Violencia social y ritualización de la muerte y del duelo en Colombia

AutorAnne-Marie Losonczy
Páginas135-146

Traducción autorizada, realizada por la antropóloga Cecilia Luca Escobar V., profesora de la Escuela de Ciencias Sociales, Universidad Tecnológica de Pereira.

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I

En la vida cotidiana del campo y de ciertas ciudades colombianas, la violencia constituye una experiencia tangible, desde la restricción de las posibilidades de tránsito y de circulación hasta los desplazamientos y éxodos forzados, de los rumores a las historias familiares de desaparecidos y muertes violentas. La multiplicación y diseminación de actores armados con objetivos formulados cada vez menos verbalmente, la desaparición de límites claros entre delincuencia común e insurrección ideológica, la fragmentación creciente de poderes armados con alianzas cambiantes, la deslegitimación de un Estado débil con medios institucionales no violentos de resolución de conflictos, son factores que progresivamente han transformado un estado sociopolítico de violencia armada militante, recurrente, pero selectiva y sectorial, con actores identificados y etiquetados, en un estado de terror que confunde toda referencia identitaria, territorial y étnica y termina por imponer a la sociedad la muerte precoz y violenta, para sí mismo y para el otro, como horizonte común de la existencia y entramado privilegiado de interpretación para descifrar y dar sentido a los acontecimientos y personas de la vida social.

La particularidad de la violencia multiforme colombiana, respecto a otras situaciones actuales de terror, como Argelia y Afganistán, reside desde hace una década en la ausencia de discursos, de espacio y de actores violentos que ponen en curso mecanismos de transnacionalización y globalización del conflicto. En efecto, las prácticas violentas de los diversos actores no tocan las naciones limítrofes y lejanas, ni hace víctimas que pertenezcan a otros países. Así mismo son raros los discursos del terror que se legitiman referenciándose a lo religioso o a políticas transnacionales en la construcción de la identidad subversiva, como el islam, la ideología comunista y el antiamericanismo. Paralelamente, discursos y prácticas no construyen una imagen de un enemigo o un aliado más allá de las fronteras o del extranjero, ni inscriben el conflicto en un contexto de antagonismo supralocal, político o religioso. Esta ausencia de una dimensión globalizante que constituye una singularidad del estado de terror colombiano difunde un sentimiento de soledad colectivo, representado como el estigma de un particularismo excluyendo a los colombianos de un mundo extranacional.

Los estudios históricos y sociológicos recientes sobre este país proponen en múltiples ocasiones comprender las características de la experiencia social de la transforma

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ción de la violencia sectorial, selectiva, y enmarcada en un discurso legitimador y reivindicativo de actores identificados dentro del terror. Los mecanismos de esta transformación son la desterritorialización, la ubicuidad de los actores violentos, la difusión en redes móviles imposibles de identificar y de localizar, que extienden la representación de la vulnerabilidad de los territorios naturales y sociales, comprendidos en el interior de la familia y de la vecindad (Pécaut, 2000). El terror produce temporalidades contradictorias que hacen alternar la percepción de la violencia como una interrupción y como una rutina reiterativa a la vez. Ella -la violencia- alimenta la precariedad, y una movilidad con la forma de un tránsito permanente entre campo y ciudad.

Esta omnipresencia espacial e identitaria de los verdugos vuelve imposible su designación y por ende la emergencia de un sentido de su violencia. El discurso común (Ortiz, 1991) designa entonces al responsable como «la violencia», demiurgo impersonal, que desindividualiza tanto a los victimarios como a las víctimas. Tanto es así que la narración del conflicto, como trama de interpretación de los muertos, se vuelve imposible; ella es reemplazada por aquélla, discontinua, de ejecuciones y de masacres, rápidamente inscrita en una trama rutinaria sin principio ni fin, después en la circularidad del eterno retorno, el tiempo mítico inmemorial. Falto de un relato histórico sobre la violencia, de una narración colectiva unificada, pública y legitimada, que emane de una auto-ridad englobante como el Estado o los partidos políticos, el terror no se cristaliza en historia: él irriga una confluencia de memorias individuales y grupales que evocan un calidoscopio.

