El Tratado Constitucional europeo y la reforma de la Constitución Española

AutorJuan José Solozabal Echavarria
CargoCatedrático de Derecho Constitucional. Universidad Autónoma de Madrid
Páginas33-48

1. RATIFICACIÓN SIN REFORMA

La ratificación del Tratado Constitucional de la Unión Europea plantea importantes problemas jurídicos sobre su viabilidad, que diversos mecanismos de nuestro sistema constitucional tratan de asegurar. Pero las cuestiones meramente técnicas, a su vez, no dejan de remitir por lo menos en un cierto sentido, a consideraciones políticas que nos llevan a un terreno en el que nos movemos con bastante dificultad. En efecto, como ha de verse, una cosa es pronunciarse acerca de la compatibilidad del Tratado Constitucional con nuestra Norma Fundamental y otra la verificación de una reforma constitucional que reconozca verdadera y explícitamente nuestra integración en la Unión Europea. La primera cuestión, sin desconocer su importancia política, se plantea preferentemente en el terreno jurídico. La segunda, sin ignorar los cauces procedimentales establecidos en la Constitución, se presenta predominantemente en el ámbito político.

Como resulta obvio en nuestro sistema la ratificación de un Tratado exige su conformidad con la Norma Constitucional, de manera que se evite el incluir en el ordenamiento elementos incompatibles con ella, cuestionando por tanto la superioridad de la Constitución, rechazándose de este modo que el cumplimiento de las obligaciones internacionales asumidas por el Estado español, tenga lugar con el coste de una vulneración constitucional. A tal efecto, como se sabe, se prevé un control por parte del Tribunal Constitucional de la constitucionalidad del Tratado con carácter previo a su entrada en vigor, a través de un procedimiento específico, de manera que, declarada eventualmente su irregularidad, se imponga la reforma de la Norma Fundamental con carácter previo a la celebración del Acuerdo que sea incompatible con ella1, sin perjuicio de su posible control a posteriori del mismo utilizando la vía del recurso o de la cuestión de inconstitucionalidad.

La primera cuestión entonces (dejando de lado el hecho de que el Gobierno, con el correspondiente Dictamen del Consejo de Estado, decidiese consultar al Tribunal Constitucional, a consecuencia de cuyo requerimiento se ha producido la Declaración del Tribunal Constitucional ŒDTC 1/04 de 13 de diciembre de 2004Œ, estableciendo la inexistencia de incompatibilidad entre el Tratado Constitucional europeo y nuestra Norma Fundamental) es determinar las consecuencias jurídicas de la aprobación del Tratado Constitucional europeo, y más concretamente saber si su ratificación podría implicar una reforma constitucional, llevada a cabo por un procedimiento que no es el establecido ad hoc en nuestra Norma Fundamental, según los medios que al efecto se habilitan en el Título X de la misma, y que el Tribunal Constitucional en su Declaración de 1 de julio de 1992 considera indisponibles. El artículo 93 CE autoriza la cesión de competencias a organizaciones internacionales, lo que ciertamente determina una limitación o constricción de los poderes públicos españoles, pero no permite disponer de la Constitución, procediendo a su modificación, que sólo puede realizarse por los cauces del Título X, esto es «a través de los procedimientos y con las garantías allí establecidas y mediante la modificación expresa de su propio texto». (Declaración de 1 de julio de 1992).

La ratificación del Tratado supondría una actuación ultra vires de nuestra Constitución si la prestación del consentimiento del Estado, a través de los órganos correspondientes, excediese a las capacidades constitucionales de éstos, cuestión a indagar a través de diferentes calas. En primer lugar cabría considerar si el Tratado Constitucional supone una innovación en relación con la anterior situación de la Unión. Ciertamente el nuevo Tratado lleva a cabo una clarificación de las estructuras institucionales y de las relaciones entre ellas que de cara a la adopción de medidas tienen lugar. Así se mejoran los mecanismos de colaboración entre sus órganos, procediéndose a una simplificación asimismo de los productos normativos de la Unión. De igual modo debe llamarse la atención especialmente sobre algunos aspectos innovativos del instrumento jurídico en cuestión como la inclusión de una extensa declaración de derechos. Pero con todo, la organización política comunitaria renovada no supone la privación de la soberanía de los Estados de manera que estos, fuera de ser elementos imprescindibles de la Unión, en su constitución y funcionamiento, queden privados de su soberanía. Tampoco, cabe añadir, la afirmación expresa en el Tratado Constitucional de la prevalencia del Derecho comunitario sobre los nacionales tiene un significado que conlleve una posición de subordinación de los sistemas jurídicos estatales al orden constitucional europeo, alcanzando una explicación que supere el plano funcional, pues la Unión no podría existir como comunidad política, ni cabría afirmar un orden jurídico compartido, si cada Estado pudiese oponer su propio sistema constitucional a las exigencias derivadas del derecho europeo, decidiendo sobre el grado de su vigencia efectiva. Desde luego no es baladí la constatación, superando el estadio meramente jurisprudencial, en el propio Tratado de la prevalencia del derecho comunitario sobre los nacionales. Esa afirmación lleva a una aceptación indubitada, y diríamos no meramente fáctica, de tal principio, por parte de todos los socios comunitarios, y convierte en infracción del derecho constitucional comunitario a la cometida por quienes no lo respeten, pero insisto en que la constancia del principio de la prevalencia tiene lugar en el plano del reconocimiento antes que en el plano efectivo de una imposición constitutiva.

2. ¿CAMBIA TRAS EL TRATADO CONSTITUCIONAL LA NATURALEZA DE LA UNIÓN EUROPEA?

2.1. Rasgos constitucionales del Tratado : proceso constituyente, declaración de derechos, estructura normativa de sus cláusulas

La Unión Europea que se configura en el Tratado Constitucional sigue siendo una organización internacional no soberana, sin capacidad de decidir incondicionalmente sobre sus poderes, en cuanto sus competencias no son indeterminadas o generales, sino consistentes en atribuciones transferidas por los Estados miembros. «La delimitación de las competencias de la Unión se rige por el principio de atribución. (En virtud del mismo) la Unión actúa dentro de los límites de las competencias que le atribuyen los Estados miembros en la Constitución, con el fin de lograr los objetivos que ésta determina». (Art. 9 TCE).

