres gozan de la atención especial de poetas y comediógrafos. Es sin duda un enigma histórico y poético la simultánea omnipresencia de mujeres en un espacio público determinado, el de las representaciones dramáticas, y su pertinaz ausencia del espacio político propiamente dicho: su locuacidad en el mundo ficticio y su mudez en la vida real.

En primer lugar hay que evitar un posible malentendido: poner en escena no significa sin más dar voz a las mujeres. Las tragedias atenienses estaban escritas y representadas por hombres, y también estaban dirigidas a un público (al menos mayoritariamente, si no plenamente) masculino. De hecho, y como se verá inmediatamente, el protagonismo de que gozan las mujeres en las tragedias no solo reproduce sino que también contribuye a configurar arquetipos femeninos puestos al servicio de la escenificación de preocupaciones e inquietudes específicamente masculinas o que, cuando menos, dependen teóricamente de una nítida distinción entre géneros. El contenido de las tragedias a veces justificará y reforzará los prejuicios y convenciones del público ateniense, y otras veces los cuestionará o incluso los invertirá radicalmente. Sea como fuere, las inquietudes que se ponen en escena son las de los varones de la pólis y, sobre todo, dependen de, a la vez que crean, una distinción esencial entre lo masculino y lo femenino. Precisamente, en ciertas obras donde las mujeres desempeñan un papel protagonista lo que está en juego es una preocupación identitaria o definitoria: en esas tragedias, la imposibilidad de demarcar nítidamente espacios específicos de hombres y de mujeres trae consigo una imposibilidad equivalente de delimi-Page 18tar los ámbitos de actuación específicos de unos y otros y, por ende, sus identidades respectivas. En la tragedia ateniense, ciertas voces femeninas expresan un miedo a la mezcla1 de espacios y de identidades, y por tanto de esencias, una mezcla que no podrá sino conducir a la disolución de las instituciones políticas y a la anarquía. Ese miedo a la mezcla se concretará en una especie de ginofobia que, a diferencia de la proverbial misoginia griega (expresada especialmente en los ideales de autoctonía o de reproducción sin intervención de mujeres que estudiara Nicole Loraux2), no consiste tanto en un desprecio de los talento que la tradición atribuye a las féminas cuanto en un respeto temeroso de los mismos y, sobre todo, en una definición cautelar de cierta alteridad. El conflicto que teatraliza Sófocles en Antígona deriva de una incompatibilidad inherente a su propia condición femenina y que pone de manifiesto las anomalías a que desemboca una definición normativamente cargada de su feminidad. Para mostrar claramente la indefinición que subyace a lo que no es sino un conflicto identitario, éste se plasmará en la imposibilidad de resolver el conflicto (a la vez público y privado) entre Creonte y Antígona en el interior del oîkos. La forma misma de la representación del conflicto, el escenario teatral, otorga protagonismo al espacio en tanto locus de configuración de un conflicto político, es decir: un conflicto que pertenece a la pólis en su doble acepción de lugar habitado por igual por ciudadanos y no ciudadanos y de espacio conceptual e institucional constituido en la tensión entre los que participan en él y los que no. Así, la exclusión de las mujeres es una especie de profecía que se cumple a sí misma:Page 19su naturaleza política anómala es a la vez una causa y una consecuencia de su definición sustancial como mujeres, sujetos impolíticos y por tanto subvertidotes del cósmos social.

El primer ejemplo que traeré a colación está extraído de una de las tragedias más conocidas de Sófocles: Antígona. La obra presenta a una heroína que desobedece, atendiendo a más elevados principios (las célebres leyes no escritas de los dioses), el edicto de Creonte relativo al enterramiento de su hermano, el traidor Polinices. La desobediencia de la joven tiene varios aspectos: en primer lugar, es un acto de rebeldía en el seno de la familia, pues no en vano Creonte es el único superviviente masculino de su familia y es, por tanto, responsable de la huérfana Antígona (es su kýrios); además, se trata de un acto de rebeldía política porque las disposiciones de Creonte tienen rango de ley (v.480); finalmente, su insolencia se redobla (hýbris...deutéra, v.481) desde el momento en que proclama abiertamente su culpa y desea someterse al castigo. En este comportamiento anómalo se dan mezclados tanto elementos que la tradición clásica considera típicamente femeninos como trasgresiones o inversiones claras de esos mismos clichés. La importancia que Antígona concede a los vínculos de sangre y su preocupación por cumplir los ritos funerarios que demandan sus familiares son gestos que realzan su condición femenina virtuosa según los estándares contemporáneos. Pero este interés de Antígona por cumplir con las prerrogativas específicas de su género no resulta inocente sino que, por su carácter anómalo, representa un peligro político. En primer lugar, como se desprende de su enfrentamiento con su hermana Ismene, su defensa de los valores familiares es peligrosa por ser excesiva: Antígona no acepta otra relación de philía que una adhesión absoluta a la lealtad familiar, una adhesión que puede ser llevada, como en su caso, hasta el propio sacrificio. Si el tirano Creonte sostendrá que el buen ciudada-Page 20no pondrá el interés de la ciudad por encima del interés propio (v.183-4), una buena hermana pondrá la lealtad fraternal por encima de su propia vida y también por encima de los preceptos de la pólis. Además, esa adhesión debe ser permanente: el vínculo de sangre no se destruye por una traición política, que es la acusación que recae sobre Polinicies, sino por rehusar cumplir las obligaciones fraternales, que es la traición de Ismene. Tampoco el edicto de Creonte, de origen político, puede cancelar el vínculo entre los hermanos. Lo curioso es pues que Antígona encuentra un motivo de rebeldía política en un estricto cumplimiento de sus funciones domésticas y familiares. Digamos que la manera en que Antígona cumple sus prerrogativas femeninas reproduce dicho paradigma, pero al hacerlo también muestra su potencial destructivo y lo sitúa, pues, en el corazón de la anomalía3.

Y pese a este exceso de celo, quien encarnaría el ideal femenino de la pólis no es Antígona sino, curiosamente, Ismene...

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