En la actualidad otros trabajos se centran en el análisis de cómo se ritualizan los cadáveres por parte de los asesinos (Uribe, 1990), procedimientos con una remarcable constancia después de la guerra civil entre partidos en los años cincuenta y que atañen hoy en día a todos los grupos violentos presentes. Estos métodos, al parecer, buscan poner en escena la destrucción de la unicidad y de la humanidad de los cuerpos más allá de la muerte misma, como si la voluntad fuera la de despojar a los muertos de su estatus y su categoría de cadáver. Las mutilaciones, los desmembramientos, los desgarramientos y los descuartizamientos, los desollamientos, la retirada de órganos, el espaciamiento de las partes del cuerpo; son interpretados como dispositivos de animalización de las víctimas, sin embargo la emergencia y el refuerzo de prácticas complementarias diferentes al terror nos conducen a leer esta ritualización de la destrucción en otro registro. En efecto, si después de los años cincuenta ríos y afluentes, montañas y bosques sirvieron muchas veces de vertederos de cadáveres, hoy el entierro de éstos constituye un acto que designa muchas veces a su actor como próxima víctima en diversas regiones del país. En consecuencia, esta amenaza suplementaria sirve tanto para retroalimentar el terror como para producir muertos deslocalizados, fragmentados y dispersos. Ella enuncia a su vez una interdicción de la territorialización y la asignación identitaria ritualizada, aquellas del entierro y de la sepultura, anclaje tradicional del trabajo de duelo y de la espacialización de la memoria genealógica de los grupos.

Estas prácticas hablan de los procesos sociales que conciernen al duelo y vuelven la vivencia igual de fragmentaria, difusa, sin fin y despersonalizada que la violencia misma. Las condiciones históricas y políticas de la violencia, la ritualización de los actos homicidas y las representaciones sociales del conflicto en las cuales está cimentada, han suscitado diversos análisis que buscan visualizar los contextos locales y regionales donde se insertan estas experiencias (por ejemplo, Ortiz, 1991; Pécaut, 2000; Uribe, 1990). Por otra parte, estudios recientes (Peláez, 1994; Villa, 1993; Losonczy, 1998) dan cuenta de la aparición popular intensa y continua de prácticas en los cementerios urbanos colombianos alrededor de muertos que han sido santificados después de 40 años. De esta lectura surgen preguntas sobre los actos rituales espontáneos, como experiencias

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ritualizantes del terror y del duelo, e hipótesis sobre cómo esto favorece una memoria colectiva de la violencia.

De la muerte a la santidad: el milagro de ser nombrado

Estos rituales se cumplen periódicamente, teniendo como referente inicial los lunes, considerados como el día de las ánimas, y el 2 de noviembre como el día de los difuntos, actos realizados por laicos, sin una real institucionalización, ni la presencia de oficiantes especializados. Esta práctica cultural esta centrada en la transformación ritual de ciertas categorías de muertos recientes, fuera de la familia, anónimos o célebres; en figuras que recurren a la santificación (Losonczy, 1998). La extensión de estos cultos a la inmensa mayoría de los cementerios urbanos del país y la multiplicación de la tipología de muertos santificados ha sido tal que la prensa y la televisión hacen visible el fenómeno el 2 de noviembre.

Estos muertos que acceden a la santidad provienen de diversas categorías. Las ofrendas, peticiones, oraciones y agradecimientos depositados a los pies de los muros de estos cementerios, de sus nichos vacíos, de sus galerías periféricas y sobre las fosas comunes se dirigen a una nebulosa de malemorts -«los malos muertos»-: cadáveres recogidos sin identificar, muertos no reclamados, muertos sin descendencia; que la violencia multiforme y permanente acrecienta sin cesar y reactiva permanentemente su presencia. Todos éstos se inscriben bajo el emblema del «ánima sola» (denominación anónima que proviene de las almas del purgatorio dentro del catolicismo oficial). Estos muertos son la figura misma de la disolución de la identidad, sin cuerpo, sin nombre individual, lo que quiere decir sin relato de vida que les dé anclaje dentro de una individualidad. A esta figura del olvido y del abandono que a veces pensamos susceptible de relacionar con un ser vivo por su necesidad de ofrenda y de oraciones para disminuir su penitencia, se atribuye el poder de intervenciones milagrosas a favor de aquellos que los honran y los solicitan. Así, la historia de la «milagrosa Salomé» cuenta cómo surge, a partir de este núcleo cultural y de su espacio dentro del cementerio central de Bogotá, que acoge desde hace ya 30 años el anonimato colectivo de muertos olvidados, un alma milagrosa. La presencia periódica de flores, cirios, y de agradecimientos escritos alrededor de una tumba anónima particular, además del testimonio de un hombre sobre los milagros de un ánima, atraen peregrinos cada vez más numerosos. Después de algunos años, aparece una mujer afirmando ser la hija de esta muerta, conocida como «La Milagrosa» y a la cual se le atribuye el nombre de Salomé, esta persona comienza a vender la foto de la difunta, luego el texto de «su» oración...

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