La Constitución europea no tiene su origen en un acto constituyente, expreso y único, en el que una comunidad nacional se configura libremente, dándose su forma política conforme a la cual quiere organizar su futuro político. No estamos, por tanto, ante la ocasión, «el gran día», en que un pueblo se autodetermina y adquiere conciencia de sí mismo al separarse o destacarse de los demás. No hay, sobra decirlo, pueblo europeo que decida soberamente sobre su futuro y que actúe constitutivamente en un acto explícito procediendo a comenzar un nuevo proyecto político. Obviamente hay una comunidad espiritual, forjada históricamente en virtud de una coexistencia sobre acuerdos y desacuerdos, que comparte unos valores asimilables a los del constitucionalismo democrático, y que desea afrontar conjuntamente un destino de paz y prosperidad, compartiendo un mismo orden jurídico, participando en las mismas instituciones democráticas y reconociendo el mismo status de derechos a los ciudadanos de la Unión. Pero no hay sujeto político previo a representar u organizar políticamente, como no hay una verdadera asamblea constituyente, de modo que la Convención de representantes gubernamentales, o parlamentarios, de las instancias nacionales o comunitarias que, como ocurrió en la Convención que redactó la Declaración de derechos, aprobó el texto del Tratado Constitucional, tiene muy poco que ver con las asambleas constituyentes, y ello no sólo por la procedencia de sus miembros, determinada por su pertenencia estatal, sino por su misma negativa a constituirse en verdadera representación o encarnación de un nuevo poder constituyente que habría sido el pueblo europeo. Cabía, perfectamente, que quienes llegaban a la asamblea como embajadores o mandatarios de los Estados, tal como ocurrió en las experiencias constitucionales de la Francia revolucionaria o los Estados Unidos, saliesen como constituyentes del nuevo sujeto político, pero no sucedió así. Formalmente la nueva Constitución europea es un Tratado que modifica los anteriores y, como ellos, resulta aprobado por los procedimientos establecidos en el ordenamiento de cada Estado para su ratificación. Así pues los defícits constituyentes, si se permite la expresión, no resultan compensados por una intervención obligatoria del cuerpo electoral de la Unión, que pudiese actuar como instancia fundacional. Esta intervención, sobre no producirse de modo simultáneo, no tiene lugar en todos los Estados, ni se realiza con iguales efectos vinculantes en todos los ordenamientos, según sabemos por el propio ejemplo español.

Otro elemento claramente diferenciador de la elaboración de la Constitución europea de un proceso genuinamente constituyente tiene que ver con el carácter esencialmente creador, verdaderamente constitutivo, que de ordinario tienen los actos constituyentes y que falta en la elaboración llevada a cabo por la Convención. Como es bien sabido en la Teoría constitucional suele subrayarse el componente revolucionario del momento fundacional, de manera que cada transformación política radical se acompaña de la correspondiente plasmación constitucional. Así los grandes procesos constituyentes, además de rectificar sustancialmente el sistema político anterior, establecen configuraciones políticas de indudable transcendencia proyectiva. En las revoluciones hay entonces un propósito destructor del anterior orden de cosas, pero también un elan innovador que mira hacia el futuro. La capacidad creativa de la Constitución puede limitarse al plano de la organización política, de manera que la Constitución no crea el Estado, limitándose a configurarlo sobre nuevas bases y principios, pero a veces la innovación alcanza a la misma nación que actúa por primera vez en el momento de la autodeterminación constitucional, ocasión que ciertamente data su existencia y que incluso puede causarla. Esta fuerza proyectiva de que venimos hablando falta en la Constitución europea, en la que como hemos visto se procede a una continuación de la construcción de la Unión, a una profundización de su carácter político, pero sin abandonar sus condicionamientos, sobre todo de carácter estatal, ni afrontar propósitos ilimitados o generales.

Si el modo de elaboración de la Constitución europea guarda sólo algún parecido con un genuino proceso constituyente, habría que preguntarse por el resultado del contraste si este se propusiese comparar el producto normativo en ambos supuestos. Lo cierto es que el contenido del Tratado parece adecuarse al componente material de toda Constitución, pues la estructura de sus cláusulas recuerda las de las constituciones y a la Constitución europea se le atribuye una cierta condición normativa que parece compartir con los demás documentos constitucionales.

Prima facie el contenido del Tratado parece atenerse a aquella exigencia clásica del constitucionalismo, formulada canónicamente de modo explícito en el artículo 16 de la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y asumida implícitamente en el constitucionalismo norteamericano, que demandaba en toda Constitución una parte dogmática incluyente de una tabla de derechos y una parte institucional, estableciendo estructuras de autogobierno de acuerdo con el principio de separación de poderes. Lo cierto es que el Tratado, sin cumplimentar todas las exigencias del criterio de organización que acabo de mencionar, pero incrementando de modo considerable las competencias legislativas y de control político del Parlamento, ha procedido a una configuración sistemática y clarificadora de la planta institucional de la Unión, con aportaciones significativas, por ejemplo las relacionadas con la colaboración en su labor de los Parlamentos nacionales.

Importante es la inclusión de una amplia Declaración de derechos que incrementa las credenciales constitucionales del documento en cuestión, pues se es consciente de la necesidad de que la Unión adecue los estándares de reconocimiento y los niveles de protección de los derechos a los alcanzados en los Estados, respetando las «tradiciones constitucionales» de éstos. Si se echa un vistazo a la Declaración llama la atención el detalle de sus cláusulas, que contrasta con la elementariedad de algunas Cartas anteriores, y que abarca no sólo la novedad de algunos contenidos reconocidos, obvia, teniendo en cuenta el transcurso de tiempo desde la elaboración de algunas constituciones, sino otros dos rasgos, como son la inclusión en la Declaración en un mismo plano de libertades, derechos políticos y sociales, y la integración en dicha Declaración de una cierta inflación de principios, llevada a cabo quizás a costa de la devaluación normativa del documento constitucional.

Desde un punto de vista técnico resulta interesante la utilización del concepto del contenido esencial, y el establecimiento de una reserva de ley para el desarrollo de los derechos fundamentales, así como la recepción constitucional del principio de proporcionalidad como exigencia a tener en cuenta a la hora de posibles limitaciones de los mismos. Resulta asimismo interesante la proscripción explícita del abuso del derecho.

Especialmente llamativo resulta el cuidado del Tratado por evitar lo que podríamos llamar efectos expansivos de la Declaración de derechos, de manera que se oscila entre la conciencia del alcance constitucional de los mismos y una precaución ante su posible exorbitancia. Dos ejemplos bastarán para manifestar lo que trato de decir. El Tratado expresa en su artículo II-51 que la Carta no supone incremento o modificación competencial alguna. El mismo precepto en su apartado 1º declara aplicable la Carta de derechos exclusivamente en relación con las actuaciones de los poderes públicos de la Unión o de los Estados miembros cuando cumplimentan el Derecho de la Unión.

