Vida Privada y Nuevas Tecnologías

AutorJosé Justo Megías Quirós
CargoProfesor Titular de Filosofía del Derecho en la Universidad de Cádiz
Páginas3-28
  1. Planteamiento

    No podemos negar que los avances tecnológicos han supuesto una notable ampliación del marco de posibilidades del desarrollo humano. No me refiero exclusivamente al aspecto económico, con la irrupción de la nueva economía, sino a todos aquellos aspectos imprescindibles que afectan a la persona si queremos hablar de una verdadera dignidad: la cultura, los valores, la participación social, el desarrollo, etc. Pero al mismo tiempo hemos podido comprobar también que las Nuevas Tecnologías, como medios que son, pueden ser puestas al servicio de fines deplorables, suponiendo un nuevo riesgo para el libre ejercicio de los derechos más elementales, entre los que habría que hacer mención especial de todos aquellos que se relacionan con la vida privada de los ciudadanos1. La respuesta de las autoridades -legislativas y judiciales- no se ha hecho esperar y han comenzado a elaborar documentos y arbitrar mecanismos que permitan una mayor protección.

    En este sentido, el año 2000 ha sido especialmente significativo, no sólo por la entrada en vigor de la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal (LOPD), sino también por las dos Sentencias de nuestro Tribunal Constitucional que vieron la luz a finales de año y que afectaban a la citada ley y a la derogada LORTAD. En el marco comunitario también se aprecia el interés por la materia, concretamente con la aprobación a principios de diciembre de la Carta Europea de Derechos Fundamentales por los Jefes de Estado en la Cumbre de Niza2 y con la propuesta de Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo relativa al tratamiento de los datos personales y a la protección de la intimidad en el sector de las comunicaciones electrónicas, presentada en agosto y publicado el texto el 19 de diciembre en el DOCE3.

    La LOPD desarrolla la protección del derecho a la “autodeterminación informativa”, cumpliendo así con el mandato constitucional del art. 18.4. Este derecho fundamental aporta –a la vertiente negativa, de exclusión, de la intimidad- una vertiente positiva que lo diferencia notablemente de la intimidad (art. 18.1 CE), aunque ambos derechos quedarían bajo el paraguas de lo que nuestro Tribunal Constitucional entiende como vida privada. Por su parte, las SSTC 290/2000 y 292/2000, ambas de 30 de noviembre, resuelven ciertas dudas en torno a ciertas competencias legislativas sobre la cuestión y sobre el contenido esencial de los citados derechos respectivamente. Junto a la intimidad y la autodeterminación informativa, la vida privada estaría constituida también por el derecho al secreto de las comunicaciones (art. 18.3 CE) y la inviolabilidad del domicilio (art. 18.2 CE)4. Este último derecho nos interesa en menor medida a los efectos de este artículo.

  2. La delimitación de la vida privada

    Una de las dificultades que encontramos al tratar esta cuestión es puramente terminológica, originada por la identificación inicial entre privacy –en ocasiones traducida como privacidad- e intimidad, identificación que debe ser desestimada -y aclarada desde un principio- una vez que el Tribunal Constitucional y el legislador se han pronunciado al respecto.

    El término privacy apareció con una pretensión jurídica por vez primera en una sentencia de 1873 del juez norteamericano Cooley. Esta sentencia sirvió unos años más tarde a Warren y Brandeis para escribir un artículo5 en el que reclamaban el reconocimiento de un nuevo derecho a la privacy. Lógicamente, aunque la reivindicación tenía su fundamento, no iba a ser fácil que los tribunales accedieran a una protección del entorno personal que hasta el momento no había existido. Las diversas decisiones judiciales adoptadas sobre esta cuestión fueron alternativas, unas reconociendo la necesidad de proteger un ámbito más amplio y otras favorables a dejar las cosas como estaban. El caso decisivo sería Pavesick v. New England Life Insurance Company, sobre el que se pronunciaría en 1905 la Corte Suprema de Georgia. La sentencia que resolvía el litigio declaraba que la persona cuenta con unos derechos, entendidos como derechos naturales, que deben ser respetados tanto por las autoridades legítimas como por los particulares, como es el caso de la “libertad personal”, que abarcaría tanto el derecho a la vida pública como el derecho correlativo a la intimidad6. Con el paso del tiempo Brandeis llegaría a formar parte de la Corte Suprema de EE.UU., que terminó consagrando el reconocimiento de un nuevo ámbito personal merecedor de protección jurídica. Para ello, los magistrados del alto tribunal norteamericano tuvieron que hacer uso de diversas Enmiendas constitucionales, aunque la de mayor trascendencia fue la Cuarta. En ella se establece la prohibición de transgredir el derecho de los ciudadanos a la seguridad en sus personas, casas, documentos y efectos, que deben quedar al margen de registros, arrestos y embargos sin razón; también se contempla en ella la ilicitud de cualquier orden de registro o arresto que no contenga su motivación fundada, así como la descripción del lugar que debe ser registrado o de las personas o cosas sobre las que recaiga la orden de arresto o embargo7. Evidentemente, la protección jurídica contenida en este texto se refería en un principio a la propiedad privada, pero a partir de los años 30 comenzó a servir de fundamento para proteger la intimidad. Sin embargo, no sería hasta 1965 cuando esta protección adquiriera el rango de derecho constitucional con un contenido identificado con la “autonomía para tomar decisiones íntimas”8.

