Las transformaciones del derecho: clasicismo y contemporaneidad

AutorLenio Luiz Streck
CargoUniversidade do Vale do Rio dos Sinos (Unisinos)
Páginas37-52

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1. Elementos introductorios

Antes de pasar a desarrollar el tema objeto de esta conferencia, me gustaría establecer algunos puntos de partida, presupuestos teóricos –por así decirlo– necesarios para la adecuada comprensión del abordaje que pretendo realizar.

Es así necesario proceder a un ajuste semántico del término «clasicismo», presente en el título de mi conferencia. A este respecto, la expresión «clásico» –en el ámbito de la filosofía, de las letras y de las artes– se encuentra habitualmente asociada a la cultura de los antiguos griegos y romanos. Más en concreto, por lo que concierne al Derecho, el clasicismo se referiría a las configuraciones y coordinadas asumidas por lo jurídico en el contexto de la antigüedad grecolatina. En este marco, y ahora ya en términos filosóficos, es posible afirmar que el carácter identificador de dicho período se hallaría basado en algo que bien puede denominarse como una visión objetiva de mundo; es decir,

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todo el problema del conocimiento se encontraría presidido por un objetivismo naturalista. Este elemento todavía prevalecerá, en cierto modo, durante el período medieval –al menos en lo que se refiere a la filosofía «oficial» de la iglesia católica, exceptuando, evidentemente, los movimientos nominalistas– y solo tendrá su definitivo golpe de gracia con la llegada de la modernidad cartesiana y la proclamación del imperio de la subjetividad.

Por otra parte, lo «clásico» también se puede predicarse de obras, acontecimientos o instituciones que, por su singularidad y originalidad, resultan indiferentes al transcurso del tiempo, lo trascienden, y asumiendo un aire de perennidad, forman el bagaje de generaciones de lectores, cultivadores, seguidores, etc. Con Ítalo Calvino, podemos decir, que un clásico es una obra que nunca ha terminado de decir lo que tenía para decir, porque trata de temas que siempre consternan al ser humano. Es de ese modo que un Don Quijote, por ejemplo, puede ser mencionado como un libro clásico, una vez que nos afecta de forma decisiva aún en nuestro mundo contemporáneo. En efecto, aunque escrito en una época cuyas configuraciones culturales eran sensiblemente diferentes de aquellas que predominan en nuestro contexto actual, muchos de los temas y cuestiones que se proyectan del texto de Cervantes nos parecen extremadamente actuales y vigentes y, muy probablemente, así lo seguirá siendo dentro de cincuenta, cien años o más…

Mi abordaje, aquí, buscará ajustarse a esta segunda posibilidad de sentido de «clasicismo». En ese contexto, mi exposición tendrá por base la siguiente pregunta: en términos jurídicos, ¿qué es lo que, proveniente de otros tiempos históricos, aún nos afecta y de alguna forma está presente en nuestro cotidiano contemporáneo? En este caso, la respuesta pasa, necesariamente, por la explotación de los elementos que componen el fundamento de lo jurídico en la modernidad. Es seguro que, como occidentales que somos, nuestras nociones sobre el Derecho emergen de un caldo de cultivo que involucra –como bien lo recuerda el ensayista brasileño J. H. Dacanal– factores derivados de la Hélade, de Roma, y de la tradición judaico-cristiana. Sin embargo, en la modernidad se ha creado una cantidad expresiva de instituciones que, sin paralelo en la historia, han establecido el rumbo de orientación del Derecho hasta los días actuales. Derecho subjetivo, Estado, ciudadanía, etc. son términos que denotan algo nuevo o, si anterior-mente existente, completamente renovado a partir de la modernidad.

Por eso, para hablar sobre clasicismo, no me referiré directamente a la cultura grecorromana, si bien colocaré como punto de partida el análisis de aquello que ha sido edificado como una especie de santísima trinidad de la modernidad jurídica: el Estado, el derecho subjetivo (posteriormente, derechos fundamentales), y la Democracia. Entiendo que, a partir de esos tres elementos, es posible desplegar las principales transformaciones entre lo «clásico» y lo «contemporáneo» cuando se trata de Derecho. Antes, sin embargo, será necesario detener la mirada en el principal elemento de la modernidad y gran responsable

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de trazado jurídico-arquitectónico por el que resultan las instituciones mencionadas en el párrafo anterior; o sea, la subjetividad.

