Violencia prepolítica y hostilidad organizada

AutorVincenzo Ruggiero
Páginas115-140

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Las interacciones sociales están constituidas de armonía y cooperación, pero también de animosidad y aversión; los sujetos orientan la propia acción conforme a las respuestas potenciales que pretenden de aquellos con los que interactúan. Como hace notar Weber (1947; 1968), la acción social es social en cuanto tiene en consideración el comportamiento de los otros y por ellos viene inevitablemente orientada; de este modo, las expectativas y las demandas recíprocas dibujan un marco vinculante en el cual los sujetos están llamados a interactuar. Una conducta conflictiva, a su vez, es una acción intencional tendente a la consecución de fines propios frente a las expectativas y las demandas de los otros.

Considerando la fuerza potencial de los conceptos elaborados por la teoría del conflicto, se está tentado de considerar que la violencia política, cuando es examinada desde esta perspectiva, no podría recibir un tratamiento más eficaz y sensible. Veremos, por el contrario, que cuando la teoría del conflicto ingresa en el dominio criminológico deja entrever una serie de dudas y ambigüedades.

Si surge un desacuerdo normativo sobre los fines y los medios a considerar legítimos, son posibles diversas soluciones. En la mayoría de los casos, una aclaración respetuosa de los valores y las normas respectivas puede conducir a la mutua comprensión; así, una vez que la aclaración se ha producido, las partes implicadas aceptan su respectiva identidad y reconocen a la identidad del otro el derecho de coexistir al lado de la propia. En otros casos, la conciencia de que las argumentaciones universa-

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les del otro no son más que un intento para imponerse en la interacción puede producir un deterioro de la relación y, en consecuencia, el desacuerdo puede transformarse en conflicto (Rex, 1981). En tales situaciones, son movilizados «valores últimos» radicalmente distintos, que se contraponen a los predominantes considerados ilegítimos en cuanto no provocan adhesión espontánea, sino sólo obediencia mecánica. En los casos extremos, finalmente, las partes están inmersas en culturas totalmente diferentes hasta el punto de que, siendo imposible todo contacto significativo y comunicativo entre ellas, dan lugar a formas de conflicto abierto.

El conflicto puede manifestarse como resistencia pasiva, a través de la cual una parte niega implícitamente que las demandas del otro estén dotadas de base normativa alguna. Otra estrategia consiste en retirarse de la interacción incluso si, al retirarse, una de las partes puede intentar reconstruir las formas y principios que gobernarán las interacciones futuras. Esto lleva consigo un proceso de negociación que podrá alterar gradualmente el equilibrio de poder entre las partes, «pero que, en los casos más radicales, quien intente producir una alteración pueda desplegar otros instrumentos de poder, incluida la violencia» (ibíd.: 18). Frente a una oposición radical, los grupos dominantes pueden recurrir a sanciones contra quien no reconoce su autoridad como legítima y de ello puede resultar un choque total que apunta a la destrucción recíproca o simplemente un ataque violento de uno a fin de que el otro deje de adoptar un comportamiento conflictivo.

La democracia diferida

A las sociedades contemporáneas se les presenta, sin embargo, otra posibilidad; por ejemplo, pueden transformar al enemigo político en un simple adversario y así transformar el antagonismo sin condiciones en lucha competitiva ([zwedge]i[zwedge]ek, 2004). Las democracias modernas, por ello, poseen la capacidad de traducir toda amenaza general contra el poder en una oportunidad de razón discursiva y, en consecuencia, de responder a quien rechaza tal relación con la exclusión o la incomunicación. La violencia política no autorizada expresa tal rechazo explícito. Aquellos que quieren ser aceptados en la esfera política deben adherirse a esta

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competición discursiva y suscribir el pacto simbólico que la regula; hay, de hecho, normas que gobiernan la competición, y quien no las respeta transforma todo disenso o desacuerdo en antagonismo inaceptable.

Según una célebre definición de soberanía democrática, los grupos dominantes en un sistema son aquellos que «tienen el derecho de suspender los derechos» o de suspender la ley (Schmitt, 1934) y que poseen también la prerrogativa de definir qué cosa constituye «violencia política». Frente al conflicto, las democracias tienden a suspenderse a sí mismas y a remitir la aplicación de sus principios al momento en el que desaparezca el conflicto (Derrida, 2003a). Pero estos momentos pueden hacerse esperar mucho tiempo, en cuanto la conversión del antagonismo en agonismo, del enemigo en adversario, no es nunca completa —habrá siempre grupos e individuos que no reconozcan las reglas de la negociación y de la concurrencia política y aspiren a crear otras nuevas.