La primera afirmación conteniendo los efectos expansivos de la Unión supone ignorar la función que los derechos fundamentales han desempeñado en todo experimento federativo. En realidad la actuación normativa, ejecutiva y jurisdiccional de la Federación ha encontrado siempre una justificación en la regulación y garantía de dichos elementos. A la Federación le ha correspondido normalmente el aseguramiento del status básico de los derechos de los ciudadanos con independencia de la residencia territorial de los mismos, lo que afecta antes que nada a la garantía de sus posiciones fundamentales. Piénsese en el caso de España, donde es la ley orgánica la norma, precisamente estatal, a la que la Constitución reserva el desarrollo, esto es, el establecimiento de su régimen básico, de los derechos fundamentales. El derecho estatal, de otro lado, establece las condiciones que aseguran el disfrute en términos de igualdad de los derechos constitucionales de los españoles (149.1.1º). Si ello es así como decimos en toda experiencia federativa, se entiende mal que los tipos de cláusulas en cuestión en el caso de la Unión no sean utilizados en el futuro para estimular una actuación de expansión de las atribuciones normativas y jurisdiccionales de la organización europea.

El otro motivo de reflexión se refiere a la protección jurisdiccional de los derechos del Tratado y en concreto a la contribución a la misma de los órganos correspondientes de los Estados miembros. El Tratado asegura la protección de estos derechos frente a actuaciones de las autoridades comunitarias o de los Estados aplicando el derecho de la Unión. Ocurre entonces que la aplicación del derecho comunitario ha de atenerse al estándar, normativo y jurisdiccional, comunitario y al propio del sistema de protección del orden constitucional de cada Estado, sin excluir la posibilidad de alcanzar, en su caso, a la jurisdicción del Tribunal europeo de derechos humanos. De otro lado no debe ignorarse que la declaración de derechos del Tratado pasa a integrar nuestro ordenamiento jurídico, lo que supone que, según lo estipulado en el artículo 10, de la Constitución, la interpretación de la declaración constitucional española ha de hacerse a la luz de los contenidos de la declaración del Tratado, y su desarrollo jurisprudencial, contribuyendo a asegurar un contenido mínimo, no necesariamente el contenido esencial, pero sí el imprescindible o primero, de los derechos fundamentales de constancia constitucional. Se ve así lo problemático del intento de constreñir los efectos de la declaración de derechos al orden, original o aplicativo, exclusivamente del derecho comunitario.

La condición constitucional del Tratado puede reforzarse considerando la estructura de las cláusulas que alberga que recuerdan, aunque con alguna matización de interés, las propias de las Normas fundamentales. En el Tratado, efectivamente, hallamos normas organizativas, estableciendo la composición, procedimiento y competencias de las instituciones comunitarias, normas a las que es común, como se sabe, una cierta precisión, menos advertible, ciertamente, en las normas competenciales, habida cuenta sobre todo de la definición de las mismas en el derecho europeo por sus objetivos antes que por su ámbito material y la indeterminación de que las mismas adolecen, en cuanto que cabe, con determinadas exigencias procedimentales, la autoatribución comunitaria de competencias en ciertos supuestos. Hay, según sabemos, cláusulas prescriptivas, reconociendo derechos o imponiendo obligaciones. Como hemos puesto de manifiesto la diferencia entre los derechos no se establece en función de su protección, normativa o jurisdiccional, en principio alcanzable para todos ellos en igual medida. Aunque el reconocimiento en un plano de igualdad, según veíamos antes, de las libertades, los derechos políticos y los derechos prestación, confirme la idea de fundamentalidad de los derechos constitucionales que algunos teníamos antes, creemos que la Declaración puede suponer un retroceso en la idea normativa de los derechos fundamentales, que vuelven a ser ciertamente algo más que principios obligatorios para el legislador, en la medida que su constancia constitucional principia el régimen de los mismos, de manera que el legislador debe actuar de conformidad, esto es completando y cumplimentando, las prescripciones constitucionales, pero que dejan de ser pretensiones alegables frente al juez.

La Declaración de derechos contenida en el Tratado se verifica en unos términos de exhaustividad, de la que sin duda adolece este documento, a mi juicio innecesariamente amplio2. Ello tiene consecuencias positivas. Piénsese por ejemplo en el precepto que a los derechos fundamentales del menor dedica el Tratado, asumiendo desarrollos jurisprudenciales y aun doctrinales de gran interés. Al lado de estas ventajas cabe señalar otros aspectos cuestionables, por ejemplo el documento reconoce derechos que claramente son incluibles fácilmente en otros o deducibles de exigencias del funcionamiento correcto de las instituciones reconocidas en la planta organizativa de la Unión. Por otro lado el señalamiento de determinados principios, por ejemplo, de la actuación limitadora del legislador, así la constancia del principio de la proporcionalidad, es de justificación técnica dudosa.

Discutible es asimismo la existencia de cláusulas directivas, que establecen objetivos a los poderes públicos de la Unión. Se trata del señalamiento de propósitos que hacen inclinar peligrosamente el documento constitucional por la vertiente programática antes que propiamente normativa, y que abundan, a mi juicio, con notable exceso en el presente texto. Como sabemos estas cláusulas tendenciales se utilizan en el Tratado ya para el establecimiento de las competencias de los órganos de la Unión, y al menos a un diseño parecido responde un tipo de producción normativa, cuando las leyes marco se limitan a proponer objetivos que la normación estatal ha de cumplimentar, como ocurría antes con las directivas. Como también se conoce, estas cláusulas directivas existen en los ordenamientos de los Estados, con un grado de determinación mayor en el caso del derecho autonómico, que en el derecho nacional español. Cuando hablamos de cláusulas directivas nos estamos refiriendo a los artículos del Tratado que fijan objetivos a la Unión en su conjunto, en términos de necesaria generalidad e indeterminación, dependientes de una política europea concreta y habida cuenta de su necesaria cumplimentación por los poderes estatales o regionales, que, sin merma de su compromiso con el aseguramiento de un estándar de homogeneidad común en la realización de la misma, han de actuar con el suficiente espacio para llevar a cabo su propia orientación política en los ámbitos respectivos.

