La incidencia de la tipología suelo urbanizado-suelo rústico de la ley 8/2007 sobre la clasificación de suelo establecida por las leyes autonómicas. Incidencia sobre el régimen jurídico del suelo urbano, urbanizable y no urbanizable

AutorÁngel Menéndez Rexach
CargoCatedrático de Derecho Administrativo Universidad Autónoma de Madrid
Páginas64-81

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1. La clasificación del suelo en la legislación estatal anterior

La trilogía1 clasificatoria vigente (suelo urbano, urbanizable y no urbanizable) fue introducida en la reforma de 1975-76, que modificó la regulación de la LS56, sobre todo en cuanto a la depuración del concepto de suelo urbano y el establecimiento de la nueva clase del urbanizable, integrando en ella el de reserva urbana y el urbano sin urbanizar de la LS56. La E. de M. de la Ley de reforma (Ley 19/1975, de 2 de mayo) afirma que «la clasificación del suelo sigue siendo clave para la determinación del régimen jurídico aplicable a los terrenos y para la regulación del proceso de desarrollo urbano». Pero se introducen en ella modificaciones importantes, que son, en síntesis:

  1. La clasificación del suelo urbano se hace depender de situaciones fácticas: a) la urbanización con los servicios que se mencionan (acceso rodado, abastecimiento de agua, evacuación de aguas y suministro de energía eléctrica)2; b) la consolidación de la edifi-Page 65cación al menos en dos terceras partes de la superficie en la forma que el plan determine (art. 63.a)3. A los criterios anteriores se añade un tercero: «los que en ejecución del plan lleguen a disponer de los mismos elementos de urbanización a que se refiere el párrafo anterior» (art. 63.b). En mi opinión, este criterio era (y es) superfluo, pues estos terrenos serán urbanos por haberse transformado en virtud de la sobras de urbanización ejecutadas con arreglo al plan. Su inclusión expresa en la Ley de reforma se entiende seguramente para marcar distancias con la Ley del 56, que, como se recordará, consideraba urbanos los terrenos por el mero hecho de que estuvieran enclavados en un sector con plan aprobado. La Ley de 1975 subraya así claramente que no basta la aprobación del plan (parcial) sino que tiene que estar ejecutado (y, por tanto, urbanizados los terrenos) para que el suelo se pueda clasificar como urbano4.

  2. Se mantiene el concepto de solar (art. 82), si bien, además de los requisitos previstos en la LS56, se exige que los terrenos tengan señaladas alineaciones y rasantes si existiera plan de ordenación. Asimismo, se mantiene la regla de que el suelo urbano no se puede edificar hasta que tenga la condición de solar, pero se introduce la salvedad de que «se asegure la ejecución simultánea de la urbanización y la edificación mediante las garantías que reglamentariamente se determinen» (art. 83.1).

  3. La nueva clase del suelo urbanizable se integra por los terrenos «a los que el Plan General Municipal declare aptos, en princi-Page 66pio, para ser urbanizados», distinguiéndose las categorías de «programado» y no «programado» (art. 79)5. La sustantivación de esta nueva clase tenía la ventaja de corregir los excesos de la Ley del 56 en cuanto a la consideración como urbanos de terrenos rústicos incluidos en sectores con plan parcial aprobado. Pero incurría, a mi juicio, en el defecto de clasificar el suelo no en atención a su «situación» fáctica (es decir, el mismo criterio que se quería aplicar al suelo urbano), sino en atención a su «destino», que era, obviamente, la transformación mediante las correspondientes obras de urbanización. De este modo, la clasificación se basaba en criterios heterogéneos: su situación real, para el suelo urbano, y su destino, para el urbanizable.

  4. Finalmente, el suelo no urbanizable (la E. de M. no explica el cambio de denominación) se subdivide en dos categorías: a) residual (o «común», como se la denominará en la práctica), aplicable a los suelos no incluidos en las otras clases; b) de especial protección, aplicable a los espacios merecedores de ella por sus valores (agrícola, forestal, ganadero, paisajísticos, culturales, históricos, etc.). Se refleja así, por primera vez, la procedencia de excluir del proceso urbanizador determinados terrenos en atención a sus características reales, lo que debería acreditarse en el plan. En este caso, la clasificación como no urbanizable debía basarse, como en el urbano, en la situación real de los terrenos. En cambio, la aplicación del criterio residual no necesitaba, en principio, justificación.

