Tiempo de justicia. Reyes Mate y la memoria de las víctimas

AutorAlberto Sucasas
Páginas72-82

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Los vivos y los muertos

Acaso podría estimarse el valor de una cultura -muy en particular, su sentido de la justicia- en función del trato que brinda a sus muertos. La evidencia etnológica e histórica es masiva: en las sociedades primitivas o tradicionales, donde el peso del pasado es extremo, los muertos gozan de un extraordinario prestigio, de suerte tal que la comunidad de los vivos se constituye y perpetúa mediante el recuerdo de los antepasados, objeto de cuidado y veneración permanentes. Quienes ya no están no por ello dejan de inscribirse en el tejido colectivo: en el imaginario del grupo, vivos y muertos coexisten en relación recíproca.1De esa constelación cultural poco parece sobrevivir al carácter postradicional de una modernidad empeñada en cancelar todo valor normativo del pasado.2Se diría que los muertos y el pasado, así como las tradiciones religiosas que alentaron el respeto hacia ellos, pertenecen a un mundo caduco, al que sólo cabe apelar desde una nostalgia anti-moderna. Quien reivindicase la memoria de los muertos se adheriría, ipso facto, a las filas de la reacción: imposibilidad del avance civilizatorio sin una profilaxis de olvido. Tal es el precio de la exigencia progresista, que en razón de ello tiende a minar el continuum histórico en tanto que «red de los contemporáneos, los predecesores y los sucesores».3Es inherente a la conciencia moderna la tentación de olvidar que todo viviente es un super-viviente.4

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De ese designio epocal derivan consecuencias filosófico-prácticas de primer orden. Muy en particular para la teoría de la justicia, cuyas versiones estándar (las propuestas procedimentales del consorcio Habermas-Rawls) promueven un innegociable presentismo, es decir, una axiomática de la duración que privilegia una de sus dimensiones (la del presente, tiempo de los vivos) en detrimento de las dos restantes (pasado y futuro, tiempo de quienes -ya o aún- no viven): la decisión acerca de lo justo corresponde, en exclusiva, a la colectividad de los vivos, nula o escasamente preocupados por los muertos o los aún no nacidos.

Al procedimentalismo hegemónico se oponen dos herejías diferenciadas, según hagan hincapié en uno u otro de aquellos colectivos. Pero les es común la denuncia del presentismo y la reivindicación de la alteridad (la del muerto o el aún no nacido respecto al vivo) como focos mayores para una reconstrucción de la idea de justicia.

El principio de responsabilidad de Hans Jonas ejemplifica una de esas orientaciones teóricas. Frente a la hybris tecno-científica, posibilitadora de una devastación sin precedentes en la historia de la especie,5se propone una ética no utópica (hostil a la ideología del progreso, cómplice del presentismo: si está garantizado un futuro mejor, no hay límites para la libertad de la decisión actual) de la responsabilidad cuyo imperativo categórico reza: «Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra».6Reyes Mate defiende, entre nosotros, la segunda heterodoxia. Denunciando la deriva de una tradición unilateralmente apegada al interés de los vivos,7su teoría de la justicia -eje del proyecto filosófico inaugurado por La razón de los vencidos (1991)- recurre a la autoridad del pasado, de los muertos, como única instancia apta para elaborar una idea de lo justo ético-políticamente plausible: «Si los muertos no importan, entonces la felicidad no es cosa del hombre sino del superviviente. Si importa la vida de todos, entonces relacionaremos la vida frustrada de los muertos con los intereses de los vivos, negándonos a seguir un proyecto que supusiera el desprecio de los caídos».8Sólo podemos «avanzar mirando al retrovisor»,9dado que -según el dictum

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benjaminiano- «ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer».10¿Qué hemos de hacer, en justicia, con nuestros muertos? Pero, ¿cabe hacerles algo?

¿Qué universalidad?

El modo en que, pese a proclamar tarea de todos el dictamen sobre lo justo (la idea demo-crática -decisiones colectivas adoptadas por la comunidad de afectados- subyace, desde sus formulaciones primitivas, al contractualismo), la justicia procedimentalista excluye el interés de los muertos sugiere una perspectiva crítica sobre la vocación universalista de la cultura europea. Si bien ésta pregona el imperativo de universalidad, en contraposición al particularismo de las restantes culturas, sólo acierta a dar de él una versión espuria: precisamente por basarse en el modelo del consenso,11alumbra una universalidad particularista o excluyente, donde el centro siempre expulsa de sí un margen. La mera existencia de éste denuncia lo particular de esa presunta universalidad, lo injusto de su justicia.

