Urbanismo y Corrupción en la Administración Local

AutorGonzalo Quintero Olivares
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Penal. Universidad Rovira i Virgili
Páginas21-58

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I Introducción: el urbanismo como espacio de la corrupción en la administración local

Abordar el tema de la corrupción equivale a entrar en un terreno cuyos lindes se desconocen. Si al penalista le inquieren por cuántos son los delitos que pueden ser considerados propios de la corrupción, tendrá dificultades para responder. Tal vez alguien piense que los delitos no son “propios” de actividades predeterminadas, y eso es en parte cierto; decir que las lesiones son “propias” de la violencia de género es, evidentemente, un dislate, aunque en esa clase de dramas se cometan delitos de lesiones. Con la corrupción, en cambio, sucede algo diferente, pues hay delitos que en sí mismos son la muestra más palpable de la corrupción, entendida ésta como conducta de funcionario público que se separa de su deber para atender, aprovechándose de su posición, a su interés personal o de cualquiera otra especie pero siempre en detrimento del interés público.

Soy consciente de que constituye un grave simplismo hablar de corrupción como si se tratara de algo tan claro y preciso cultural y jurídicamente como pueda ser la violación o el asesinato. La corrupción

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tiene causas muy diferentes dependiendo de dónde se produce. Aquella que trae causa de la mísera retribución de los funcionarios o de la codicia de dictadores –lo que explica una buena parte de la corrupción del planeta– no tiene nada que ver con la que se puede producir en países supuestamente civilizados y evolucionados, en los que las causas son más encubiertas, confundiéndose el negocio personal del corrupto con otras realidades (favorecer a los afines, ayudar al partido político, etc.). Por otra parte, no hay porqué limitar la corrupción al sector público, pues también la hay, y en escala quizás mayor, en el sector privado o empresarial. Por lo tanto, no se espere ver en las páginas que siguen un estudio sobre la corrupción porque esa sería una vana pretensión: definir y limitar una hidra de infinitas cabezas, una meta que, además, ha sido ya abordada por otros con notable agudeza1.

Volviendo al tema de la corrupción contemplada desde el derecho penal, y tal como decía antes, se puede convenir en que el abanico de delitos que, con el cohecho –por supuesto– a la cabeza son incluibles en la relación de conductas corruptas, es amplio: además del cohecho, los fraudes a la Administración en contratas y adjudicaciones, las negociaciones prohibidas, la revelación de secretos de la Administración, el uso de información privilegiada para realizar negocios propios, a los que se debe añadir aquellas otras conductas delictivas que en apariencia son de los ciudadanos, pero que quien tiene el poder ha permitido, a cambio de que cualquier especie de beneficio, que se produzcan, como pueden ser los fraudes de subvenciones, las agresiones al entorno urbano y al medio ambiente

Estas páginas están dedicadas a la corrupción en la Administración local o municipal. Sería absurdo decir que los delitos de funcionarios, vinculados a la corrupción, que he citado antes, solo pueden ser cometidos por alguna clase o grupo concreto de funcionarios, pero es cierto que la corrupción urbanística, que por su propia vinculación competencial alcanza de lleno a la Administración local, ocupa una muy significativa parte del panorama de la corrupción total que pueda darse en nuestro país.

Actualmente estamos envueltos en una crisis económica entre cuyas causas destaca la crisis del sector de la construcción, y, en para-

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lelo al hundimiento, al menos temporal, de esa actividad, se denuncia el mar de cemento que ha cubierto las costas y otros parajes de España, causando daños irreversibles. Tanto desastre se liga, a su vez, a los abusos sistemáticos cometidos en la más escandalosa impunidad o tolerancia, gracias, en muchas ocasiones, a la corrupta o, por lo menos, desviada conducta de los responsables de velar por el orden urbanístico.

Corrupción y desastre urbanístico se dan la mano en una triste relación causal. Puede haber una parte de culpa a imputar al sistema jurídico, pero el derecho no ha sido capaz de sujetar decisiones o impedir omisiones delictivas, normalmente en la Administración local, y, según, muchos tampoco ha sabido responder adecuadamente, aunque sería grave miopía culpar a las leyes, cual si éstas fueran la medicina social llamada a prevenir y sanar, más allá de que se puedan y deban examinar las causas por las que el propio sistema legal teórico ha sido inoperante. Hoy se dice que los casos de corrupción están aflorando a borbotones y que es difícil que se “recupere” el ritmo de años pasados. Se aprecia una actividad visible del sistema de justicia penal en casos de corrupción ligados al urbanismo, pero también ha contribuido a ello –y eso es lo más desalentador– la paralización de las actividades en el sector de la construcción a causa de la doble incidencia del estallido de la burbuja inmobiliaria y la crisis económica que alcanza a toda Europa.

