El tiempo de trabajo y su distribución por sexos en la Comunidad Autónoma Vasca

AutorArantxa Rodríguez - Mercedes Larrañaga
CargoFacultad de Ciencias Económicas y Empresariales - Universidad del País Vasco
Páginas07

1. INTRODUCCIÓN

Desde la antigüedad, las mujeres han ocupado un lugar subordinado en el plano social, político, económico y cultural. Todavía hoy, a pesar de los avances conseguidos, en todas las sociedades contemporáneas, mujeres y hombres siguen desempeñando tareas y roles diferenciados en la sociedad. Y es a partir del mantenimiento de estas diferencias que se reproduce la subordinación de las mujeres, de tal manera que puede decirse que dicha subordinación esta directamente relacionada con la división sexual del trabajo si bien es una consecuencia de aquella y no a la inversa.

Existe una forma de división social del trabajo que encuentra sus racionalizaciones ideológicas en argumentos que apelan a supuestas peculiaridades propias de cada sexo1. La definición de estas peculiaridades es, tal y como afirma Simone de Beauvoir en El segundo sexo2, estrictamente cultural y, por tanto, la división del trabajo en función del sexo lo es en función del sexo culturalmente definido entre otras cosas por la posición misma que se le adjudica en este sistema de división del trabajo. De acuerdo con estas peculiaridades físicas, los hombres han ocupado a lo largo de la historia puestos de dirección, creativos o de inventiva en todas las esferas de la sociedad, mientras que las mujeres desempeñan puestos en general más monótonos y pasivos basándose en las cualidades convencionales del patrón de conducta femenino: pacientes, sumisas, minuciosas y sometidas siempre a la autoridad. Pero, al contrario de lo que generalmente se acepta, no ha sido la diferencia natural la que ha legitimado su desigualdad sino la negación y reducción de esta diferencia. Porque, a lo largo de la historia, las mujeres no han sido consideradas como seres diferentes sino que han sido definidas como “hombres incompletos e inferiores”3.

Empíricamente es fácil constatar que la división de tareas por sexo tiene lugar tanto entre el trabajo doméstico y extradoméstico como internamente en cada uno de estos ámbitos. Esto permite afirmar que existe una división sexual del trabajo en la medida en que las actividades de mujeres y hombres en una sociedad, tanto dentro como fuera del hogar y la familia, están segregadas en función del sexo4. En general, esta división sexual del trabajo se traduce en una jerarquización en cuanto a la valoración social y económica otorgada a la funciones que unas y otros desempeñan y que se realiza en perjuicio de las mujeres.

En prácticamente todas las sociedades contemporáneas, dentro del hogar, la carga de las tareas domésticas sigue recayendo de forma desproporcionada –cuando no en exclusiva– sobre el sexo femenino. Esta situación se da incluso en aquellas sociedades donde la participación masculina en el trabajo doméstico es comparativamente alta. Porque, aunque existen indicios de que la participación de los hombres en las tareas domésticas va en aumento, las transformaciones en la división del trabajo en el ámbito familiar se operan a un ritmo mucho más lento que en el trabajo remunerado. Y las innegables mejoras en las tecnologías del trabajo doméstico tampoco han alterado significativamente el hecho de que las tareas domésticas continúan ocupando un número considerable de las horas semanales de trabajo de las mujeres.

En el mercado de trabajo, a pesar de los grandes avances que se han producido en las últimas décadas, los estereotipos y la segregación por sexos se mantiene sobre todo a dos niveles: por una parte, en la segregación horizontal que provoca que las mujeres se concentren mayoritariamente en un limitado número de profesiones y, por otra, en la segregación vertical, que hace que dentro de la estructura ocupacional las mujeres se sitúen generalmente en los escalones más bajos. La segregación ocupacional, junto con la sobrerrepresentación de las mujeres en las modalidades de contratación a tiempo parcial y temporal, se consideran claves para explicar el mantenimiento generalizado de diferencias salariales importantes entre mujeres y hombres.

La división sexual del trabajo en el ámbito doméstico se corresponde, así, con la división sexual del trabajo en el mercado laboral5. De hecho, ambas formas de división sexual del trabajo están profundamente interconectadas y esta correspondencia es una manifestación de la fuerte interdependencia entre el funcionamiento de la esfera doméstica y la esfera mercantil que constituye uno de los rasgos identificativos de la organización social. El reconocimiento de esta interdependencia es fundamental para entender la dinámica de la discriminación de las mujeres en la sociedad actual, su inserción parcial, desventajosa y precarizada en el mercado laboral y su impacto en el mantenimiento de unas relaciones sociales en la propia esfera privada basadas en la dependencia y la subordinación6. De manera que no es posible entender las experiencias de trabajo de las mujeres en una esfera sin tener en cuenta su experiencia en la otra. De igual modo, no es posible comprender la organización social del trabajo en el mercado laboral sin referencia a la organización familiar; y no sólo porque el nivel de disponibilidad para el mercado laboral descansa, en gran parte, en la producción doméstica sino porque la propia delimitación del tiempo de trabajo asalariado se estructura sobre la base de una diferenciación espacial y temporal previa entre tiempo de trabajo para el mercado y tiempo de trabajo de no mercado.

