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AutorRafael de Mendizábal Allende
Páginas310-324

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1. Las dilaciones indebidas del Tribunal Constitucional vistas desde el Supremo

Los dos últimos torpedos que ha disparado la Sala Segunda del Tribunal Supremo contra el Constitucional en los últimos días del año 2009 no han causado extrañeza a quienes siguen con morboso interés la guerra interminable entre ambos que de dolencia aguda en un principio parece haberse hecho crónica, como avisé. Lo pone de relieve con nitidez la circunstancia de que se sucedan unas a otras, entrelazadas, las Sentencias de esos dos grandes Tribunales sobre un mismo tema o incluso en un mismo pleito concreto. Sin embargo, en este pulso que se venía librando por la Sala de lo Civil en vanguardia, seguida de cerca por la Segunda, ante la mirada atenta de las otras, irrumpe ahora con cierto estrépito la Sala de lo Contencioso-administrativo, entrando a enjuiciar la actividad jurisdiccional del Tribunal Constitucional, a pesar de la reciente Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo, que trató de blindarle contra las supuestas incursiones del Supremo, para quizá devolver visitas intempestivas del otro en su campo, muchas y algunas muy graves.

Pues bien, el pleno de la Sala de lo Contencioso-administrativo, Tercera por su orden –se creó en 1904– ha dictado una Sentencia el 26 de noviembre de 2009, por 28 votos contra 4, cuya importancia ha detectado la prensa periódica con excelente sensibilidad y cuya doctrina, en mi opinión, merece ser difundida53. La primera incógnita que despeja no es otra que determinar “si el principio general de responsabilidad de todos los poderes públicos” proclamado y garantizado en el art. 9.3 CE “alcanza o no al Tribunal Constitucional”, a pesar de no aparecer desarrollado en su Ley Orgánica matriz 2/1979 ni en

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las sucesivas que la han reformado parcialmente ni tampoco en cualquiera otra extravagante, sin que por otra parte le resulte aplicable la regulación al respecto de la Ley Orgánica del Poder Judicial (Título V del Libro III) por no formar parte de éste a diferencia de su colega alemán. La Sala Tercera con un razonamiento impecable del ponente, Ricardo Enríquez Sancho, llega a la conclusión de que “la ausencia de regulación legal no puede significar un espacio inmune frente a las reclamaciones de los que hayan sufrido un daño, cuando los tribunales pueden detectar, sin que ello suponga riesgo alguno de suplantar la labor del poder legislativo, que la acción se enmarca en el núcleo indisponible” de ese “principio general del Derecho”. Entra así en escena, con resonancias de Federico de Castro, uno de los grandes maestros del Derecho civil en el siglo XX, su función como fuente del Derecho supletoria en caso de inexistencia o insuficiencia de la norma jurídica escrita. En definitiva, se aplica directamente sin interposición de ley alguna, y de él deriva que “el Estado debe responder por los daños que los particulares hayan sufrido como consecuencia de las dilaciones en que el Tribunal Constitucional haya incurrido” si pueden calificarse como “indebidas” calificación que las incluye dentro del concepto más amplio de “funcionamiento anormal” en el ejercicio de su jurisdicción.

La conclusión no podía ser otra. Una vez establecida como premisa mayor “la posibilidad de exigir responsabilidad por los daños antijurídicos causados por el Tribunal Constitucional” la segunda incógnita consiste en averiguar cuál sea el órgano competente para conocer de tal reclamación. Y desde esta perspectiva la Sala Tercera considera correcto el Acuerdo de 18 de octubre de 2006, notificado por el Vicesecretario General en cuya virtud, “el Tribunal Constitucional no cuenta con habilitación legal para conocer de la reclamación” formulada, dado que no se encuentra en el elenco de las competencias que contiene el art. 161 de la Constitución, ni en los arts. 10 y 15 de su Ley Orgánica que lo desarrollan. Ahora bien, con un cierto salto en el razonamiento la Sentencia llega a la conclusión de que tratándose de un órgano constitucional la competencia para resolver “las reclamaciones por responsabilidad patrimonial del Tribunal Constitucional” debe situarse, sin género alguno de duda, en la Administración general del Estado como su personificación. Dentro de ésta, “corresponde al Consejo de Ministros como órgano que en-

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carna el mayor nivel del Poder Ejecutivo”, según las SSTC de 8 de enero de 1998 y 20 de abril de 2007 en supuestos de responsabilidad por acto legislativo. Aquí la solución viene dada por el camino de la analogía y no por la aplicación directa del principio general del Derecho. Tal ha sido por otra parte, el criterio explícito en el art. 9º de la Ley 13/2009, de 3 de noviembre, de reforma de la legislación procesal para la implantación de la Nueva Oficina Judicial, que añade un apartado 5 al art.139 LPAC con el texto siguiente:

“El Consejo de Ministros fijará el importe de las indemnizaciones que proceda abonar cuando el Tribunal Constitucional haya declarado, a instancia de parte interesada, la existencia de un funcionamiento anormal en la tramitación de los recursos de amparo o de las cuestiones de inconstitucionalidad. El procedimiento para fijar el importe de las indemnizaciones se tramitará por el Ministerio de Justicia, con audiencia del Consejo de Estado”

Este precepto deja fuera los procesos cuyo objeto sea la impugnación directa de las leyes y los conflictos de atribuciones, aunque la actividad anormal en ellos pueda causar indirectamente daños y perjuicios a los particulares. Es el caso del enjuiciamiento del Estatuto de Autonomía de Cataluña con cuatro años en el cocedero.

Como garantía de la independencia de los magistrados del Tribunal Constitucional el mismo apartado 5 del art. 139 LPAC establece que el Ministerio de Justicia habrá de remitir el expediente al Tribunal para que se pronuncie sobre si ha existido funcionamiento anormal en la tramitación del proceso en tela de juicio. Ahora bien, y éste es un aviso para mareantes, la opinión o dictamen del Tribunal al respecto “acaso sea vinculante para el Consejo de Ministros” pero es una decisión no jurisdiccional sino gubernativa con las consecuencias que de esta naturaleza se derivan en orden a su posible revisión jurisdiccional”. La Sala Tercera, por otra parte, ya al principio de esta Sentencia había tenido la precaución de desvincular la responsabilidad objetiva de los poderes públicos y la subjetiva de sus servidores, en este caso los magistrados. Del art. 9.3 CE, puntualiza “no se sigue en modo alguno que la Administración pueda repetir contra un miembro de ese Tribunal si se considerase que la actuación del mismo pudiera calificarse como dolosa o gravemente culposa” y en consecuencia “debemos excluir de nuestra consideración

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cualquier calificación de la conducta personal del magistrado del Tribunal Constitucional a quien se imputa la causación del daño cuya reparación reclama el recurrente”. Tal solución resulta correcta desde la perspectiva de la estricta legalidad, obra, a su vez, de la subversión del sistema, debilitándolo, que empezó en 1905 con la responsabilidad del funcionario, a la cual se añadió en 1958 la responsabilidad objetiva de la Administración y que ahora se reduce prácticamente a ésta, dando así patente de corso a los advenedizos del poder.

En una tercera fase, la Sala de lo Contencioso-administrativo da un paso más, cumpliendo la primaria función de garantía del ciudadano inherente a los jueces y tribunales del poder judicial. Después de dejar constancia explícita de que en el procedimiento administrativo que nos ha traído hasta aquí no han sido oídos el Tribunal Constitucional sobre si hubo o no, dilaciones indebidas ni el Consejo de Estado acerca de la indemnización pedida, superior a seis mil euros, como también de que se eludió la intervención del Consejo de Minis-tros, “la Sala entiende que ninguno de esos obstáculos constituyen impedimentos que puedan limitar el derecho a la tutela judicial efectiva reclamada por el actor”. La línea argumental, rompiendo la superficie y ahondando en el tratamiento del problema, puede resumirse en que el particular no debe sufrir las consecuencias de la desorientación o de los errores cometidos en este caso por el Tribunal Constitucional, que tuvo más de una oportunidad para expresar su opinión al respecto o el Ministerio de Justicia, que no contó con el Consejo de Estado ni envió el expediente al de Ministros. “Esta omisión… no debe retrasar más la tutela judicial… toda vez que no existen intereses públicos prevalentes que fuercen a una decisión expresa del Consejo de Ministros dilatando una resolución que finalmente habría tenido que ser enjuiciada por esta Sala”. Ésta es una decisión valiente, que se encuadra en la tradición jurisprudencial de la jurisdicción a partir de 1960 cuando irrumpieron en ella los nuevos magistrados adscritos permanentemente a ella, seleccionados por oposición en virtud de su magnífica Ley reguladora de 1957. De tal guisa, la Sala Tercera ha recuperado su brío, que nunca perdió del todo pero que en la última década parecía apagado.

A continuación la Sentencia entra al enjuiciamiento de la “cues-tión de fondo” consistente “en determinar, por un lado, si el Tribunal Constitucional ha incurrido en dilaciones indebidas” como conse-

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cuencia de la paralización de un incidente de recusación durante dos años, siete meses y dieciséis días y, por otra, si tal demora “ha ocasionado algún daño susceptible de reparación”. La respuesta parte de la consideración de que el derecho fundamental de cualquiera a un proceso con todas las garantías y sin dilaciones indebidas (art. 24.2 CE) se extiende a todo tipo de actuaciones jurisdiccionales...

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