Tiranía, despotismo y complejidad social

AutorAndrea Greppi
Cargo del AutorUniversidad Carlos III de Madrid
Páginas59-76

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  1. La idea de tiranía ocupa un lugar central en las tipologías antiguas y modernas del poder corrupto. Su fuerza retórica le asegura un lugar muy destacado en el imaginario político antiguo y moderno. Las palabras de Platón nos resultan cercanas cuando leemos la descripción del tirano como esclavo de sus propios esclavos y de la tiranía como la odiosa condición de quienes están en manos de alguien que, a su vez, es esclavo de sus pasiones. Estas imágenes ilustran aspectos fundamentales del malestar en que viven las sociedades contemporáneas. La palabra "tiranía" es uno de esos términos que atraviesan grandes distancias, que superan resistencias y revoluciones. Pero es también una de esas palabras sobre las que con el paso del tiempo han ido depositándose adherencias de todo tipo. Eso las convierte en prodigiosas herramientas para aproximarse a situaciones históricas dispares y también, al tiempo, en superficies peligrosamente resbaladizas. Son palabras tramposas, que dan a entender más de lo que significan, o menos, y que inducen falsas analogías. Están formadas de un material altamente soluble, que puede enturbiar incluso lo que está más a la vista.

    El concepto de tiranía se caracteriza por su connotación invariablemente negativa. Tiránico es el dominio de quienes ignoran el bien común y gobiernan sin el consentimiento de los súbditos, el poder de quienes gobiernan apoyándose únicamente en el miedo y la violencia. Y, por consiguiente, son corruptas las constituciones que llevan en su seno el germen de la tiranía. Pero la presencia de una connotación negativa constante no basta para demostrar la estabilidad a través del tiempo de una categoría tan amplia como ésta. Al contrario, es lícito suponer que la tipología de las formas del poder corrupto ha experimentado a través del tiempo una evolución paralela a la que se ha dado en la tipología de las formas virtuosas de gobierno. Es aquí donde se sitúa la hipótesis que quisiera explorar en las próximas páginas. Se trata de observar que la noción de tiranía, la peor de las formas desviadas de gobierno, ha acabado perdiendo el lugar

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    central que ocupaba en la tipología de las formas del poder corrupto. La figura del tirano, en otras palabras, ha ido quedando desplazada a medida que iban apareciendo otras formas de poder desviado, manifestaciones de opresión que no encontraban acomodo en la caracterización tradicional del poder tiránico. Con ello, se ha venido abajo también la correspondencia especular que antes se daba entre la forma óptima de gobierno y la forma pésima. En las sociedades contemporáneas, y por las razones que luego intentaremos aclarar, no existe ninguna forma virtuosa de poder personal que pueda contraponerse a la forma extremadamente corrupta del poder del tirano. Cualquier forma de poder que no pueda ser legitimada por la vía de la legalidad es considerada indeseable.

    Así las cosas, la virtud del sistema político tiende a ser analizada como una variable independiente respecto de la virtud de los gobernantes y de los ciudadanos. Este cambio debe ser explicado como el resultado de un cambio más extenso, que no es meramente semántico, sino que tiene que ver con las transformaciones que se han dado en el plano de los hechos. Parece claro, en efecto, que por su intensidad y extensión las modalidades contemporáneas de la violencia política poco tienen que ver con las formas de violencia a las que recurría el tirano antiguo para hacer valer su posición dominante.

    Nuestra valoración del sistema político ya no depende solamente de que éste sea un instrumento eficaz para seleccionar a los gobernantes más virtuosos y para promover la disposición virtuosa de los súbditos. Los sistemas constitucionales de las modernas democracias no están diseñados para garantizar la elección de los mejores y se justifican más bien como herramientas adecuadas para alcanzar resultados aceptables en términos de justicia y eficacia, dadas las condiciones sociales y económicas en que operan. En este contexto, la antítesis fundamental entre la forma óptima y la forma pésima de gobierno cambia de significado. No se refiere ya a la contraposición entre el gobierno de los mejores, pocos o muchos que sean, y el gobierno de los peores, uno, pocos o muchos, sino a la diferencia que existe entre las formas de gobierno que logran recabar el consentimiento de los ciudadanos y aquellas que no están en condiciones de hacerlo. La tipología contemporánea de las formas de gobierno sigue girando, pues, en torno a la alternativa fundamental entre dos tipos puros, y contrarios, pero ahora la línea de demarcación se sitúa en la distinción entre la demo-cracia, que expresa el ideal del gobierno del pueblo, que se ejerce bajo el imperio de la ley, y la auto-cracia, que es la situación en la cual el poder se concentra en manos de un único gobernante, que lo ejerce en ausencia de ley. En las próximas páginas recordaré algunas características de esta contraposición fundamental.

