Urbanismo y Derecho Urbanístico

AutorGerd Albers
CargoProfesor , Doctor Ingeniero

El título indica ya el punto de gravedad de mi informe: el examen de las relaciones entre el Urbanismo como ciencia de la dirección y conformación del desarrollo espacial en la ciudad y en el campo, por una parte, y el Derecho del planeamiento como medio para su realización, por otra.

Se trata, pues, de un aspecto parcial del gran complejo de relaciones que existen entre la ordenación espacial del medio ambiente y las normas jurídicas de que disponemos para la ordenación de nuestra vida en común. Para poder enjuiciar y valorar adecuadamente este aspecto es preciso examinar primero sus relaciones más importantes.

La planificación espacial debemos entenderla como una actividad encaminada a ordenar y facilitar la vida en común de los hombres en el espacio. Ha nacido y se ha desarrollado en especial allí donde la estrechez de la vida en común producía fricciones e intromisiones recíprocas. Esta actividad, que originariamente se acomodaba a las reglas de los artesanos, ha ido adquiriendo mayor entidad científica con el curso de los tiempos, de forma que actualmente está justificado considerar el Urbanismo como ciencia. Pero con ello se ha agotado parcialmente el problema. Si se trata de situar esta disciplina en el conjunto de las ciencias, es decir, en las diferentes categorías que se han establecido para catalogarlas, vemos claro que no hay motivo para considerarla como una ciencia técnica, como una ciencia de la ingeniería, por importante que sea la técnica como instrumento para su realización. Mucho más acertado es encuadrarla en uno de los dos grupos en que SCHELSKY ha dividido las ciencias del espíritu: concretamente, el de las «ciencias de las actividades sociales», al que también pertenecen la Sociología, la Economía y el Derecho.

Aunque sería atractivo estudiar el tema en sus detalles y señalar las semejanzas y diferencias entre las distintas ciencias de este grupo, hemos de renunciar a ello. Al señalar el parentesco entre la planificación espacial y la ciencia del Derecho, hay que indicar que muchas veces coinciden sus límites, como puede ocurrir en otras ciencias, y que incluso se entrecruzan, aunque siempre con puntos de gravedad claramente diferenciados.

Desde el primer momento resulta claro que el Derecho establece normas generales y abstractas para la vida en común de los hombres y el Urbanismo ordena el medio ambiente concreto, con su infinita diversidad de elementos espaciales, poniendo su atención en presuposiciones espaciales y en las necesidades humanas. Si examinamos rectamente esta diferencia, veremos que el Derecho actúa sobre la esfera de la planificación espacial de una manera doble. Ante todo, la ordenación de la vida en común en el espacio debe ser considerada como un aspecto parcial de ese proceso de reglamentación que se extiende sobre el conjunto de las relaciones formales humanas y cuyo fundamento está representado por nuestro orden jurídico; el planeamiento urbano debe también reconocer este orden jurídico, en sus objetivos y en sus principios esenciales, como algo vinculante. Pero el planeamiento atiende, además, a la ordenación del desarrollo espacial mediante la determinación de la utilización lícita del suelo - lo que en todo caso constituye una de sus principales esferas de acción -, y esto sólo puede verificarse utilizando los medios legales adecuados; así, el Derecho se convierte en un instrumento del Urbanismo y deviene Derecho urbanístico.

Los dos aspectos - orden jurídico vinculante e instrumento - están, pues, íntimamente ligados; esto resultará muy claro si se comprende que es materia central del orden jurídico el deslinde de las relaciones entre el particular y la comunidad y la formulación de los derechos y obligaciones de uno y otra. Es evidente que los principios establecidos ejercerán un influjo decisivo sobre los instrumentos del urbanismo.

En este aspecto quizá no sea superfluo señalar que, en su mayor parte, nuestro Derecho urbanístico reposa sobre la determinación de las facultades de que goza el planificador - o mejor, las autoridades a quienes representa - para actuar sobre el derecho de los propietarios, utilizar su suelo y disponer de él. Al planificador se le indican los medios que puede utilizar para lograr sus fines de ordenación, pero al mismo tiempo se le limitan esos medios, a fin de proteger al individuo contra la arbitrariedad.

En cambio, en este Derecho urbanístico se dice muy poco sobre los fines de la ordenación; las fórmulas al respecto se configuran de manera muy general y proceden casi siempre de épocas recientes, mientras la reglamentación de los procedimientos tiene una historia mucho más antigua. La explicación se encuentra en el desarrollo social del siglo pasado, que es preciso examinar, aunque sea brevemente, para facilitar el juicio de la situación actual.