En la regulación de la clasificación del suelo en la LS76, que se mantendría inalterada en la LS926, la discrecionalidad del planifi-Page 67cador residía, en sustancia, en la decisión de clasificar o no el suelo como urbanizable y también en la asignación de usos (calificación) dentro de cada clase. Pero la trilogía clasificatoria parecía responder a la «naturaleza de las cosas». Al menos, así pareció entenderlo el Tribunal Constitucional. Tras la STC 61/1997, no cabe duda de que el legislador estatal puede disponer la existencia de varias clases de suelo y que esa clasificación forma parte de las «condiciones básicas» para el ejercicio del derecho de propiedad, ex artículo 149.1.1ª de la Constitución. Según la citada sentencia, «el art. 9.1 TRLS dispone tan sólo la existencia de tres supuestos básicos por relación con el derecho de propiedad urbana, a fin de distinguir otros tantos regímenes jurídicos fundamentales: suelo en el que no puede darse esta forma de propiedad (delimitación negativa); suelo en el que sí puede establecerse y, por tanto, se encuentra abierto a un proceso de adquisición; y, en fin, suelo en el que ya se ha consolidado su existencia» (FJ 15.a). Para el Tribunal, la clasificación del suelo es «el presupuesto de la misma propiedad del suelo», sin la cual «no sería posible regular condición básica alguna del ejercicio del derecho de propiedad urbana (...) puesto que constituye la premisa a partir de la cual se fijan tales condiciones básicas» (FJ 14.b). De ahí la pertinencia de que la legislación estatal exija la equivalencia de las clasificaciones que pueda introducir la legislación autonómica, ya que «tal equivalencia es condición básica para la igualdad en los derechos y deberes inherentes a la propiedad urbanística» (ibidem).

Esta doctrina constitucional viene a respaldar lo que era ya un lugar común en la doctrina: que no hay un estatuto unitario de la propiedad del suelo, sino varios en función de su clasificación, de la que resultan los derechos y deberes básicos de los propietarios. Pero la lectura de la sentencia produce la impresión de que los «tres supuestos básicos por relación con el derecho de propiedad urbana», de los que resultan «otros tantos regímenes jurídicos fundamentales», son irreductibles en cuanto determinantes de la trilogía clasificatoria, con independencia de que los criterios para la inclusión en una u otra clase pudieran experimentar alguna variación.

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La Ley estatal 6/98, de régimen del suelo y valoraciones (LS98), mantuvo la misma trilogía, si bien, en aras de la «liberalización» del suelo, hizo del urbanizable la clase residual, con un doble objetivo: a) aumentar la oferta de suelo urbanizable; b) reducir la discrecionalidad del planificador, obligado a justificar la clasificación como no urbanizable con apoyo en alguno de los motivos establecidos en la Ley (artículo 9), ya que esa clasificación quiebra la presunción favorable al carácter urbanizable del terreno. Las vicisitudes posteriores, sobradamente conocidas, frustraron sustancialmente el propósito perseguido por el legislador estatal7. Ante todo, por la interpretación tan amplia que algunas leyes autonómicas hicieron del criterio de la «inadecuación para el desarrollo urbano», al incluir tanto la inadecuación morfológica como la puramente urbanística (es decir, la preservación del proceso urbanizador de acuerdo con el «modelo territorial» que el plan se proponía establecer). Con esa interpretación cualquier suelo podía ser clasificado como no urbanizable. Para evitar ese resultado, que, en definitiva, dejaba las cosas como estaban (aunque con la importante diferencia de que, tras la LS98, hay que motivar la clasificación del suelo como no urbanizable), el Real Decreto-Ley 4/2000 suprimió el criterio de la inadecuación para el desarrollo urbano.

Pero el propósito perseguido con esta supresión quedó también, en buena parte, frustrado por la doctrina contenida en la STC 164/ 2001, que resolvió los recursos de inconstitucionalidad contra la propia LS98. Según la sentencia, la legislación autonómica y, en virtud de ella, la planificación territorial y urbanística, deben tener siempre un margen para definir los criterios de clasificación del SNU y, al hacerlo, condicionar no sólo el «quantum» de suelo urbanizable, como clase residual, sino también el ritmo de su incorporación al proceso urbanizador y las intensidades de usos admisibles8.

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En cuanto al suelo urbano, la LS98 mantuvo, en lo sustancial, los criterios de clasificación de la legislación anterior, es decir, la consolidación de la urbanización o la edificación9. La principal novedad de la LS98 residió en la distinción de dos categorías, «consolidado» y «no consolidado» (artículo 14). Esta distinción, sin arraigo alguno en la legislación de régimen del suelo, se hizo relevante para la determinación de los deberes de los propietarios, mucho más onerosos en el suelo no consolidado. La distinción se basaba en la existencia o no de urbanización «consolidada», pero no se regulaba en la Ley estatal, por lo que había que remitirse a lo establecido en la autonómica. Sorprendentemente, la STC 164/ 2001 respaldó la consideración de esta doble categorización del suelo urbano como «condición básica» del derecho de propiedad, porque «sirve, exclusivamente, para definir las facultades y deberes urbanísticos de los propietarios» (FJ 19), añadiendo que la Ley no impone «un deber de distinguir ni incluir en el planeamiento esas dos categorías» ni, menos aún, contiene «criterios concretos sobre...

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