Trascendencia del heredero

AutorJesús Ignacio Fernández Domingo
Cargo del AutorDoctor en Derecho y en Historia Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación Profesor Titular de Derecho Civil U.C.M.
Páginas175-209

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La figura del heredero como trascendente es, quizá, la más importante de la sucesión (si hacemos abstracción de la propia del causante), porque su existencia ha sido fundamental a lo largo del devenir histórico. Es más, por todo cuanto llevamos señalado, podemos llegar a la conclusión de que en ese otro binomio herencia-heredero la esencialidad estaría constituida por la figura del heredero (de llamamiento obligatorio en alguno de nuestros ordenamientos forales), por lo que es también evidente que puede existir un heredero sin herencia, pero no es posible una herencia sin alguien que la reciba (salvo el supuesto de la yacencia que, como bien sabemos, no deja de ser una situación provisional).

Desde una concepción primitiva, puramente espiritualista, la figura del heredero ha hecho su aparición con un contenido y una función ciertamente trascendente, bien ajena a los tiempos actuales, que parecen haberse detenido en su posterior aspecto patrimonial, que es el que se trasluce. Pero, como hemos venido sosteniendo reiteradamente, este ulterior criterio finalista no "puede" -ni "debe"- concretar ni definir la figura del heredero; porque ello conllevaría, en cierto modo, a desnaturalizarla, reduciéndola a la de un mero receptor -responsable, eso sí- de una masa de bienes o de relaciones jurídicas transmisibles.

Si no aceptamos que el patrimonio de una persona se transforme en su herencia, por las especiales connotaciones de esta última (otra cosa es que lo consideremos por mero afán didáctico, como hizo Royo Martínez), ¿por qué hemos de aceptar el papel del heredero como el del mero receptor de un conjunto de bienes o de relaciones jurídicas transmisibles?

Y es que toda la confusión radica, como acabamos de exponer, en la equiparación de los términos "herencia" y "patrimonio", utilizada habitualmente a la hora de dar una explicación del tránsito del uno a la otra; Page 176 pero no nos percatamos de algo esencial: que el sentido patrimonial que alcanza mayoritariamente al heredero proviene de una cohesión familiar, manifestada a lo largo de la Historia.

Como apuntaba d'Ors, «si consideramos la propiedad del hogar, es de derecho natural que el propietario, en previsión de su muerte, dé un destino a esa preferencia real, generalmente a favor de alguna de las personas que constituyen su familia. Pero esta previsión puede extenderse a todo el patrimonio,...»274.

No vamos a reflexionar de nuevo sobre este sentido -ya tuvimos ocasión de hacerlo en la Primera Parte-, pero sí queremos insistir en que tanto propiedad como familia son términos que han estado unidos, indisolublemente, desde que hay conciencia de la existencia de la propiedad privada (aunque lo fuera del grupo). Por ello no podemos, hoy en día, vincular el concepto de heredero al criterio finalista (y material) de la herencia, con esas claras connotaciones de deriva patrimonial que acabamos de señalar.

En la actualidad, donde el concepto, la idea de familia, es plural -y eso cuando no se diluye en formas y manifestaciones cada vez más peculiares o más abstractas-, lo que parece más aconsejable es la salida del "heredero" vía legal hacia el voluntario, sobre todo allí donde impera la libertad testatoria que constituye, en definitiva, quizá la solución más aceptable para la mayoría de los supuestos, dados los tiempos que corren.

Salvo contadas situaciones, como, por ejemplo, la presencia de menores o discapacitados, un deber de alimentos, etc., la tendencia de los ordenamientos no es, precisamente, a la restricción que plantea el sistema de legítimas. Tal sistema tuvo, por qué no reconocerlo, su momento y su razón de ser. Desde la legítima de Chindasvinto hasta el sistema del Código civil hay un largo trecho, un amplio recorrido histórico que ha sido capaz de ahormar una realidad que, de alguna manera, reclamaba esa protección para los parientes más inmediatos, y que no era otra que una restricción a la capacidad dispositiva del causante. Pero en España hemos sabido convivir con los ordenamientos forales, en alguno de los cuales esa libertad no sólo no ha sido un problema, sino que se ha desarrollado dentro de la lógica más elemental.

Fijándonos en la libertad ayalesa, la más representativa y la más amplia de todas, son contados los supuestos en los que el padre no ha dispuesto Page 177 a favor de sus hijos o descendientes. Es más, allí donde lo ha hecho, o se ha reconocido la justicia de la medida, o se ha sufrido el rechazo social. Uriarte Lebario se hace eco de estas situaciones en su conocida obra sobre el Fuero ayalés275. Y es que, en definitiva, la libertad de testar no implica -no debe- una desheredación (tampoco podría hacerse sin más, sin que existan unas causas objetivas y tasadas que reconoce el ordenamiento), ni siquiera una preterición, en el sentido restrictivo que también le concede nuestro Código; la libertad sólo consiste en la utilización del superior criterio de la equidad que, en ocasiones, incluso se deja al supérstite, como es el caso, por ejemplo, de la fiducia sucesoria aragonesa y balear, del comisario vizcaíno y gallego, o del heredero distribuidor de Baleares.