La condición constitucional del Tratado depende también de la admisión de un orden constitucional doble3, que es difícilmente admisible desde esquemas rígidos que sólo aceptarían la integración política en el Estado, predicando una relación de vinculación absoluta y subordinación exclusiva al mismo, de manera que la Constitución fuese además de la ordenación jurídica del Estado el supuesto de la vinculación de los ciudadanos con el mismo. Pero tal planteamiento es incompatible con el pluralismo político de nuestro tiempo, que admite la simultaneidad de la integración política y la compartición de las relaciones de lealtad del ciudadano con esos diversos planos de pertenencia política. Las experiencias federales de otro lado han admitido la simultaneidad de dos ordenes constitucionales diferentes, completos ambos, y en los que también de modo paralelo aparece integrado el ciudadano.

Cierto que la cuestión no se plantea en el terreno de la compatibilidad de los órdenes constitucionales, sino en el de la relación integrada de los mismos. Las Constituciones de los Estados miembros remiten a un poder constituyente originario propio, pero consentido y limitado por el orden constitucional general, sistema al que pertenece también el garante de la relación adecuada entre los planos constitucionales diferentes. A mi juicio, y como después ha de verse, la primera Constitución de los Estados miembros de la Unión es la suya propia, donde, bajo determinadas condiciones procedimentales y con ciertas garantías, se accede a un entramado constitucional diferente, esto es, dotado de una total autonomía y a su vez con garantías de su propia eficacia. Pero este complejo normativo ni es el fundante de los sistemas constitucionales de los Estados, ni se refiere a competencias establecidas libremente por él, pues se trata de un orden de atribuciones. Tampoco puede proceder a su modificación, pues dada la base internacional de dicha ordenación la decisión sobre la misma corresponde a los Estados, cualquiera que sea la implicación de los órganos comunitarios al respecto.

La no cumplimentación por parte del Tratado del canon máximo de la constitucionalidad no impide desempeñar a dicho instrumento ciertas funciones de norma de cabecera del ordenamiento comunitario. El Tratado ha dispuesto de la nueva configuración institucional de la Unión, de manera que sus órganos adoptan la conformación y reciben las competencias fijadas por él. La adecuación al orden constitucional de la Unión, imponiendo la supremacía del mismo sobre las normas de los órganos comunitarios corre a cargo del Tribunal de Justicia que, a través de los recursos pertinentes, puede declarar la nulidad de tales actuaciones normativas. La cuestión prejudicial, planteada por cualquier juez o tribunal de un Estado miembro, actuando como órgano judicial de la Unión, asegura que el derecho de los Estados no se aplique cuando es contrario al derecho comunitario, sea el caso del Tratado o del derivado.

2.2. La dimensión no constitucional del Tratado: dependencia estatal, prevalencia y no superioridad normativa del mismo

Con todo las dificultades más llamativas para considerar una verdadera Constitución al Tratado se refieren, de un lado, a la dependencia del sistema comunitario de órdenes políticos independientes del mismo, de manera que el punto de apoyo de dicho sistema no remite a la propia Constitución y, de otra parte, a la especial relación que, en paralelo a la simultaneidad de la Unión y los Estados en el plano político, se establece entre el derecho de la Unión y el derecho, incluido el constitucional, de los miembros de la Unión.

Como ha quedado dicho el Tratado constitutivo remite a los Estados, que son los que de acuerdo con su propio ordenamiento, expresan su consentimiento para adherise o establecer la organización política de la Unión. Desde este punto de vista, el Tratado de la Unión es una modificación del Tratado anterior, si bien el contenido del mismo ha sido, como sabemos, propuesto a través del procedimiento de la Convención a que ya nos hemos referido. Como también hemos señalado la reforma de la Constitución requiere del consentimiento unánime de los Estados, que no pueden ser sustituidos por la voluntad constituyente de los ciudadanos de la Unión, instituidos al efecto como cuerpo electoral soberano. La dependencia de los Estados se manifiesta en el compromiso constitucional de respetar la identidad y estructuras de los mismos, reconociendo la reserva de las funciones políticas máximas, según el artículo 1-5 TCE4. Tal dependencia se pone de relieve asimismo en la práctica inexistencia de un aparato organizativo propio de la Unión, la cual queda expuesta, en lo que se refiere al cumplimiento de sus decisiones, a la ejecución administrativa llevada a cabo por los órganos correspondientes de los Estados miembros. Así la Unión sólo decide, legisla y controla, pero la ejecución propiamente dicha no le corresponde.

La vinculación estatal de la Unión alcanza a la garantía del cumplimiento de su derecho por parte de sus integrantes, de lo que responden exclusivamente los mismos con independencia de la intervención en dicha cumplimentación que puede corresponder perfectamente a sujetos políticos descentralizados, de acuerdo con la organización territorial del poder propia de cada miembro de la Unión y que ésta ha de respetar conforme al artículo 1-5 del Tratado que acabamos de citar, y, en lo que se refiere a España, según una doctrina constitucional bien asentada, conforme a la cual, aunque el derecho comunitario atribuya la responsabilidad de su cumplimiento a las autoridades centrales de cada Estado, la ejecución del mismo corresponderá a la autoridad competente según las reglas de distribución de poder internas de cada ordenamiento (STC 252/1988). La dependencia estatal de la Unión alcanza incluso al plano normativo donde la exclusividad competencial es la excepción. Lo normal es que los títulos competenciales sean concurrentes y la normación se produzca de modo compartido de acuerdo con un marco de referencia establecido en la legislación de la Unión. Necesariamente la densidad de la regulación por parte de la Unión ha de ser la que corresponda a cláusulas de estructura más bien principial, como ocurría antes con las directivas, susceptibles de una cumplimentación por parte del legislador, central o no, de los Estados miembros, que han de contar con suficiente espacio para llevar a cabo una política legislativa propia. Como sucede con los sistemas federales de integración, esto es, los formados a partir de la traslación de poderes de los integrantes a la Federación, en la Unión Europea la cláusula residual favorece a los Estados miembros frente a lo que acontece en los Estados federales de devolución en los que la descentralización se produce desde la Federación a los Estados miembros5.

