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[en] Self-employment and the transformation of the wage earning society: the spanish and french reforms

Sumario. 1. Introducción. 2. Una regulación atravesada por la actuación del Estado. 3. Un proceso de reforma ambiguo. 4. A modo de conclusión. 5. Bibliografía. 6. Anexo: resumen de los dispositivos jurídicos analizados.

  1. Introducción

    Desde hace algún tiempo los análisis sobre la dinámica del empleo llaman la atención sobre el carácter novedoso de ciertas figuras laborales que combinan trabajo asalariado y trabajo autónomo (D'Amours, 2014; Bureau y Corsani, 2012; Boheim y Mühlberger, 2009; Darbus, 2008; Perulli, 2003). La mayoría de las categorías de empleo suelen vincularse al contrato asalariado, diferenciándose según su duración, el tiempo de trabajo o los actores que en él intervienen. Sin embargo, las formas híbridas a las que aquí nos referimos desbordan el estricto perímetro de la empresa, reconociendo por primera vez formas de subordinación en un espacio de "libre intercambio" (el definido en torno al trabajo formalmente autónomo) donde dicha subordinación no tiene razón de ser jurídica. Y es que, como sabemos, tan sólo el contrato asalariado reconoce en el ámbito de la empresa tal subordinación como libremente consentida por parte del empleado, un trabajador cuya actividad es dirigida y coordinada con la actividad de otros por el empleador o por las figuras en las que éste delegue. El poder público, por su parte, interviene ampliamente en este contrato considerado a priori como privado, precisando y limitando los efectos de la autoridad del empleador, sometiéndole a obligaciones que configurarán derechos y protecciones adscritos al estatuto del trabajo asalariado.

    Más allá de este ámbito de la empresa, el derecho mercantil regula el libre intercambio entre sujetos libres, verificando llegado el caso la conformidad del objeto, el precio y los plazos como en cualquier otro contrato singular. La ejecución del trabajo contratado es dejada en este caso a discreción de quien presta el servicio, y las obligaciones comerciales de quien lo contrata se limitan al abono del precio acordado. Aquí, aunque el poder público interviene igualmente--principalmente mediante la fiscalidad--, no busca con ello prevenir o contrarrestar un desequilibrio previo en las posiciones ocupadas por los actores presentes. De hecho, en caso de producirse tal desequilibrio sería la jurisprudencia la que, eventualmente, denunciaría al empleador ordenante, transformando el contrato (comercial) en un contrato asalariado. Tal y como puede pues apreciarse, los derechos y protecciones acordados a los trabajadores no tienen existencia jurídica más que como contrapartida de la subordinación del trabajador asalariado.

    Desde este punto de vista resulta entonces comprensible que inquiete la emergencia de formas de empleo situadas en la interfaz de estos dos universos diferentes. A menudo se ha percibido tal emergencia como una consecuencia del desempleo masivo que expulsa a los asalariados fuera de las empresas y les transforma en trabajadores autónomos, sometidos a duraciones e intensidades de trabajo extremas para obtener clientes y asegurar la continuidad de sus ingresos. Estos nuevos trabajadores no gozarían ya de las protecciones arduamente peleadas por los asalariados a lo largo del siglo pasado, temiéndose el retorno de formas de trabajo extenuantes e inestables similares a las de los comienzos de la industrialización. La extensión de un fenómeno de estas características sería, no obstante, minoritario pues el estatuto del trabajo asalariado mantiene aún su hegemonía en las distintas modalidades de trabajo. Francia y España, por ejemplo, apenas cuentan con un 11,0% y un 16,4% respectivamente de trabajadores autónomos dentro de su población ocupada (la UE-28 un 14,2%) (Eurostat, Labour Force Survey, Q4, 2015), englobando además en dicho colectivo situaciones muy heterogéneas difíciles de anudar a un único movimiento de transformación. Algunos de estos trabajadores, por ejemplo, ejercen su actividad en la periferia de las empresas, contribuyendo y participando--a distancia y sin apenas protección--de su ecosistema. Para estas personas su antiguo empleador se ha convertido en su principal cliente, ahorrándose éste los costes del salario social: en lo sucesivo será responsabilidad de los trabajadores reproducir su propio capital, por limitado que éste sea (4). Otros autónomos ejercen su actividad dentro de los propios muros de la empresa, se entremezclan con sus asalariados, participan directamente de la cooperación productiva aun cuando el empleador no tenga con respecto a ellos ninguna obligación específica (Célérier, 2012). Y los hay, finalmente, que se ajustan a lo que podríamos denominar como trabajadores autónomos "auténticos".