No obstante, por lo general, familia y trabajo siguen siendo tratadas como esferas autónomas que obedecen a lógicas diferentes. Esta manera tradicional de abordar la cuestión no es sino un reflejo del androcentrismo dominante en las ciencias sociales, en el que el modelo general de análisis se construye tomando como referencia la situación de la población masculina al margen de la experiencia femenina. El genérico persona definido por este prisma androcéntrico expresa una realidad parcial y sesgada que, sin embargo, pretende ser inclusiva de la experiencia humana.

Uno de los ejemplos más evidentes de esta visión androcéntrica y sexista de la sociedad es la consideración del trabajo doméstico como “trabajo improductivo” y su exclusión de los Sistemas de Cuentas Nacionales. Sin embargo, de acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española, trabajo es “la acción y el efecto de trabajar”, y trabajar “ocuparse en cualquier ejercicio, obra o ministerio”. Aunque en esta definición no se restringe el concepto al trabajo remunerado o asalariado, en la mayor parte de la literatura económica la equiparación entre empleo y trabajo, es practicamente total. Pero esta asimilación del concepto de trabajo con la actividad remunerada es una invención de la modernidad que tiene su origen en la estricta división sexual del trabajo que surge con el desarrollo del capitalismo industrial. Con la industrialización se inicia un proceso paralelo de salarización de la fuerza de trabajo y de externalización fuera del ámbito doméstico de la producción de bienes y servicios para el mercado. En la medida que la producción para el mercado se socializa, la división de tareas entre mujeres y hombres se redefine en torno a la separación espacial y temporal entre producción para el consumo privado y producción para el mercado. La segregación de esferas y la estricta división de tareas por sexos se combinan para asignar a las mujeres la responsabilidad sobre el cuidado de la familia y el hogar condicionando su actividad laboral a las exigencias de la organización doméstica y garantizando, simultáneamente, la disponibilidad plena de los hombres.

Así pues, con el desarrollo de la sociedad industrial el trabajo asalariado se convierte en la forma socialmente dominante de la actividad productiva mientras que el trabajo doméstico, que se realiza de forma individual, en el ámbito privado y feminizado, se torna invisible y va perdiendo progresivamente la categoría misma de trabajo. Ahora bien, la hegemonización social y económica del trabajo asalariado en modo alguno significa que ésta constituya la única modalidad de trabajo ni siquiera la única relevante. Junto a éste siguen coexistiendo otras modalidades, incluído el trabajo doméstico, pero también la autoproducción, el trabajo voluntario, etc., que aunque no derivan una compensación monetaria requieren una inversión de tiempo, dedicación y energía para producir bienes y servicios para terceras personas. La exclusión de estas actividades de los Sistemas de la Contabilidad Nacional supone no sólo un grave error de subestimación económica de la riqueza que produce una sociedad sino la invisibilidad y el desprecio de una parte importante de la contribución económica de las personas que no participan directamente de la producción para el mercado y que son mayoritariamente mujeres7.

En las últimas décadas, los esfuerzos por hacer visible y contabilizar el trabajo no remunerado ha constituido uno de los ejes principales de elaboración teórica y de acción política de las organizaciones feministas y de mujeres. Estos esfuerzos se centran en dar carta de identidad al trabajo doméstico, mostrando que esta actividad no sólo tiene como objetivo la producción de bienes y servicios para terceras personas sino que, además, puede ser analizada en términos equiparables a los del trabajo remunerado, incluyendo aspectos de las condiciones de trabajo como monotonía, intensificación, entorno técnico, etc. Se trata de romper la equívoca asimilación de trabajo con empleo y ampliar el concepto de actividad económica para incluir una visión no sesgada e integral de la economía. Por otra parte, a estos esfuerzos se ha sumado en fechas recientes el respaldo de foros internacionales como la IV Conferencia Internacional de las mujeres de Beijing y la Cumbre Social de Copenhague, en 1995, que han afirmado la necesidad de contabilizar el valor de la aportación del trabajo doméstico a partir de la elaboración de nuevos indicadores económicos y cuentas satélite para superar la parcialidad de la...

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