Pero el escollo más importante para la compatibilidad jurídica de nuestro orden constitucional con el europeo tiene que ver con la cuestión de la prevalencia, del derecho europeo frente al nacional establecida ahora de modo paladino en el Tratado. Si las relaciones entre el derecho europeo y el nacional se entienden en términos de jerarquía, y se atribuye una posición inferior a la Constitución española en relación con el derecho europeo, queda arrumbada la supremacía normativa de la Constitución y nuestro sistema constitucional resulta integrado en un orden superior del que forma parte como órgano o poder del mismo. La Constitución deja de apoyarse en una soberanía propia, la del pueblo español, para incorporarse a un orden ulterior con una fundamentación, la de un poder constituyente europeo, anterior o superior. Se procedería así a una especie de disolución del Estado español, como orden político independiente y soberano, en un sistema político, en puridad en una nueva organización política o superestado, que lo sustituiría. Con independencia del procedimiento utilizado para dicha transformación, y de la falsa cobertura constitucional que pudiera invocarse, en lo que habría de concluirse es en que tal transformación supondría una verdadera reforma constitucional, imposible de llevar a cabo sin cambiar la Constitución. Naturalmente lo que ha de decirse es que esa transformación del Estado no es posible y que por tanto no cabe presentarla como un objetivo llevado a cabo a través del Tratado Constitucional.

La constatación de la prevalencia del derecho europeo sobre el nacional, constitucional o no, no hace sino consagrar un principio jurisprudencial reconocido en la práctica jurídica comunitaria desde bastante tiempo atrás (casos Costa c. Enel y Simenthal) y no debe entenderse como la manifestación de la superioridad del orden constitucional europeo sobre el nacional, sino como una exigencia inexorable («requisito existencial» se le llama en el Dictamen del Consejo de Estado y en la Declaración del Tribunal Constitucional) que asegure la observancia homogénea del derecho comunitario en todo el territorio de la Unión6. La afirmación del orden comunitario como sistema con eficacia en todo el territorio en términos semejantes sólo puede establecerse, además de recabando para sus mandatos efectos directos, impidiendo que ningún Estado pueda oponer al derecho comunitario la excepción de sus propias normas, incluidas las de rango constitucional7.

Las relaciones entre el derecho comunitario y el nacional no han de entenderse de acuerdo con el principio de jerarquía trasladando al orden normativo una superioridad política que un sistema institucional, el que ha producido la norma que prevalece, tendría sobre el sistema político del Estado miembro, que ha producido la norma que cede. La resolución de los conflictos normativos de acuerdo con el principio de jerarquía, implica la pérdida de validez de la norma que contradice a la superior, de manera que la norma inferior deja de formar parte del ordenamiento. Pero la superioridad jerárquica puede conllevar exclusivamente la inaplicación de la norma inferior o acarrear, a través de su impugnación, su anulación.

Las relaciones entre el derecho comunitario y el nacional deben entenderse de acuerdo con el principio de competencia. Según el mismo, como el otro gran criterio estructurador de los ordenamientos, singularmente de los complejos, cada tipo de estructura institucional tiene reservada una determinada materia o ámbito de regulación cuyo dominio no puede ser invadido por la actuación normativa de otro nivel de autoridades. No cabe entonces la contradicción entre una norma y otra, aunque dos normas procedentes de autoridades diferentes pueden ocupar el mismo espacio material. En tal caso no cede la norma inferior ante la superior, puesto que no se admite la ordenación del sistema jurídico conforme a los criterios de supra y subordinación sino conforme al principio de separación. De modo que no cede la norma dictada por el órgano inferior sino por el órgano incompetente8.

La prevalencia se plantea entonces en el plano de la vigencia y se resuelve o puede resolverse inaplicando la norma considerada inadecuada o creada sin título habilitante para su producción por el órgano incompetente. La cuestión es que el ámbito material en que se aplica la prevalencia del derecho europeo sobre el nacional es limitado y consentido, pues como ya sabemos el sistema europeo es un orden de atribución, referido a determinadas competencias, que no pueden poner en cuestión el sostenimiento de los Estados, como sistemas políticos separados y encargados del desempeño de las funciones vitales políticas de cada comunidad. De otro lado, como nos consta, son los Estados quienes soberanamente, esto es, en términos de libertad absoluta, deciden sobre su entrada y continuidad en la Unión.

Cierto que la prevalencia del derecho europeo se establece en la Constitución europea y no en la española; pero se trata de una cláusula, en virtud de lo que hemos señalado con anterioridad, más declaratoria que constitutiva. El derecho constitucional europeo, en el ejercicio de las competencias cedidas, se impone al nacional, si aquel ha de afirmarse como un orden cierto y homogéneo; y ello habría de ser así aunque no lo estableciese la Constitución europea, como efectivamente ha ocurrido siempre, de modo que la supremacía del derecho europeo no es una exigencia impuesta por dicha Constitución, sino, si bien se mira, sólo reconocida por ella9.

Si el Tratado constitucional no se propone una transformación de los Estados miembros, pues no pretende la suplantación de su poder constituyente, disponiendo de ellos, absorbiéndoles en la organización de la Unión o convirtiéndolos en simples órganos de la misma, quiere decir que su ratificación se atiene escrupulosamente a los términos establecidos en nuestra Constitución en su artículo 93, ya que la celebración del Tratado de la Unión no supone otra cosa que la atribución a una organización o institución internacional del ejercicio de competencias derivadas de la Constitución. Reparemos en que lo que la Constitución permite es la atribución del ejercicio, y no de la titularidad de determinadas competencias. La traslación del simple ejercicio, que puede ser gráficamente descrita como cesión o transferencia no necesariamente definitiva, es lo que explica la posibilidad de recuperación de las competencias entregadas si se produjese nuestra retirada (o expulsión y suspensión) como miembro de la Unión. De otra parte, como corresponde, según ya sabemos, a un orden de atribución, lo que se cede a la Unión son competencias derivadas de la Constitución. Se trata en efecto necesariamente de algunos poderes, a saber, los que requiere el sistema institucional europeo para cumplir sus fines, por tanto facultades tasadas, a ejercer de acuerdo también con determinadas formas, normativas o no. A pesar de la indeterminación del lenguaje del Tratado, ya que como sabemos la configuración finalista de las competencias implica unas posibilidades ciertas de expansión, lo que compensa el esfuerzo que en esta ocasión se ha hecho por establecer los ámbitos materiales a que alcanza la actuación comunitaria, y las posibilidades de atender a la consecución de los objetivos de la Unión a pesar de la falta de competencias concretas, cumpliendo determinados requisitos procedimentales, es obvio que el Tratado confiere a la Unión capacidad para decidir en relación con competencias concretas, determinadas, y, con las dificultades ya señaladas, ciertas.

