Violencia de género, antes y después de las noticias

AutorJuan Carlos Suárez Villegas
Páginas73-92

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1. Algunas consideraciones sobre el maltrato contra las mujeres

El maltrato es un concepto amplio que abarca comentarios, actitudes y comportamientos que mantienen el propósito de vejar a la otra persona. Se trata de una conducta que de mane-ra progresiva va intensificando el control y la sumisión del otro. Hablamos de violencia de género cuando el motivo en el que se basa este conjunto de actuaciones tiene como fundamento la presunción de superioridad sobre la mujer. En otras palabras, el maltrato es el resultado de un proceso educativo por el que el hombre considera que su posición frente a la mujer le permite recurrir a ciertas prácticas de dominio que forman parte de su identidad masculina. Comportarse como un hombre entrañaría ejercer una acción de poder sobre «las mujeres», en cualquiera de sus modalidades.

Por tanto, el maltrato responde a un proceso acumulativo que incluye también estrategias pasivas en el control de la otra persona: miradas, silencios, entradas y salidas sin mediar ningún tipo de comunicación y cualquier otro comportamiento que sugiera aislamiento, separación…, acciones con la carga del castigo, por ser quien es: la mujer que se culpabiliza como responsable del fracaso de la caída, imagen que se encuentra desde los primeros relatos de los orígenes culturales.

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El maltratador pretende que la víctima desarrolle el complejo de culpa como resorte de su reconocida autoridad y de la posición de dominación que ella debe adoptar con respecto a él. La voz masculina aspira a convertirse en la voz interior de las mujeres. Muchas mujeres que han vivido en sus propias casas este esquema jerárquico de la superioridad del hombre lo asumen como natural, e incluso pueden llegar a adoptar las propias actitudes machistas de respeto a los dictados de su marido. La supuesta relación de igualdad comienza a ser desigual en las expectativas y exigencias mutuas que se formulan, situación que se agrava cuando la mujer se convierte en madre y asume que su único propósito es asegurar la paz familiar, incluso frente a las embestidas de su pareja. El miedo al fracaso, el sentido de ser responsable de lo que le ocurra a su familia, agrava aun más su progresiva conciencia de ser una mujer maltratada, como si fuera un mal inevitable del que no puede escapar.

Ahora bien, en sentido más estricto, se habla del maltrato cuando se pasa del castigo psicológico a la agresión física: el propio cuerpo pierde la identidad, pasa a ser también un escenario del poder del hombre. Se presupone una pertenencia simbólica que lleva la dominación al terreno físico. Dentro de su espiral de violencia, se produce un punto de inflexión en el cual el verdugo entiende que su derecho sobre la mujer se convierte en la ejecución de su propia voluntad incluso por encima de su libertad física. No puede ir como quiera, no puede ir donde quiera, finalmente, no puede ni siquiera expresar nada con su cuerpo, porque le pertenece. Cualquier acción queda sujeta a su interpretación, pues no tiene voluntad, sus intenciones también corresponden a las que el maltratador le asigne.

Frente a esta conducta masculina, todavía muchas mujeres persisten en el empeño de salvar una convivencia que para ellas, de acuerdo con los ideales que ha sido educada, representan algo más que una ruptura: un fracaso personal que puede llevarse consigo un proyecto familiar que desea para sus propios hijos. Por otro lado, hasta hace poco, dado el estado de dependencia económica y social de la mujer con respecto al

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hombre, la ruptura entrañaba enfrentarse a dificultades añadidas para salir adelante con su familia. Por eso, la falta de alter-nativa enfatizaba la obediencia al hombre como exigencia de la paz familiar, por lo que el castigo de éste reforzaba la idea de que no era lo suficientemente buena o responsable en su rol de mujer (dominada), encubierto bajo formas eufemísticas de una buena esposa, madre o amante, dependiendo de las preferencias de aquel en cada caso.

