La universalidad de los derechos humanos. desde un ideal común, hacia una ciudadanía cosmopolita

AutorEusebio Fernández García
Cargo del AutorCatedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid
Páginas123-127

Page 123

A la hora de recordar, después de sesenta años, la Declaración Universal de los derechos humanos de la ONU, 10 de diciembre de 1948, es un momento especial para insistir en la vigencia del valor normativo de su contenido, aunque también, desdichadamente, de deplorar la enorme distancia entre las esperanzas e ideales asumidos colectivamente en esa fecha y las tristes realidades repetidas y mantenidas a lo largo de esas seis décadas. Existen hoy pocos motivos para considerarse mínimamente satisfechos por lo conseguido, pero sí persisten razones poderosas para la preocupación.

Por ello, parece que no está de más seguir reivindicando con energía la vocación universalista de las exigencias contenidas en el texto de la Declaración. No hay nada en ello que pueda considerarse solamente válido para Occidente.

Tampoco podemos cometer el error de pensar que los derechos tienen distintas versiones e interpretaciones según la cultura de que se trate. Cuando la Asamblea General de la ONU proclamó la Declaración Universal de Derechos Humanos lo hizo como «ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse». El reconocimiento de la «dignidad intrínseca» de los seres humanos significa la defensa del valor igual de toda persona. Y la libertad, la justicia y la paz aparecen como metas que no tienen fronteras.

No existe ningún valor citado en la Declaración, ningún derecho enumerado que no pueda ser compartido por todos los seres humanos sin distinción. Hasta el punto de que sus propuestas normativas, como contenido de una idea Page 124 de justicia contemporánea, superan a cualquiera de las teorías de la justicia conocidas. ¿A qué se deben entonces las dificultades que impiden su realización efectiva? Me parece que las razones se encuentran más del lado de la falta de auténtica voluntad política para llevar a cabo sus objetivos que de la necesidad de recursos.

Y sin duda esa falta de voluntad política no puede desligarse de la, ahora sí, consolidada voluntad de mantener los intereses ideológicos, políticos y económicos de los poderosos.

Los ciudadanos corrientes necesitamos superar esa cómoda complacencia creada por un interesado escepticismo ante las exigencias y deberes que resultan del reconocimiento de los derechos declarados. La educación en los sentimientos de la solidaridad humana es un firme aliado de la pérdida del miedo a la libertad y a la igualdad. Ciudadanos, al mismo tiempo, críticos con cualquier arbitrariedad del poder y con un sentido de la justicia (y de la injusticia) activo y comprometido.

El día que decidamos de verdad tomarnos en serio la idea de que todos tenemos derechos de seguridad, de autonomía, de libertad y de igualdad, componentes todos de una vida digna; el día que, además, decidamos vivir solidariamente las exigencias de ese ideal...

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