La subjetividad nace, propiamente, con el cogito cartesiano (aunque sea justo decir, con Charles Taylor, que ya existía una especie de proto-cogito en San Agustín). La revolución de la subjetividad, promovida por Descartes, permite la construcción de un nuevo horizonte para la configuración de los problemas morales y jurídicos: a partir de allí, el mundo objetivo y rígido del sentido dado de antemano por estructuras externas al ser humano (naturaleza o Dios) comienza a desmoronarse y el ser humano, por medio de su consciencia, pasa a ser el «constructo del sentido

Tengo la convicción de que esa revolución es presidida por una bendición mixta: al mismo tiempo que representa una conquista, marca el inicio de un peso epistémico, por así llamarlo. Por un lado, es incontestable que el desprendimiento del sujeto con relación a los sentidos que la objetividad naturalista y teológica de la época medieval imponía a los individuos representa una liberación política y del espacio para el desarrollo de potencialidades humanas. Por otro, ese desprendimiento del «mundo objetivo» y la instauración del sentido subjetivo, derivado de la voluntad individual, hace nacer el peso epistémico que es la demarcación de los límites que emergen de ese elemento volitivo que, en algunos casos, parece escapar al control de la Razón y entregarse completamente a las pulsaciones y deseos.

Así, si el legado más grande de la Modernidad es la libertad individual y la «destrucción» de un mundo de representaciones objetivas y deterministas, los retos contemporáneos que presionan los límites de lo jurídico y terminan por producir transformaciones estructurales en la arquitectura jurídica moderna se presentan a partir de la necesidad de establecer puntos de efectiva limitación a las obsesiones voluntaristas y que llevan a la arbitrariedad, sea del Estado, sea del individuo.

Al propio tiempo, otra filosofía cuestionadora de las objetividades y los universalismos clásico-medievales también está a la base de la formación del Estado y de las ideas relacionadas a los derechos (subjetivos) individuales: el nominalismo. Es aquí que Thomas Hobbes asume protagonismo y requiere de un análisis más cuidadoso.

Aclarados esos temas previos, paso ahora a tratar más en detalle los puntos antes mencionados.

2. Lo clásico en derecho: modernidad y afirmación de la subjetividad

Un punto decisivo para el Derecho es la comprensión del rol asumido por el sujeto en la modernidad. La subjetividad es una construcción moderna. Y, claro, esa transformación paradigmática es de fundamental importancia para los sucesos modernos como el contrato

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social para la creación del Estado absolutista. Más específicamente: es necesario comprender que la modernidad efectivamente «crea» el sujeto (y el sujeto «crea» la modernidad) y que eso incorpora significativas consecuencias para la teoría del derecho.

Todo eso se puede presentar más claramente si regresamos a aquel que es considerado el «padre de la modernidad». Descartes, por el contexto opresivo y dogmático que el saber escolástico había cristalizado, tuvo la intención de libertar a la filosofía de esa situación indigna. Y lo hizo por medio de la afirmación de la duda. Todos los dogmas y afirmaciones y dogmas de la tradición fueron puestas en duda por el cartesianismo, hasta que esa duda topó con algo que ya no podía ser objeto de duda: mientras se duda no se puede dudar que aquel que duda, existe, y que tiene que existir para poder dudar. En la medida que dudo, soy. El yo es aquello que no puede ser puesto en duda. De ese modo, antes de la teoría del mundo (ese sí, objeto de duda), debe situarse la teoría del sujeto. De aquí en adelante, la teoría del conocimiento es el fundamento de la filosofía que la hace moderna, diferenciándola de la medieval. Sin embargo, lo que Heidegger viene a mostrar es que hay elementos ontológicos de la tradición medieval que perduran en Descartes y, en último extremo, en toda la filosofía moderna.

Eso porque la afirmación de la razón y de una racionalidad absoluta y segura no solo interesaba, como se pretendía por la Iglesia católica, en la medida en que solamente a partir de tal afirmación resultara posible una «prueba» racional de la existencia de Dios. No es casual que todos los racionalistas dogmáticos, y aun después la filosofía crítica de Kant, se ocuparon de ese tema. Eso significa que la pretensión de describir y de aprehender la totalidad desde afuera, que caracterizaba la Metafísica greco-medieval, persistía en la modernidad, habiendo ingresado por las vías del racionalismo dogmático de Descartes, Leibniz, Christian Wolff, Baugartem, etc., con el desplazamiento de esa totalidad para el sujeto racional, el cogito de Descartes.

El derecho natural moderno, por tanto, se radica en ese movimiento, que tiene en el cogito cartesiano su desencadenamiento. El yo que pone no se dirige a cualquier cosa previamente dada, sino que se da a sí mismo lo que en ella está. «Lo que en ella está es yo pongo; soy aquel que pone y piensa» (Heidegger: 1992, 107), el Derecho. De ese modo lo...

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