Violencia de género y la hipótesis de la violencia anómica

AutorCarlos Thiebaut
Cargo del AutorUniversidad Carlos III de Madrid
Páginas135-157

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El segundo informe ejecutivo del Observatorio Estatal de Violencia sobre la Mujer (de mayo de 2009) del Gobierno de España recoge, como primero de sus datos, la cifra de 414 muertes por violencia de género entre los años 2003 y 2008, con una cifra media de unas 70 muertes por año1. El mismo informe recoge la sostenida importancia, atestiguada por los barómetros del CIS, de la percepción social española respecto a la violencia sobre la mujer, una percepción que se agudizó entre los años 2004 y 2005 durante el periodo preparatorio de la Ley Integral. La continuada atención mediática a cada acto de violencia de género que concluye en muerte sigue mostrando la incrementada relevancia pública de ese tipo especial de daños, una importancia que, no obstante, sigue expresándose con una marcada diferencialidad según sean hombres o mujeres los preguntados por ella. A pesar de esta inquietud y de la multitud de análisis y datos que se han venido recogiendo en la última década, el conjunto de las causas que concurren en la violencia de género sigue presentando múltiples interrogantes y no parecen hallarse factores suficientemente claros como para explicar un fenómeno que recorre todo el espectro social y atra-

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viesa los parámetros clásicos -de edad, de clase, de formas de pertenencia social- con el que la sociología cuantitativa intenta explicar los comportamientos y los conflictos. Esa complejidad o borrosidad causal entorpece el diseño y la implementación de aquellas medidas que pudieran ponerse en práctica para abordar un fenómeno que produce una extendida repugnancia y condena sociales. Estas páginas intentan indagar algunos elementos conceptuales que intervienen en la comprensión de la violencia de género -y, sospechamos, en la violencia misma- para cooperar con otros diagnósticos que sobre ella se están presentando. Se introducirá (1) una comprensión del género que acentúa el carácter interactivo, performativo y normativo del mismo en los procesos de constitución de la identidad de género, para sugerir, después, (2) una hipótesis sobre la anomia como posible generadora de violencia, y específicamente, sobre los rasgos que podrían caracterizar la anomia masculina y su relación con la violencia de género; eso nos permitirá indagar las formas en que esta respuesta anómica practica estereotipos patriarcales, pero paradójicamente sometiéndolos de nuevo a cuestionamiento y poniendo en el centro del problema de la violencia de género la imagen de una masculinidad en proceso de reconfiguración. Si la anomia masculina fuera un factor relevante y explicativo de la violencia de género, no sería inadecuado fijar la atención en aquellas formas de respuestas a ella, igualmente anómicas en relación al estereotipo patriarcal, con las que los varones reconstruyen sus identidades.

Conviene, no obstante, introducir una primera nota de cautela para prevenir posibles malentendidos y para ubicar el sentido de las hipótesis que aquí se sugerirán. Pudiera, en efecto, resultar escandaloso o incomprensible que en el análisis de una experiencia de daño se sugiera que es conveniente centrar la atención en el perpetrador, y no en la víctima, de ese daño. (Como si, por ejemplo, para comprender la tortura sugiriéramos que son los motivos del torturador lo que debe inquietarnos y no, como es el caso, el daño causado a la víctima.) Incluso se ha sugerido que algunos sesgos de las nuevas

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teorías sobre la masculinidad tienden a presentar a los varones como víctimas, olvidando los factores reales de dominación y sometimiento que, en sus prácticas, ellos efectúan2. Ciertamente, la atención en la víctima femenina -en su dolor y en sus demandas- es el punto normativo central para articular cualquier política de cuidado, de reparación -cuando todavía es posible-, de condena del perpetrador, etc3. Es esa atención social en las víctimas la que enmarca las políticas sociales de reparación y de prevención; pero para que esas políticas sean posibles y eficaces puede ser necesario en algunos casos -como el que nos ocupa- que percibamos el complejo problemático de motivaciones que intervienen en los comportamientos de los agresores; precisamente en ellos, y no en otros varones que pudieran también sometidos a los mismos cambios que -sospechamos-intervienen en el fenómeno, como diremos al concluir estas páginas. Poner el foco de análisis en el comportamiento de los perpetradores con el objeto de entender la violencia de género no es olvidar, entonces, el lugar central de las víctimas, sino incluso mostrarlo de manera más nítida. Así, cuando se dice que la revolución feminista ha sido uno -aunque no el único- de los factores que intervienen en la anomia masculina, no se puede interpretar esta hipótesis como diciendo que son las mujeres y su búsqueda de independencia (su ya no-dependencia del varón, su resistencia a ser heteronominadas por el varón4) la causa mediata de la violencia que contra ellas ejercen inmediatamente los varones. Menos aún si ese -errado- análisis se entiende en el lenguaje cotidiano de