No vamos a entrar en el análisis de tan interesantes figuras, pero sí a constatar cómo todas ellas, fruto sin duda de una larga evolución consuetudinaria, encuentran su fundamento último en la equidad y, por qué no decirlo, en el sentido común. No obstante, sí queremos llamar la atención sobre un aspecto fundamental: el causante "renuncia" a señalar (nombrar, llamar) un heredero. Lo que hace es, sencillamente, permitir que sus bienes -su herencia- se distribuya equitativamente por quien, a la postre, va a conocer las auténticas necesidades de su prole. ¿Hay algo más razonable? Pero no estamos en presencia de heredero ninguno, sino de perceptores de bienes y derechos.

Esta idea de que sea el cónyuge supérstite quien decida el destino de los bienes es, sencillamente, una buena idea. Existiendo una familia organizada -al menos según los cánones más tradicionales- quién mejor que el supérstite para organizar el aspecto patrimonial respecto de los bienes del premuerto. Pongamos un ejemplo: un padre, consciente de Page 178 que, por las circunstancias que sean -una enfermedad grave, un accidente,...- va a morir, encarga a su cónyuge que distribuya, cuando y como quiera, sus bienes propios entre sus hijos, que aún son menores. La madre, a medida que la familia va desarrollándose, va a ir conociendo las necesidades reales de sus hijos, porque la vida no es igualitaria para todos. De ahí que, en el momento que crea oportuno, distribuirá equitativamente (hay que insistir en esta idea de la equidad) los bienes del padre difunto, en consideración a las necesidades reales que se han ido produciendo a lo largo de unos años. Como es obvio, primará su atención sobre los más necesitados, atribuyendo una cantidad menor a quienes, por lo que sea, se hallen en mejor situación.

Esta previsión, sin duda alguna irreprochable, no conlleva, sin embargo, una delegación respecto de quién o quiénes han de ser "herederos" del padre. Todos, de una u otra forma, "heredan" al padre premuerto, pero ninguno de ellos es, en realidad, su heredero; porque esta determinación, ciertamente personalísima, no puede transmitirse a nadie. El supérstite se limita -y es algo con lo que estamos plenamente de acuerdo- a distribuir, cuando lo considera oportuno, unos bienes y derechos dejados por el causante, según las ulteriores necesidades de la familia que él, por haber tenido un tiempo más de vida, ha podido conocer y valorar.

Pero, insistimos, no estamos en presencia de ningún heredero, sino de preceptores de bienes y derechos de una herencia. El hecho de que se trate de los hijos del premuerto, que "heredan" los bienes y derechos, no es óbice para esta consideración.

1. Desarrollo del concepto ontológico del heredero

Una vez contemplados los antecedentes históricos, y planteada también una visión más actual de la figura, es necesario, afrontar nuevamente el que hemos denominado concepto ontológico del heredero, mediante la formulación de nuestra personal tesis, que, pese a todo, seguimos considerando válida.

Tras haber incidido -e insistido- en la diferencia entre lo que es ser heredero y lo que es heredar -llamémosle ahora como queramos-, nos resulta imprescindible acometer un desarrollo, siquiera sucinto, de la teoría que hemos venido sustentando. Y para ello nada mejor que llevar a cabo el desarrollo de un sencillo esquema, a través del cual puedan Page 179 aportarse también algunas soluciones prácticas, más allá de las ya expuestas en el Segunda Parte, y que, en alguna medida, avalen nuestro personal punto de vista.

A Título de heredero

Comenzaremos señalando que el denominado título de heredero es algo que debe ser entendido como una cualidad inderogable, indeponible y, lo que es más importante, irrenunciable de una persona. Y es que podrá o no aceptarse una herencia -ésa es, sin duda, una cuestión aparte-, pero lo que sí es evidente es que "Y", por ejemplo, es el heredero de "X", aunque "Y", por las razones que fuere, nunca quiera o pueda heredar; resultando finalmente "Z" quien se haga cargo de una herencia que no fue deferida a su favor. Es más, tenemos también supuestos de herederos que ni siquiera tienen la posibilidad de serlo (al menos en un sentido objetivo). Eso hemos podido contemplarlo en los antecedentes históricos y lo reconocemos también en cualquiera de las codificaciones modernas.

Partimos pues de un planteamiento sencillo: "Es" heredero quien un causante "quiere" que lo sea. Así, Martín ha sido nombrado heredero por Pedro; pero Martín...

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