    En cualquier caso, lo que podemos constatar es que por toda Europa el trabajo autónomo está siendo reformado (5). Tales reajustes jurídicos--que impulsan la instalación por cuenta propia de trabajadores previamente asalariados--constituye la experiencia común de los algo más de 30 millones de trabajadores autónomos existentes en la Unión Europea (Eurostat, Labour Force Survey, Q4, 2015). Con el objetivo de comprender dicho movimiento, el presente artículo aborda la figura del auto- emprendedor implementada en Francia en 2009, así como el estatuto del trabajo autónomo instaurado en España en 2007 por medio de la Ley del Estatuto del Trabajo Autónomo (LETA) (cf. anexo al final de este artículo). La comparación de los casos de Francia y España se justifica en la medida en que ambos países encarnan dos vías de reforma del trabajo autónomo a priori claramente diferenciadas. Francia, por un lado, ha ampliado y reglamentado el estatuto del emprendedor individual instaurando la figura de un emprendedor que se mueve en el ámbito de la independencia pero al cual se adscriben al mismo tiempo elementos fundamentales del salario social (reforzando así el carácter híbrido de esta figura). Este nuevo estatuto ha logrado un éxito inmediato innegable: un año después de su creación, el 12% de los trabajadores autónomos se habían adscrito al mismo, representando más de la mitad de las nuevas empresas creadas ese mismo año (Institut National de la Statistique et des Études Économiques-INSEE). España, por su parte, ha optado por un acercamiento al espacio del trabajo asalariado, considerando al autónomo como un "trabajador" al que podría incluso llegar a reconocérsele eventualmente su dependencia económica (tal y como ocurre con la categoría jurídica del trabajador autónomo económicamente dependiente). España se aproximaría así a la experiencia italiana del lavoro parasubordinato (Berton, Pacelli y Segre, 2005), si bien dotando a estos nuevos trabajadores de derechos y protecciones más amplias. Esta es la razón por la cual el dispositivo español ha sido presentado como innovador desde el punto de vista del derecho, como un modelo a seguir capaz de conjurar los riesgos presentes en el devenir del trabajo autónomo.

    Estaríamos pues ante dos proyectos reformistas diferenciados que apuestan, no obstante, por dotar a los trabajadores externos a la empresa de derechos y protecciones cuyo disfrute dependería en teoría del sometimiento a la autoridad patronal. Dicha operación jurídica resulta, sin embargo, todo menos evidente. Tal y como hemos señalado, los trabajadores autónomos no tienen mayor vínculo con quien demanda sus servicios que el que se deriva de un acuerdo puntual, de forma que sus intercambios no dejan espacio, en principio, a una intervención jurídica como la existente en el trabajo asalariado. Resulta pues necesario recurrir a instituciones ad hoc encargadas de fijar los criterios y las normas a partir de los cuales se juzgará si estos trabajadores están sujetos a constricciones insuperables que pudieran justificar su equiparación al resto de asalariados. Son estas dimensiones y complejidades las que ambos dispositivos que estamos analizando (especialmente visible en el caso español) tratan de organizar. En ellos, la subordinación de los nuevos trabajadores autónomos no adopta la forma de una tutela permanente, sino que debemos descubrirla en la repetición de los intercambios puntuales con sus clientes, donde se ejecutan los mismos gestos, se efectúa el mismo proyecto o se aprueba el mismo tipo de inversión.

    Las categorías jurídicas abren, como vemos, no pocos dilemas que, a menudo, limitan el alcance de nuestro análisis sobre las transformaciones en marcha. Debemos pues ir más allá de tales categorías jurídicas, adoptando un marco sociológico más amplio que, en nuestro caso, tomamos prestado de la sociología del salariado (Rolle, 1997; 1988; Naville, 1984). En dicho marco de análisis el trabajador no es definido por su contrato, sino por su inscripción en un dispositivo mercantil que condiciona su acceso a los intercambios sociales. El trabajo, desde este punto de vista, no abarca el conjunto de actividades existentes, a pesar de que muchas de ellas- -sin ser trabajo--sirven para cubrir necesidades fundamentales. Desde la perspectiva que aquí estamos reivindicando, la distinción fundamental operada por el derecho entre trabajo autónomo y trabajo asalariado no tendría razón de ser y la propia categoría de "trabajador independiente" o de "trabajador autónomo" resultarían paradójicas. Autónomos o asalariados, todos se inscriben en un dispositivo mercantil del que obtienen los medios de subsistencia. Son, en este sentido, trabajadores y este elemento común prima, desde un punto de vista analítico, sobre la posible variedad de sus empleos. Todos ellos llevan así la marca de una subordinación que desborda las fronteras de la empresa y se organiza en la reproducción compleja de la sociedad salarial. Con esto no queremos decir que pese sobre ellos una constricción permanente: su libertad existe, aun cuando no pueda aspirar a ser total. A decir verdad, salariado y libertad individual son dos realidades completamente...

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