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la culpa (las mujeres serían, entonces, culpables de la violencia que contra ellas se ejerce porque habrían inestabilizado al varón que responde agresivamente -y más de una forma de las políticas reactivas de "empoderamiento masculino" diría justificadamente- a su pérdida de identidad). Más bien, se tratará de indicar que para indagar la violencia de género y para articular políticas preventivas y punitivas que respondan ante ese tipo de daños es necesario introducir una consideración sobre cómo algunos varones han asumido agresivamente una identidad ya mutada y que esa incapacidad puede estar a la base de su condenable violencia, una agresión que muestra, entonces, sus rasgos reactivos y patológicos.

1. El género: interacción, performatividad, normatividad

La naturalidad con la que se viven cotidianamente en nuestras sociedades las divisiones de género y su misma y simplificadora bipolaridad (masculino/femenino) ocultan -fetichizándolas, precisamente, en forma de naturaleza- interacciones sociales de sometimiento y dominación que aparecen, más neutralmente, en las clasificaciones y distribuciones típicas de roles y funciones en las esferas privada y pública. Para ello, la división de sexos y las funciones reproductivas de la especie se toman como explicaciones globales de las formas burguesas de organización familiar, olvidando las múltiples maneras en las que distintas sociedades han dado, en la historia y en las diversas geografías, forma cultural y funcionalidad social a los dimorfismos que intervienen en la reproducción de la especie y ocultando, como decíamos, las múltiples maneras en que la funcionalidad de prácticas y de roles ejercen formas de dominación y sometimiento. Las ciencias sociales de la segunda mitad del siglo veinte, y sobre todo después de la incrementada presencia del feminismo en los estudios sociales, han ido subrayando el carácter social de las construcciones de género y ha sido

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también el pensamiento feminista crítico el que ha vuelto a dar fuerza y un nuevo sesgo a la concepción del género entendido como resultado de procesos de interacción entre los sujetos y como la forma que esas interacciones adoptan5. El género ha aparecido como un lugar estructurador de las relaciones de desigualdad y sometimiento. No es el momento de recorrer las modificaciones que han sufrido las metodologías de los estudios sociales para, en ese proceso, descubrir las dimensiones culturalmente construidas de los encuadramientos de género; pero podemos resaltar tres ideas que pueden ayudarnos para esbozar una hipótesis sobre la violencia de género. Cada una de estas ideas -interacción, performatividad, normatividad- tiene una dimensión mayor que la que aquí se recogerá; pero, al objeto de esta indagación, se nos excusará una enunciación sólo general de cada una de ellas que nos permita indicar su relación con la violencia de género.

La primera de las ideas -que el género es construido en procesos de interacción- ha venido de la mano de los estudios de la tradición fenomenológica en el análisis de las interacciones sociales y, significativamente, en el interaccionismo simbólico y la etno-metodología. Si el género es una categoría social y culturalmente construida, será iluminadora una atención específica a los procesos de interacción de los sujetos y, como es consuetudinario en los estudios de la tradición fenomenológica, a los microprocesos de relación de personas encuadradas, por la forma de esa interacción misma, en las categorías hegemónicamente polares de lo masculino y lo femenino. El varón se piensa, se muestra, se efectúa (como diremos al comentar la segunda idea de este apartado) como masculino, es masculino, en relación a las maneras en las que la mujer se piensa, se muestra, se efectúa como femenina, es femenina. Y viceversa.

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En este análisis, el imaginario de los tipos masculino/femenino es tanto una matriz de interpretación de los comportamientos como una causa de ellos. Una posición de género adoptada en ese imaginario refleja polarmente las otras posiciones y, consiguientemente, las define. Una manera de ser femenina (para la mujer) refleja una manera de ser masculino (para el varón) y, de nuevo, viceversa. Es la forma de la interacción la que ubica y da cualidad a las posiciones de los participantes. Cada manera, cada forma de ser de una posición, define, consiguientemente, la realidad y la cualidad de la(s) otra(s). Los procesos y mecanismos psíquico-sociales por medio de los cuales se realiza esta co-definición polar del género son de diversas clases (expectativas, demandas, sanciones, gratificaciones) en los que no es menester entrar ahora, aunque algunos de ellos aparecerán puntualmente en lo que diremos.

Si las categorizaciones de género...

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