Tierra y conmoción o el arte de la grieta. (Dos fragmentos)

AutorGeorges Didi-Huberman
Páginas194-213
246
Tierra y conmoción o el arte de la grieta*
(Dos fragmentos)
GEORGES DIDI-HUBERMAN
ÉCOLE DES HAUTES ÉTUDES EN SCIENCES SOCIALES, PARÍS
El cante jondo es un arte de chalados, de grietas: un arte para volverse loco y de
desmesuras que arden. Algo desmesurado como el cante jondo no es ni una idea
ni un objeto: demasiado telúrico y «bajo» para erigirse en idea, demasiado huidi-
zo —ardiente— para fijarse en objeto, posee cualidades muy distintas a esas que
según el ser son permanentes y según la evolución relativas. En su Lógica del
sentido, Gilles Deleuze llama a eso, desde las primeras páginas —como cuestión
tan crucial que afecta a todas nuestras opciones de pensamiento—, puro devenir:
«puro devenir sin medida, auténtico volverse loco que nunca se detiene, en las
dos direcciones al mismo tiempo, esquivando siempre el presente, haciendo coin-
cidir el futuro y el pasado, el más y el menos, lo demasiado y lo insuficiente en la
simultaneidad de una materia rebelde».1
Esta materia rebelde, excesiva, podría ser la voz o el gesto humano, el cante o el
baile. Una y otra vez constatamos, por propia experiencia, que está amasada con
paradojas, es decir, con todo lo que se opone a la doxa, a la opini ón, al buen sent ido,
al sentido común. Deleuze evoca las paradojas no tan sólo desde el punto de vista de
la fórmula o de la lógica (algo entre los estoicos y Lewis Carroll), sino también desde
el del pathos o la tragedia (algo entre Nietzsche y Fitzgerald), llegando finalmente a
sugerir que las paradojas forman «la Pasión del pensamiento», nada menos.2 Para
empezar, escuchando el cante jondo «sufrimos», por decirlo así, las paradojas que un
canto sin medida impone a nuestro oído, a nuestro pensamiento. Pero este sufri-
miento es también una fuerza: «La fuerza de las paradojas reside en que en sí mismas
no son contradictorias, pero nos permiten asistir a la génesis de la contradicción. El
principio de contradicción es aplicable a lo real y a lo posible, pero no a lo imposible»
o a la desmesura del puro devenir. Por otro lado, en el cante jondo se encuentran las
tres características de la paradoja reveladas por Deleuze: «conjuntos anormales»,
«elementos rebeldes», «distribuciones nómadas».3 Es por ello que, en general, si es-
cribimos sobre flamenco, no podemos expresarnos sino a través de paradojas.
La auténtica fuerza de las paradojas se sitúa en un punto en el que su necesa-
ria violencia —conmoción, percusión— va acompañada de unas sutileza s im-
* Traducción de Pedro G. Romero y Nadine Janssens.
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posibles de reducir a una simple combinatoria. En el cante jondo el mismo gesto,
la misma inflexión de voz, se desdobla ante nosotros como choc y como aura,
como percusión física muy precisa y como imprecisa repercusión psíquica. Así es
la «materia rebelde» de este arte que hace «coincidir el futuro y el pasado, el más
y el menos, lo demasiado y lo insuficiente» en un «auténtico volverse loco que
nunca se detiene»... Es como si, en el cante jondo, a cada instante tuviéramos que
citar juntos esos dos poemas contemporáneos debidos respectivamente a Nietzs-
che (para la patada o el martillazo) y a Mallarmé (para la repercusión aurática,
para el estremecimiento, la caricia, el beso):
No escribo tan sólo con mi mano,
También mi pie quiere ser escriba.
Firme, libre e intrépido, se pone a correr
Ya a través de los campos, ya sobre el papel.4
¡Vértigo! Tiembla
El espacio como un gran beso
Que loco de haber nacido para nadie
No puede brotar ni calmarse.5
Del mismo modo que hay filó sofos que escriben a martillazos violentos y poetas
que lo hacen con abanicos trémulos, hay cantaores, bailaores o guitarristas que
interpretan su música al mismo tiempo a martillazos y con abanicos, a patadas y
con volantes, a puñetazos y con sonidos perlados. Si el espacio tiembla «como un
gran beso» (Mallarmé o la dulzura) es para someterse al imperio del «martillazo»
o la patada (Nietzsche o la violencia). En el cante jondo, la voluptuosidad siempre
acaba precipitándose en una alegría más cruel o en un sufrimiento más esencial.
Eso es exactamente lo que —pese a su imperfección o, en ocasiones, a la po-
breza de su puesta en escena— vemos en algunos fragmentos de películas que
nos muestran a Carmen Amaya6 en acción. De entre todos ellos, el más caracte-
rístico es el último, realizado en 1963, algunas semanas antes de su muerte, cuan-
do la gran bailaora regresó al barrio gitano barcelonés en el que había nacido para
rodar Los Tarantos.7 En una escena de juerga demasiado breve, filmada entre las
barracas del Somorrostro, vemos a Carmen Amaya —ya anciana— decidiéndose
súbitamente a bailar: sin preludios, sin introducción ni preparación, nos encon-
tramos de golpe en el corazón fulgurante de sus bulerías. Y no son sino golpes,
justamente, taconazos sobre las tablas, palmas, dedos repiqueteando sobre la mesa.
Todo se transforma en una percusión generalizada, delirio rítmico colectivo,
hasta que la bailaora, en pie, sentada, de nuevo en pie —y se advierten ahí los
problemas del cámara para seguir tales decisiones, tales cambios inopinados—,
culmina su actuación con una de esas vueltas quebradas de las que sólo ella cono-
cía el secreto.
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