Tal vez éste es un buen momento para reflexionar no tanto sobre la corrupción, cuya capacidad de descrédito de las Instituciones y de la Administración es infinita, sino sobre la actuación del derecho penal ante ella. Por supuesto que parto de un principio irrenunciable: son muy pocos los problemas que exigen y necesitan que la respuesta jurídica pertenezca en primer lugar al derecho penal, sin ignorar, por supuesto, que la profundidad de la enfermedad hace en buena medida ilusorio creer que las armas del derecho pueden ser eficaces para desterrarla2.

La corrupción en el terreno del urbanismo se ha manifestado a través de un amplio abanico de fórmulas, que en un intento de resumirlas podrían ser estas, todas caracterizadas por la obtención de be-

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neficios por los responsables de la Administración: a) tolerancia hacia obras ilegales, incluyendo tanto las que son directamente delitos contra la ordenación del territorio como las que suponen infracción de la legalidad urbanística; b) legalizaciones de obras ilegales; c) cambios de la legalidad urbanística a fin de hacer posible un proyecto; y, d) exigencia de dinero o beneficios por autorizar obras legales.

Cada una de esas acciones tiene una significación jurídica y penal muy diferente, aunque todas puedan reconducirse al ámbito del delito de cohecho. Pero, además de eso, hay que contemplar los problemas desde otros ángulos, y ahí aparecen las conductas, normalmente impunes, de los particulares que no solo hayan cometido el cohecho activo, sino también el delito urbanístico o ambiental que constituía su objetivo. Las posibilidades legales de actuar de los ciudadanos que contemplan esos sucesos son otra fuente de problemas.

La capacidad del derecho penal en estos problemas, y ese será el primer punto de reflexión, es limitada, y no solo porque la capacidad del instrumento punitivo sea siempre limitada, sino porque es difícil su intervención cuando no se trata de delitos visibles, y visibles solo son aquellos comportamientos que directamente constituyen delito urbanístico, mientras que aquellos otros en los que la corrupción no tuvo por objeto una obra delictiva sino que versó sobre otras clases de favores, es más difícil el descubrimiento y la persecución. Eso pondrá de manifiesto que para una buena parte de los hechos de corrupción ligados al urbanismo la respuesta no puede ser penal, al menos en primer lugar, sino que pasa por fortalecer los controles democráticos sobre la actuación de las Corporaciones locales o, como muchos proponen –sin entrar ahora en las dificultades que eso entraña– la revisión de las competencias que los Entes locales tienen en materia de urbanismo, a fin de que no sean libres para dar o negar licencias o cambiar el planeamiento de su término municipal.

De esas vías de ataque no penales no me ocuparé directamente, aunque estén presentes en el análisis. Me centraré en lo posible en la capacidad del derecho penal, puesta no puesta de manifiesto en los muchos atropellos urbanísticos y ambientales habidos en los últimos años3.

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II La intervención del derecho penal en el urbanismo como decisión político-criminal: cuestiones sociales y político-criminales

Todos nos hemos preguntado alguna vez si las amenazas penales en materia de protección del orden urbanístico, a la vista de la cantidad de desastres, tienen alguna utilidad, especialmente a la luz de la casi omnímoda competencia que los Ayuntamientos tienen para cambiar enteramente el plan de sus poblaciones. Pero la posible ineficacia del derecho penal no es un argumento sólido y suficiente para renunciar a la intervención. Sabemos, al menos, que ni la corrupción ni el desastre que produce cual agua que desplaza son imputables a la imperfección o ineficacia del derecho penal: eso será demasiado simplista.

Resulta de especial interés abordar desde el plano de la política criminal, como parte de la política social, el tema del urbanismo en un tiempo en el que, según coinciden muchos analistas económicos, el llamado “urbanismo salvaje”, o construcción desaforada, sea legal o ilegal, tiene una buena parte de la dimensión de la crisis económica en la que estamos inmersos. Por supuesto que sería absurdo e ingenuo suponer que de haberse respetado adecuadamente el derecho penal “no se habría producido la...

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