    No era de extrañar que la mentalidad norteamericana consagrara en pleno siglo XX este nuevo derecho con las características propias de los derechos humanos de la primera generación, y que para ello tomara como fundamento la Cuarta Enmienda a su Constitución. Efectivamente, los derechos humanos de la primera generación –propios de la mentalidad del XVIII9- tienen como característica esencial la exclusión de los demás de ámbitos que se entienden reservados al titular del derecho; el patrón de estos derechos fue –y continúa siendo- el derecho de propiedad, que nos permite disfrutar de nuestros bienes excluyendo lícitamente al resto de ciudadanos10. La mentalidad anglosajona está transida de esta forma de pensar que desde que triunfó con la doctrina lockeana y el Estado liberal no ha perdido terreno con el paso de los años. En Estados Unidos se aprecia aún esta preeminencia de la propiedad, no sólo de las cosas materiales, sino también de todo lo que concierne a la persona; por ello no resulta difícil comprender que el ámbito de la intimidad fuera concebido –y aún se entienda así- como una esfera en la que sólo cada persona puede decidir si permite o no a los demás participar de su conocimiento, de modo que la facultad principal consiste en algo negativo –excluir-, no en llevar a cabo determinadas acciones o en controlar determinados datos, etcétera11. Una de las consecuencias inmediatas de esta mentalidad es el juego de la exclusionary rule –también con fundamento en la Cuarta Enmienda- cuando se obtiene una prueba incriminatoria sirviéndose de un atentado a la vida privada. Es cierto que el juez goza de cierta discrecionalidad para decidir si es más valiosa la intimidad o el bien jurídico atacado y conocido mediante la acción ilegal, pero en la mayoría de las ocasiones termina venciendo la privacidad sobre la posibilidad de hacer justicia ante la existencia objetiva de acciones graves y manifiestamente delictivas12.

    Afortunadamente, la mentalidad continental europea ha superado la concepción de los derechos en la que éstos quedan reducidos a facultades negativas, de exclusión, abriéndose paso cada vez con mayor fuerza la vertiente positiva de los derechos, como es –en el caso que nos ocupa- la facultad de controlar los datos personales por parte de cada sujeto, incluso de aquellos que aparentemente no son datos íntimos, pero que podrían dar acceso a nuestra intimidad si son tratados adecuadamente. No sólo se trata de limitar su conocimiento, sino de poder cambiar datos, anularlos, pedir información sobre aquellos que nos afecten y del uso que se hace de los mismos, etc. Esta disparidad de concepción es lo que provoca actualmente, por ejemplo, la falta de acuerdo en una normativa común para el comercio electrónico entre europeos y norteamericanos13.

    Todo ello nos lleva a distinguir hoy claramente entre intimidad y vida privada (o privacidad), aunque en ocasiones hayan sido utilizados indistintamente. La primera está referida a los datos íntimos, mientras que la segunda garantiza el respeto no sólo de éstos, sino también el control de los mismos, el secreto de las comunicaciones y las circunstancias en que se producen, otros datos públicos que dan acceso a la intimidad, etc. La Exposición de Motivos de la LOPD se hace eco de esta diferencia cuando manifiesta que “la privacidad constituye un conjunto más amplio, más global, de facetas de su personalidad que, aisladamente consideradas, pueden carecer de significación intrínseca pero que, coherentemente enlaza das entre sí, arrojan como precipitado un retrato de la personalidad del individuo que éste tiene derecho a mantener reservado”14. Además, por su naturaleza, podríamos decir que el secreto de las comunicaciones, o la inviolabilidad del domicilio, o incluso en ocasiones el control de datos, son derechos que están al servicio de la intimidad, pues lo que se pretende con ellos es evitar que se llegue al conocimiento de los datos íntimos. La intimidad, por tanto, tendría un carácter material, mientras que los otros tendrían un carácter más formal; es decir, para evitar el conocimiento de la intimidad, toda comunicación debe ser secreta, o todo domicilio debe ser inviolable, salvo que haya una causa justificada para hacerlo. Pero el hecho de intervenir una comunicación no garantiza que podamos llegar a lo íntimo, depende de su contenido15.

    Como consecuencia de estas distinciones, también se...

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