¿Renuncia, entonces, a la pretensión de universalidad, indisociable de la perversión eurocéntrica? En modo alguno. Mate no propugna el abandono del ideal universalista, sino su realización efectiva: la censura de las formas desvirtuadas que ha revestido históricamente está al servicio de la formulación de una universalidad genuina. ¿Cuál? La que fuese capaz no tanto de integrar el margen en el centro cuanto de pensar éste desde aquél: «El lugar desde el que aquí se propone pensar la universalidad de la razón universalmente, es el margen. En el margen se encuentra lo marginado por esa cultura de la razón que ha dominado en Occidente, erigida en centro del Weltgeist».12Dos márgenes privilegiados: el judío y el iberoamericano, sendas experiencias de sufrimiento que inculpan a la Europa antisemita y a la España colonizadora.13Doble tarea, por tanto: genealogía -en un sentido próximo al nietzscheano- de la (pseudo) universalidad europea y reformulación del núcleo de verdad inherente al pathos universalista. Esencialmente crítico, el primer trabajo se concentra en una revisión, atenta a sus patologías, del fenómeno moderno; su núcleo esencial es la connivencia entre progreso y barbarie. Al afrontar ese nudo, Mate denuncia cómo la ideología del progreso, a la que la filosofía de la historia hegeliana proporcionaría óptima plasmación conceptual, se nutre de una lógica victimaria, que subordina el sufrimiento de las víctimas, presentes y sobre todo pretéritas, al hipotético happy end de una humanidad reconciliada. Así las cosas, el continuum de la historia no puede sino avanzar de modo cruento, justificando la acumulación histórica de desdicha en aras de un futuro luminoso. De ahí la persistente denuncia del sacrificio de la humanidad al progreso, en lugar de hacer de éste un servidor de aquélla.14

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Sólo el efecto purgante de esa contralectura de la modernidad europea capacita para repensar, desde un ideal exigente de justicia, la universalidad. Su modelo no puede ser el consenso de los vivos, pero tampoco la generalidad del concepto, proclive, en el impenitente idealismo de la ratio occidental, a opacar o silenciar la verdad de lo singular.15¿Condena esa constatación a una apología, de signo anti-universalista, de lo marginado o excluido, a una ontología individualista y su correlato epistémico, un escepticismo nominalista? De ser así, la denuncia de una universalidad truncada o corrompida atraería formas de relativismo o multiculturalismo. Mate cree posible otra travesía teó-rica que, asumiendo la idea marxiana de una conexión ineludible entre conocimiento e interés (su consecuencia: el carácter irrenunciablemente práctico de la verdad, la solidaridad entre verdad y justicia), encuentre un interés genuinamente universal. No es otro que el derecho de todo hombre a la felicidad, del que resulta, como imperativo éticopolítico fundamental, la lucha contra la injusticia (Una y otra vez se reitera esta idea: no es el concepto de justicia el que nos habilita para detectar las injusticias existentes, sino que es la indignación ante éstas lo que despierta la conciencia de una justicia posible). Pero, adviértase bien, se trata de una universalidad irrestricta, por cuanto postula el derecho a la felicidad de todo hombre, sin exclusión alguna.

La teoría de la justicia de Mate se articula en la tensión entre una vocación política,16pues únicamente en forma de acción colectiva cabe dar respuesta al escándalo de la injusticia, y un individualismo ético que hace de cada hombre, en su irreductible unicidad, un absoluto.17Contra la omnipresente lógica de la explotación y la opresión se yergue la incondicionalidad del derecho del hombre, de cada hombre, a la dicha; de ahí deriva «la valoración de toda vida, incluyendo la vida (ausente) de los muertos».18

Memoria vs historia

Sobre el primado ético de una singularidad con derecho absoluto a la felicidad se asienta la centralidad del pasado -de las víctimas pretéritas, del sufrimiento y la infelicidad de los muertos- para la teorización de la justicia: «El derecho absoluto del individuo a la felicidad es lo que hace que las injusticias pasadas sigan vigentes, por mucho tiempo que haya pasado y a pesar de que el verdugo sea declarado insolvente».19

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Estamos, pues, ante una idea anamnética de lo justo, que intenta, benjaminianamente, arrebatar al tradicionalismo un secreto olvidado, un tesoro sepultado. Pero no existe un pasado único, sino dos. Por un lado, el pasado presente, tal como lo reconstruye el trabajo historiográfico. Por otro, el pasado ausente, sometido a un régimen de olvido o silenciamiento, al que sólo la memoria puede poner coto. El primero pertenece a los vencedores, mientras que el segundo es patrimonio de los vencidos.20Se impone, así, la dualidad historia/memoria en el tratamiento del pasado. Para la mirada del historiador, dos son los principios esenciales. De orden epistémico el prime-ro: el pasado es el reino de los hechos acontecidos, de lo fáctico, de lo que...

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