Afortunadamente, está cambiando esta concepción de las relaciones de pareja y el maltrato físico se interpreta como una manifestación de un dominio del que hay que defenderse antes de que sea demasiado tarde. Existe una conciencia social de que cualquier tipo de agresión no debe ser tolerada, aunque persiste todavía hoy, incluso entre los más jóvenes, esquemas de control del otro que son semillas de la futura violencia que se desencadenará en la relación de pareja. En ocasiones, las mujeres suponen que el hombre recurre a la fuerza física por sus condiciones instintivas, explicando así el maltrato, la violencia como consecuencia del carácter y de la personalidad. En ambos casos se subestima la intencionalidad del agresor, el sujeto llega a expresiones de violencia motivado por su estado de ánimo dominado por la ira. Apareciendo como una señal de la falta de control sobre la propia fuerza.

El desarrollo de la educación de las mujeres, su reconocimiento tanto profesional como social y la consiguiente independencia económica, son factores que permiten augurar una libertad llena de contenido, que permita a las mujeres cifrar su autoestima en otros valores más allá de la simple relación afectiva. Desde esta posición podrá adquirir una perspectiva sobre su propia relación y ponderar cuándo la convivencia se convierte en un bien común, por el que le merece la pena luchar o, por el contrario, se ha convertido en una discreta prisión doméstica al servicio del hombre. Sin condiciones de libertad social, no siempre se puede lograr también una igualdad de pares en la relación familiar.

En resumen, la violencia de género es la manifestación extrema de esta desigualdad. Los varones actúan considerán-

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dose amos de la disponibilidad sobre el cuerpo de la mujer, con la potestad de normativizar el ámbito privado y bajo la premisa del no reconocimiento de autoridad a las mujeres. Esto evidencia un déficit democrático, que se deriva en los obstáculos que siguen encontrándose las mujeres del pleno ejercicio de la ciudadanía.

La mejor prevención contra la violencia de género es la educación. Si no se aprende a respetar a las otras personas como seres éticamente iguales, con la misma libertad y derecho de hacer su vida; si no se entiende a las mujeres como compañeras en la vida y no una segunda madre o esclavas privilegiadas, será difícil combatir esta lacra social que es la violencia contra las mujeres.

Esta tarea educativa debe comenzar desde las propias casas, la escuela y los primeros peldaños de la convivencia social en los que ser niño o niña no sea aprendido como una diferencia que entrañe comportamientos y expectativas distintas. No tenemos que negar las diferencias, sino combatir las desigualdades, rechazar el empeño de una cultura que norma-liza y normativiza conductas asociadas a cada género.

Ser hombre o ser mujer no significa sólo ser diferente en nuestra cultura, sino también ser inferiores o superiores, circunstancia que explica que para los hombres la hipotética posición de que su pareja obtenga un mayor reconocimiento social, normalmente a través del poder simbólico del tipo de trabajo que realiza, constituya un dato que viva sentimentalmente de un modo contradictorio. Por esta razón, las iniciativas de las mujeres son vistas con recelo y desconfianza por parte de los hombres que estiman que pueden perder la supuesta autoridad que le exige la cultura patriarcal.

Las noticias sobre la violencia de género son la punta del iceberg de un fenómeno estructural de las relaciones de dependencia. No es, por tanto, una noticia convencional de un simple «suceso» y su comprensión no se produce a través de la tragedia. Es un error reducir la violencia a la tragedia, como si ésta fuera su fin natural y del que sólo cabe dar cuenta del inevitable fracaso.

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La violencia es gradual y el paso al maltrato físico es el más llamativo, pero el insulto, los piropos de mal gusto o intimidatorios, los chistes humillantes y otras expresiones de nuestra cultura, son el germen en el que crecerán actitudes arrogantes y amparadas en la cultura machista.

Una de las características de la violencia de género, consiste precisamente en hacerlo porque se piensa que la persona maltratada pertenece al maltratador: «es mi mujer», como si fuera una posesión sobre la que se establece un derecho exclusivo para decidir su suerte. Con la violencia se busca simultáneamente que la víctima reconozca que le pertenece y, por eso, se permite tratarla de manera que se pueda manifestar que reniega de ella.

El castigo consiste en experimentar esa carencia de lo que supuestamente te identifica y te pertenece. Por eso, el maltrato psicológico puede ser incluso más duro que el físico, cuando la no-violencia se utiliza al servicio de una violencia más depurada. «No te voy a pegar, pero te vas a enterar». Se trata de buscar en el otro su propia negación como un modo de destrucción. Tratarle, como se dice en el lenguaje popular, «como si hubiera muerto»...

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