Se trata en segundo lugar de competencias derivadas de la Constitución. No por tanto, de competencias para disponer de la Constitución. Ceder la competencia sobre la Constitución sería renunciar a la soberanía, lo que jurídicamente sólo sería posible a través de la reforma de la Constitución. Pero la Constitución únicamente puede reformarse a través del procedimiento específico habilitado para ello en nuestra Norma Fundamental, en el Título X. Como hemos señalado en otras ocasiones, si la reforma fuese alcanzable por un mecanismo no establecido para la modificación constitucional, los procedimientos de reforma no servirían para nada, y no tendríamos entonces verdaderamente Constitución, ya que una Norma Fundamental cuyas exigencias pueden excepcionarse no rige verdaderamente, ni obliga, ni, mirándolo con propiedad, es Constitución.

La cobertura constitucional del artículo 93 es suficiente, así, para justificar la supremacía del derecho europeo sobre el nacional. Dicho precepto también sirve para asumir mediante la firma del Tratado la recepción en nuestro ordenamiento de la Declaración de derechos que integra aquel ordenamiento jurídico. Recordamos que la ratificación de Tratados sobre derechos y libertades por parte de España no supone la ampliación de nuestra Declaración de derechos. No podía ser de otro modo, pues la materia de los derechos fundamentales es claramente constitucional (sin derechos no hay Constitución) y sobre ella es necesaria una decisión explícita del constituyente. Recordemos cómo durante la constituyente española se evitó, sin duda con buen criterio, la determinación de los derechos fundamentales a través de una remisión al derecho internacional, haciéndola objeto explícito de la actuación constituyente. Esta toma de posición incrementó la legitimidad de los derechos fijados en la Constitución y facilitó una actividad jurisprudencial, especialmente del Tribunal Constitucional, sobre un asidero más concreto y específico, en relación con su comprensión y aplicación. Para lo que sí sirve la Declaración es para asegurar, según ya vimos, un mínimo contenido, afirmado también a partir de la jurisprudencia que se establezca por las instancias judiciales correspondientes, que integre necesariamente el contenido esencial de dichos derechos. Piénsese de otro lado que el destinatario obligado por la declaración del Tratado son las autoridades de la Unión o los Estados cuando apliquen el derecho europeo. Evidentemente en estos casos la sujeción al derecho europeo no libra a las autoridades del Estado de su vinculación a las exigencias respecto de los derechos fundamentales establecidas en su propio derecho.

Por lo que se refiere al parámetro normativo no hay diferencias de inspiración de relieve entre las declaraciones nacionales de derechos y la europea. La europea se reclama tributaria de las tradiciones constitucionales comunes de los Estados miembros, e incorpora regulaciones que integran textos de declaraciones internacionales y desarrollos jurisprudenciales indiscutibles para todos los miembros de la Unión. Ciertamente las diferencias en el plano normativo, mínimas aunque efectivamente existentes, como no puede menos de ocurrir teniendo en cuenta la diferencia de fechas entre la Declaración europea y las demás, se aumentarán cuando se produzca una interpretación de estos derechos por parte de las instancias jurisdiccionales pertinentes, de manera que los tribunales nacionales no podrán prescindir del plano europeo ni las instancias europeas de la protección, normativa e interpretativa, de los tribunales nacionales. Procederá entonces un dialogo entre jurisdicciones, que a la postre ha de redundar en una protección más honda y eficaz de los derechos de los ciudadanos.

3. LA DETERMINACIÓN JURÍDICA Y POLÍTICA DE LAS REFORMAS CONSTITUCIONALES: EL CONTENIDO DE LAS CLÁUSULAS EUROPEAS DE LA CONSTITUCIÓN

Evidentemente el que mantengamos que, en términos estrictamente jurídicos, la firma del Tratado Constitucional no contraviene ningún precepto constitucional, por lo que no es necesario recurrir a la previa reforma constitucional que, como medio de salvar la constitucionalidad de la ratificación proyectada, contempla nuestro artículo 95 CE, no puede excluir la posibilidad e incluso la conveniencia de que se produzca una reforma constitucional en relación con esas cuestiones u otras, teniendo en cuenta, consideraciones preferentemente políticas, que como decía al comienzo de este trabajo no dejan de tener a su vez perfiles también jurídicos, aunque los mismos no sean los predominantes.

En términos jurídicos, podemos preguntarnos cuándo una regulación ha de pasar a integrar el texto normativo de la Constitución. ¿Hay algo parecido a una reserva constitucional? En un plano general podríamos hablar de una materia constitucional, designándola de modo necesariamente amplio, como la referente a la configuración política de la comunidad, pero únicamente en sus aspectos básicos o fundamentales. De manera que lo constitucional se definiría por el objeto, pero también por el nivel de la regulación de la materia. Los reglamentos parlamentarios se refieren, como las leyes que desarrollan los derechos, a materia constitucional pero no son objeto propio de la Norma Fundamental. De otro lado sabemos que hay materias constitucionales fuera de la Constitución y normas constitucionales, por utilizar la nomenclatura de Schmitt, que integran la Constitución aunque no se ocupen de cuestiones propias de ésta. Al final no podemos tener más que una idea formal de Constitución y concluir modesta, y un tanto tautológicamente, que lo constitucional es lo regulado por la Constitución.

La cuestión se simplifica algo si hablamos no de la Constitución sino de la reforma constitucional. Sólo es materia de reforma constitucional, lo que la reforma constitucional incluye, aunque la reforma constitucional, desde un punto de vista jurídico, ha de contener necesariamente aquellas regulaciones que supongan un cambio de las cláusulas constitucionales. La enmienda de una ley supone la adición, supresión o cambio de un determinado texto; en el caso de la reforma la misma está exigida si se quiere introducir una cláusula que corrija o contradiga una regulación en el texto constitucional, lo que ocurre cuando se quiere suprimir una estipulación constitucional o cambiar la misma de manera que su enunciado sea diferente; pero, no, a mi juicio, cuando se quiere añadir algo a una regulación constitucional, pues la decisión sobre el rango de esa materia es función exclusivamente de consideraciones políticas. Pongamos un ejemplo: la atribución de nuevas competencias al Senado es desde luego una materia constitucional, pues se trata de la configuración de un órgano constitucional, en la que corresponde una intervención importante a la fijación de sus facultades. Ahora bien ¿por qué esa atribución competencial ha de incluirse en la Constitución? Jurídicamente podría ser suficiente el reconocimiento de esa competencia en el reglamento de la Cámara o hacerla objeto de una ley sobre la participación de las Comunidades autónomas en los asuntos europeos, verificada en este caso concreto en el Senado. Son entonces consideraciones políticas las que llevan a decidir si una regulación, materialmente constitucional, pero que no supone un cambio constitucional verdadero, ya que no pretende suprimir ni alterar una cláusula concreta constitucional, debe integrarse en la Constitución, pasando a disfrutar de la fuerza activa y pasiva o resistencia de la Norma Fundamental.