El origen de lo que hoy llamamos planeamiento urbano nació, contra el espíritu de la época, en una sociedad liberal que tenía el mayor impulso de su crecimiento en el establecimiento de la libertad de iniciativa privada y vivía en la fe de la «invisible hand» que, según ADAM SMITH, debía llevar los múltiples egoísmos privados al cauce del bien común sin intervención alguna del Estado. El Estado sólo tenía la misión de proteger los derechos de los individuos y de evitar las discordias. De esta función de mera policía surgieron también los primeros planes de Urbanismo, destinados a servir de marco especial a un desarrollo social y económico de cuyo sentido pasivo apenas se dudaba y cuyo impulso para influir en la planificación del espacio era bien limitado. El planeamiento presentaba también un carácter pasivo, y si un plan establecía una determinada superficie para un cierto número de habitantes, no es porque aspirara al desarrollo, en el sentido que se aplicaba a la capacidad de producción de una fábrica, por ejemplo, sino sólo como respuesta a la idea de cómo y cuándo llevar a la ciudad semejante número de personas, caso de que el desarrollo lo hiciera necesario. Sin duda, también se manifestaban los amplios deseos de los urbanistas, pero carecían de influjo práctico en la ejecución.

Solamente en los últimos decenios surgió Y se extendió - provocada o acelerada por la gran depresión económica de 1930 - la idea de que el bienestar económico de la población no debe quedar al margen de la influencia y de la responsabilidad del Estado, y de que, si en las diferentes regiones de un mismo país se manifiestan problemas diversos, deben también diferenciarse territorialmente las medidas a adoptar.

Dicha idea queda plasmada con toda claridad en la tarea encomendada por el Parlamento británico en 1937 a la llamada «Comisión Barlow»: aclarar las causas y las tendencias de desarrollo previsible de la distribución de la población, valorarlas y proponer las medidas convenientes en interés del bien común. No es preciso seguir aquí los ulteriores pasos de esta evolución; puede bastar una referencia al artículo 1º de la Ley de ordenación del espacio: «El territorio federal, en su total estructura espacial, debe experimentar un desarrollo que sirva de la mejor manera posible al libre desenvolvimiento de la personalidad dentro de la comunidad. »

El cumplimiento de dicho mandato legal supone también la dirección del desarrollo espacial desde puntos de vista político - sociales y el establecimiento de unos fines y de un procedimiento que no responden ya a la concepción liberal, sino que, por el contrario, se acomodan a la concepción del Estado social consignada en la Constitución.

Esta dirección del desarrollo entraña una política de inversiones, una acción equilibrada según determinados principios, unas actuaciones múltiples contra el mercado, contra la tendencia, contra la actuación de los pequeños grupos de resistencia. Ambos elementos se hacen realidad en la práctica urbanística actual; y con ellos triunfa amplia mente el elemento más activo del «planeamiento de desarrollo» dirigido político socialmente, sobre el elemento tradicional del «planeamiento de acomodación» pasivo. Naturalmente, el primero impone mayores exigencias a la voluntad política que el segundo, en el que se pretende principalmente una coordinación que evite los daños provocados por las fricciones, y en el que se busca la ordenación de algunos principios comunes, un instrumento teórico, que - análogamente a la designación usual de la arquitectura - se puede designar como «principios reconocidos del urbanismo». En cambio, quien aborda un planeamiento de desarrollo con la mirada puesta en toda la comunidad y no exclusivamente en su representación espacial, tiene que preocuparse mucho más precisamente del fin de ese desarrollo, de las valoraciones subyacentes en el mismo y de las posibles alternativas de su actividad. Tiene no sólo que coordinar, sino también que subordinar, y, por tanto, necesita una idea clara de las relaciones recíprocas entre el hombre y el medio ambiente y de la interacción de la actuación planificadora con otras zonas. Pero parece que todavía hoy estamos muy lejos de alcanzar esta fase, y aquí radica también la causa de la aparente paradoja de que el planificador, en una época en que finalmente se ha despertado el interés de las entidades públicas por sus problemas, como deseó durante tanto tiempo, tiene menos seguridad que nunca en sus fines y en sus medios, cuyo enlace con las demás esferas de la vida humana cada vez resulta más obvio.

Ocurre, en efecto, que los diagnósticos elaborados con mayor meticulosidad científica no pueden sustituir a la decisión sobre los fines del planeamiento; que la solución formal más halagadora se convierte en puro aparato cuando no es reflejo de un juicio de valor; que toda la perfección de los medios técnicos no sirve de nada si carece de un fin ulterior. El Urbanismo no puede clasificarse completamente como ciencia, como arte ni como técnica; por su esencia es una actividad política encaminada a la conformación del medio ambiente, Y esto a pesar de que en los...

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