Esto quiere decir que la clave de la lucha política no reside en la competición agonística dentro del campo de lo admisible, entre sujetos políticos que se reconocen mutuamente como adversarios legítimos, sino en la delimitación del campo mismo, es decir en la definición de la línea que separa al adversario legítimo del enemigo ilegítimo [[zwedge]i[zwedge]ek, 2004: 115].

El rechazo por parte de los grupos dominantes a desplazar la línea que separa adversarios legítimos de enemigos ilegítimos tendrá como resultado la exclusión política; brevemente, una vez establecidas las normas que regulan la competición por el poder, se hace necesario excluir a aquellos que no respetan tales normas, o sea, aquellos que no las consideran adecuadas para tutelar y sostener su participación competitiva. La acción política violenta, entonces, es normalmente adoptada por grupos que infringen las normas de la competición en cuanto advierten que la violencia es el único instrumento que hace posible una genuina participación competitiva. Por otro lado, una respuesta violenta a tales grupos puede conferir autenticidad a estos últimos y a sus iniciativas: «Cuando el enemigo resiste y se empeña en un conflicto violento, significa que efectivamente hemos tocado su fibra sensible» (ibíd.: 118).

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De todos modos, incluso cuando un «nervio sensible» es afectado, el conflicto violento no continúa necesariamente de modo indefinido, sino que puede detenerse en el momento en el que uno de los contendientes calcula excesivo el daño sufrido y decide aceptar someterse. Si el fin de la violencia es inducir la sumisión, entonces el asesinato es un instrumento idealmente adaptado a tal fin; las partes pueden cerrar el conflicto violento recurriendo a formas «últimas» de violencia. Pero la violencia misma puede también acabar cuando se establece un compromiso según el cual las partes implicadas modifican sus propios objetivos y las propias expectativas; en este caso, advirtiendo que la continuación del conflicto llevará a escasos resultados, las partes acuerdan nuevas reglas para interactuar entre ellas.

Sistemas de valores y grupos en conflicto

Cuando los criminólogos adoptan un esquema teórico de análisis de tipo conflictivo, elaboran conceptos tales como «grupos en conflicto» y «sistemas de valores contrastantes». Según esta opinión, los individuos encuentran orientación para su conducta en grupos sociales específicos y los grupos, a su vez, po-seen normas y valores precisos que diferencian las conductas apropiadas de las inapropiadas (Sellin, 1938). Los teóricos del conflicto en criminología, rechazan las definiciones absolutas o universales del delito, concentrándose en cambio sobre las normas y los valores discrepantes que están en la base de definiciones criminalistas igualmente discrepantes. La diversidad de los valores, se enfatiza, requiere que se abandone la búsqueda del consenso constante y de la estabilidad persistente y que se acepte una idea de sociedad formada por componentes sujetos al «cambio» o a la «coerción» (Dahrendorff, 1959). Según un «modelo coercitivo» de sociedad, el disenso prevalece siempre y esta circunstancia precisamente hace que cada componente social pueda contribuir al cambio; en otras palabras, estando caracterizada la sociedad por el dominio de unos sobre otros, la resistencia y el conflicto pueden constituir el motor constante del cambio, sin causar necesariamente disgregación. El conflicto puede incluso promover cooperación, establecer identidades de grupo y unificar las facciones sociales (Quinney, 1970), puede

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favorecer la creación de nuevos valores y estructuras organizativas que, a largo plazo, traen beneficio a todo componente social: el conflicto, a veces, posee una extraordinaria fuerza cohesiva.

Conviene recordar aquí la reflexión de Simmel ([1909] 1971:
70), en particular su análisis de la vida urbana, donde se subraya la importancia decisiva, precisamente, del conflicto. De manera que es ahí donde cabe distinguir, según Simmel, entre «mónadas» e individuos que interactúan constantemente en la «sociación»; el conflicto está entre las modalidades de interacción social más vivas, incluso porque no puede ser practicado como tal por un individuo en solitario. Hasta la aparente desintegración creada por ciertos actos, en su opinión, ayuda a resolver diver-gencias y dualismos y a constituir una cierta forma de unidad.

Como el universo, que para realizar cualquier forma tiene necesidad de «amor y odio», es decir, de fuerzas de atracción y de repulsión, así la sociedad, para asumir una determinada configuración, tiene necesidad de variaciones cuantitativas de armonía y discordia, asociación y competición, tendencias favorables y desfavorables [ibíd.: 72].

También aquellos «factores disociativos» inherentes al conflicto están destinados a prefigurar una síntesis. Las ciencias sociales, resalta...

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