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    Mi único propósito es sugerir que la noción clásica de "tiranía" ya no permite identificar, a diferencia de lo que sucedía en otros contextos históricos, los rasgos fundamentales del poder sumamente despótico.

  2. Tomemos como punto de partida algunas consideraciones elementales sobre la cambiante y controvertida relación entre tiranía y despotismo. Para los clásicos, para Aristóteles, por ejemplo, tiranía y despotismo eran conceptos contiguos, que se convertían, en ocasiones, en términos intercambiables. El caso paradigmático de coincidencia entre ellos era el de las monarquías despóticas, aquéllas en las que el tirano ejerce un poder ilimitado sobre todas las cosas y gobierna la ciudad como lo hace el amo en su comunidad doméstica1. Lo que interesa observar en este punto es que tanto la tiranía como el despotismo, bajo determinadas condiciones, podían ser consideradas como formas de dominación legítima. Esto era así porque los antiguos creían en la existencia de esclavos -y, por tanto, de amos- que lo son por naturaleza, sujetos que por disposición natural tienden a aceptar la dominación de un déspota. Se pensaba que eso sucedía regularmente entre los orientales y bárbaros o, conforme a una tradición ampliamente documentada en la tradición del pensamiento político occidental, entre los turcos, los persas, los chinos, los moros y hasta los etíopes. En esos lugares, la monarquía despótica era la norma y no un síntoma de corrupción social. La antítesis de esta clase de despotismo es la dominación propiamente política, entendiendo como "política" la que se da en una comunidad de iguales. Y lo interesante, de nuevo, es observar que la justificación del despotismo en algunos lugares o entre determinada clase de gente no implica que el déspota viva, como en cambio sí hace el tirano, en el desprecio de la ley, dominado por sus pasiones, entregado a la violencia. El poder del amo sobre el esclavo es despótico porque no está sometido al principio de reciprocidad que rige las relaciones entre ciudadanos2, pero no es poder enteramente arbitrario, ya que obedece a las leyes naturales de la guerra, de la administración doméstica o del mercado.

    No es éste, sin embargo, el sentido que atribuyen los modernos a la noción de despotismo, ni tampoco la relación que habitualmente establecen entre despotismo y tiranía. En la etapa fundacional del constitucionalismo moderno tiene lugar un importante desplazamiento semántico, en el que intervienen, al

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    menos, dos circunstancias decisivas3. Por un lado, el reconocimiento universal de la igual dignidad de todos los seres humanos. El reconocimiento histórico de que todos los seres humanos son iguales en derechos implica, lógicamente, que no existen esclavos por naturaleza. A partir de ahí ninguna forma de despotismo podrá ser aceptada ya como legítima, pues por ninguna razón es lícito tratar a hombres libres como si fueran esclavos. Por otro, la transformación que experimentan una serie de nociones clave de las que dependía el significado de la noción de tiranía. Entre ellas la de "bien común" o la de "virtud". Como resultado de estos cambios la tiranía deja de ocupar la posición central que antes ocupaba en la tipología de las formas corruptas del poder. Si antes era la peor de las distintas formas de gobierno, ahora la categoría central del gobierno corrupto pasa a ser el despotismo. Así, por ejemplo, en el pensamiento de Montesquieu que, a diferencia de otros ilustrados, convierte al despotismo en una de las tres formas puras de gobierno, junto con la monarquía y la república. Las tres formas rectas de la tipología clásica, siguiendo una tradición consolidada desde Maquiavelo, quedan reducidas a dos, según si el poder reside en una única persona o en varias. La noción de despotismo, por su parte, pasa a englobar las distintas manifestaciones de poder corrupto4. Entre ellas, naturalmente la tiranía.

    Estos cambios pueden ser interpretados como una más entre las muchas dimensiones del transito hacia una concepción liberal o proto-liberal de la libertad. Como es de sobra conocido, Montesquieu explica que el poder tiende a corromperse, cualquiera que sea su forma, cuando actúa sin frenos, sin la oposición de una fuerza de signo contrario. En esta perspectiva, la corrupción ya no es producto de la ausencia de virtud en el gobernante, de la voluntad o la inteligencia del político, sino de la simple ausencia de límites. Hay despotismo siempre que se vive sin ley y sin norma, siempre que una persona -cualquiera- actúa según su voluntad y capricho5. Despótico es, por ejemplo, el modo de vida

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    de los salvajes de Luisiana, esos extraños seres que, cuando sienten el deseo de coger un fruto, quizá una banana, lo cogen, aunque para llegar a él tengan que cortar el árbol desde la raíz6. Cuando se ignora el espíritu de las leyes, el único principio de gobierno eficaz es el miedo y eso explica por qué, aun en los casos en los que cuenta con la aprobación de...

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