La entrada de España en la Comunidad, como la ratificación del presente Tratado, tienen un evidente alcance constitucional, con consecuencias muy claras en ese plano. A veces nos hemos referido a tales efectos dándoles la trascendencia de una mutación constitucional. Si se nos permite el modo de hablar así, diríamos que nuestra pertenencia a la Unión, antes pero especialmente después del Tratado, habida cuenta de la constitucionalización que éste implica, ha supuesto un nuevo nivel de nuestro orden constitucional. Se ha pasado de un orden completo y cerrado, meramente nacional, a un nuevo sistema diferente y yuxtapuesto, pero a la vez dependiente e influyente respecto del primero. El derecho europeo, en efecto, se aplica y garantiza por instancias nacionales, pues, ya lo hemos dicho, no hay apenas aparato organizatorio propio comunitario, entendiendo por tal una administración y un sistema judicial exclusivos; pero el derecho europeo se cumplimenta, lo que antes se solía denominar como trasposición, mediante normas nacionales, que en realidad no son ya derecho estatal sino sobre todo, habida cuenta del parámetro que están obligadas a satisfacer, normas comunitarias. La determinación de los órganos que tienen encomendada el cumplimiento de una función en el plano de la política europea, partiendo o no de una indicación al respecto en el propio Tratado, así como del procedimiento de toma de decisión de los mismos evidentemente son materia constitucional.

De estas cuestiones tres destacan especialmente como aspirantes a integrar lo que podríamos llamar la(s) cláusula(s) europea(s) de nuestra Constitución, a incorporar, en virtud de su relieve político la reforma europea, una vez que se hiciese constar explícitamente nuestra pertenencia a Europa y la voluntad de integrar en condiciones de igualdad y plena participación la organización de la Unión. Me refiero especialmente a una cláusula que reconociese la prevalencia del derecho europeo, de acuerdo con las necesidades requeridas para asegurar la vigencia sin excepción del mismo en todo el territorio de la Unión, hasta el límite de las competencias cedidas por el Estado y respetando el orden fundamental del mismo. La limitación de las atribuciones de la Unión, en el plano normativo, está garantizada en el mismo Tratado, como ya sabemos, pero también en nuestro derecho, en la medida que, según ya ha quedado claro, lo que el artículo 93 CE permite es la cesión del ejercicio (y no de la «titularidad») de algunas competencias derivadas de la Constitución, no, por tanto, de la propia Constitución o las atribuciones fundamentales (soberanas) de la misma.

En el plano institucional la ratificación del Tratado tiene alguna implicación constitucional para nuestro ordenamiento que ya hemos señalado. En este sentido convendría referirse a la intervención de ambas Cámaras de nuestro Parlamento, por cierto en términos de igualdad, paridad que no supone una estricta novedad, que ya se observa en el caso de la reforma constitucional, para prevenir, de acuerdo con las exigencias del principio de subsidiariedad, detectando alguna invasión competencial. Seguramente no estaría demás, asimismo, recoger la posibilidad de que los jueces acuerden la suspensión de una ley española, mientras se sustancia la cuestión prejudicial y referirse a la eventualidad de que dichos jueces puedan no aplicar una ley, vigente, pero considerada anticomunitaria, por haber quedado desplazada, que no derogada, por otra ley posterior.

A mi juicio hay otra importante dimensión de la incorporación del Estado español a la organización europea que sin duda debe ser registrada en una modificación constitucional en ciernes. Me refiero a lo siguiente. La Unión Europea, por múltiples razones, comenzando por la base jurídica de su sistema constitucional, un Tratado, no puede prescindir de los Estados que son las piezas esenciales del modelo político común y, además los garantes de la observancia uniforme y homogénea del derecho europeo en todo el territorio de la Unión. En efecto no tendríamos un orden europeo verdadero si se admitiesen tantas variedades de su realización como regiones existen y no se contemplase la intervención de los Estados asegurando un nivel equiparable en la vigencia del derecho europeo en todo el territorio de la Unión. Pero la imprescindibilidad de los Estados en la base y funcionamiento de la Unión no puede poner en cuestión la condición descentralizada de sistemas políticos como el español ni hacer posible una recuperación de las competencias por parte del Estado central en cuanto responsable final del desarrollo y aplicación del derecho europeo, que según el reparto interno de poderes, corresponda en nuestro caso a las Comunidades Autónomas.

Así no sobraría la garantía constitucional introducida mediante la reforma de la Norma Fundamental, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, estipulando que el desarrollo del derecho europeo se ha de hacer de conformidad con los criterios de distribución competencial de nuestro ordenamiento, reconociéndose asimismo la facultad de las Comunidades Autónomas para participar, utilizando la representación del Estado, en la toma de decisión por parte de los órganos comunitarios sobre asuntos de competencia exclusiva o preferente de una o de varias Comunidades Autónomas conjuntamente.

La importancia de la reforma constitucional propuesta que consistiría, de acuerdo con lo señalado, en añadir a la Constitución los cambios referidos, nos enfrenta a mi juicio a una verdadera configuración de la forma política española, integrante de un orden mayor, aunque yuxtapuesto, al nacional, no exactamente superior y diferente del mismo, como se ha visto, que es la organización europea. Tal decisión, aun con un sentido antes confirmador que innovador, en la medida que no se trata de crear un nuevo sistema político sino de reconocer nuestra pertenencia al mismo, tiene un obvio alcance constitutivo, lo que afecta sin duda al Título Preliminar de la Norma Fundamental, que es el lugar en que se contiene la definición esencial, tanto en términos valorativos como organizativos, de la forma política. Por ello es en este mismo Título Preliminar donde debería incluirse, al menos la parte nuclear, de la reforma propuesta. Se trataría, por tanto, de una reforma cualificada, que ha de llevarse a cabo por la vía agravada del artículo 168 de la Constitución, requiriéndose entonces, según es bien conocido, de una mayoría especialmente alta, reiterada y acompañada obligatoriamente de un referéndum de todo el cuerpo electoral de la Nación, procedimiento que, a mi juicio, debe aplicarse al resto de las reformas de la Carta Suprema preconizadas por el Presidente del Gobierno.

-------------------------------------

1 Art 95 CE: «1. La celebración de un Tratado internacional que contenga estipulaciones contrarias a la Constitución exigirá la previa revisión constitucional.

2 El Gobierno o cualquiera de las Cámaras puede requerir al Tribunal Constitucional para que declare si existe o no esa contradicción.»

El procedimiento de ese requerimiento en detalle en el art. 78 de la LOTC.

2 Soy, en principio, partidario del tipo de Constituciones que LOEWENSTEIN llamaba pragmáticas, frente a las programáticas. La exhaustividad constitucional provoca rigideces en el ordenamiento, reduce las opciones del juez y hurta determinadas cuestiones a la dinámica política.

3 I. PERNICE, «Eurpäisches und nationales Verfassungsrecht» en las actas de la Veröffentlichungen der Vereinung der Deutschen Staatsrechtslehrer (2001).

4 «La Unión respetará la identidad nacional de los Estados miembros, inherente a las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de éstos, también en lo que respecta a la autonomía local y regional. Respetará las funciones esenciales del Estado, en particular las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad interior».

5 Véase mi trabajo, «El Estado autonómico en perspectiva». Revista de Estudios Políticos, nº 124. Abril-junio 2004, pág. 11.

6 Como no podía ser menos la integración se hizo asumiendo lo que en realidad es el fundamento de la misma, esto es, la supremacía del derecho comunitario sobre cualquier norma de derecho nacional que se le opusiera. La aceptación de la prevalencia del derecho europeo no ha de considerase un rendimiento del principio de la soberanía, a la que no se renuncia puesto que la decisión sobre la incorporación y la permanencia en el nuevo sistema político corresponde a cada Estado. Pero lo cierto es que, al menos comparado con las ventajas funcionales de la prevalencia, la soberanía resulta un concepto bastante inútil en el modelo europeo, lo que sin duda da cuenta de la capacidad de innovación del edificio constitucional comunitario.

7 Los Estados, además, son los garantes de la observancia uniforme y homogénea del derecho europeo en todo el territorio de la Unión. Como señalamos más adelante, no tendríamos un orden europeo verdadero si se admitiesen tantas variedades de su realización como regiones existen y no se contemplase la intervención de los Estados asegurando un nivel equiparable en la vigencia del derecho europeo en todo el territorio de la Unión.

8 El principio de jerarquía tiene mas bien vigencia intraordinamental, esto es, sirve sobre todo para ordenar la posición de las normas dentro del sistema. La utilidad del principio de competencia resalta en los ordenamientos complejos para entender las relaciones entre los diversos componentes del mismo, de modo que su eficacia es sobre todo interordinamental. Pero en el seno de cada ordenamiento resulta asimismo de utilidad el principio de competencia para entender el propio sistema de fuentes, de modo que la posición respectiva de las mismas no se deduce exclusivamente del principio de jerarquía (ello ocurre, por ejemplo, dentro del ordenamiento central para entender las relaciones entre la ley ordinaria y la ley orgánica, o la posición del reglamento parlamentario respecto de la ley, etc.).

9 Como se sabe la Declaración del Tribunal Constitucional (DTC 1/2004) estableciendo que no hay incompatibilidad entre el Tratado Constitucional y la Norma Fundamental española, se basa en buena parte en la distinción entre el plano normativo de la validez y el de la eficacia, de manera que las colisiones entre normas procedentes de uno y otro sistema pueden resolverse, una vez admitido que tienen lugar en el nivel de la aplicabilidad, sin recurrir a la anulación, que, en cambio, procedería si dicho conflicto se presentase como una contradicción entre normas de diferente rango. «La Proclamación de la primacía del derecho de la Unión por el art.I-6 del Tratado no contradice la supremacía de la Constitución» se lee en el fundamento IV de la Declaración 1/2004. «Primacía y supremacía son categorías que se desenvuelven en órdenes diferenciados. Aquélla, en el de la aplicación de normas válidas; ésta, en el de los procedimientos de normación. La supremacía se sustenta en el carácter jerárquico superior de una norma y, por ello, es fuente de validez de las que le están infraordenadas, con la consecuencia, pues, de la invalidez de éstas si contravienen lo dispuesto imperativamente en aquélla. La primacía, en cambio, no se sustenta necesariamente en la jerarquía, sino en la distinción entre ámbitos de aplicación de diferentes normas, en principio válidas, de las cuales, sin embargo, una o unas de ellas tienen capacidad de desplazar a otras en virtud de su aplicación preferente o prevalente debida a diferentes razones.»

Compartimos el núcleo central de la argumentación de la Declaración que, a pesar de su razonabilidad, encuentra sin suficiente base las dudas del Gobierno al preguntarse por la compatibilidad entre el Tratado y la Constitución. Desde luego, el reconocimiento al Alto Tribunal de la diligencia y sensatez de su Resolución, no puede hacerse sin señalar algunos puntos débiles de dicha Declaración. Me refiero, por ejemplo, a la artificiosidad de la distinción entre la primacía del sistema comunitario y la supremacía constitucional, así como a la delimitación, tal vez demasiado constreñida, del objeto de la consulta, de modo que todavía puede considerarse que falta una resolución constitucional sobre nuestra integración europea, así como el silencio, excesivamente prudente, sobre la posibilidad, ya no digo sobre la necesidad o pertinencia, de una reforma constitucional sobre Europa.

De todos modos, y yendo al fondo, sería conveniente no llevar en la argumentación que a veces se utiliza contra la decisión del Tribunal Constitucional, demasiado lejos l´ esprit de système. La compatibilidad entre el orden constitucional y el comunitario es bien difícil de lograr si nos limitamos a aplicar, para entender sus relaciones entre sí, la mejor lógica en el sistema de fuentes que es la jerárquica. Pero la utilización del criterio de la jerarquía lleva o bien a la absorción del sistema estatal en el orden comunitario, si se conjuga a favor del derecho comunitario, o bien a la inoperancia del sistema europeo, si nos inclinamos por la superioridad del derecho estatal. Al final no tendríamos un sistema complejo, un megaordenamiento, sino un complejo de sistemas, cuya ordenación interna depende de criterios aleatorios y difícilmente reducibles a un canon de previsión y seguridad.

Por ello es pertinente esforzarse por encontrar una «segunda salida», menos brillante, menos clara, también menos sistémica. La diferenciación entre validez y eficacia y la oposición entre el principio de jerarquía y el de competencia constituyen el equipamiento categorial de que disponemos ahora para explicar el superordenamiento que integran el derecho comunitario y los nacionales. Preguntémonos por la virtualidad operativa y no sólo por los títulos lógicos de dichos instrumentos.

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR