Testamento ológrafo: ¿transformarse, o morir?

AutorGabriel García Cantero
Cargo del AutorCatedrático de Derecho civil Emérito de la Universidad de Zaragoza
Páginas235-264

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1. Status quaestionis

Para afrontar el futuro del testamento ológrafo1 en el régimen codicial, no parece inútil preguntarse preambularmente: ¿A qué ciudadanos españoles se brindó esta modalidad de ejercicio de la testamentifactio activa a finales del siglo XIX? Bien entendido que el legislador lo consideraba de modo expreso como una de las variedades del testamento común (art. 676), de modo que lo describía sumariamente, a modo de definición (art. 676), con las siguientes palabras: "cuando el testador lo escribe por sí mismo en la forma y con los requisitos que se determinan en el art. 688". Por supuesto que no podrá perder su carácter de acto personalísimo, ni tampoco el testamento ológrafo podrá dejarse su formación, en todo ni en parte, al arbitrio de un tercero, ni hacerse por medio de comisario o mandatario (art. 670). Si bien, pese a su remarcado carácter común, le resultan inaplicables las normas generales relativas a los testigos (arts. 681, 682 y 683), y al notario autorizante (arts. 685 y 686), precisamente porque los primeros nunca intervienen legalmente en su otorgamiento (sólo ulteriormente en su adveración), y los segundos porque también lo hacen a posteriori, una vez fallecido el testador; y lo mismo cabe predicar de la unitas actuum (art. 699), que la doctrina actual considera, para el testamento abierto, requisito tanto del negocio como del documento testamentario2; de donde parecería poder

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deducirse a contrario que el otorgante del ológrafo pueda tomarse el tiempo que precise para redactarlo en su totalidad, con las interrupciones que precise, expresándolo o no así en el texto pues, en definitiva, se trataría de circunstancias temporales irrelevantes a la hora de su adveración (por ej. sería innecesario hacer constar en el documento que su autor "deja la redacción del testamento porque está citado con sus amigos, o con su novia", o bien "que está cansado de escribir y quiere airear la mente"...).

Por tanto, según el fundamental art. 688, como únicos requisitos esenciales se establece que el testamento ológrafo solo podrá otorgarse por personas mayores de edad, deberá estar escrito todo él y firmado por el testador, con expresión del año, mes y día en que se otorgue; y si contuviere palabras tachadas, enmendadas o entre renglones, las salvará el testador bajo su firma. Pero hay, además, otros requisitos generales del testamento que se modalizan en el ológrafo. Así Teodora F. TORRES GARCÍA advierte oportunamente que en el ológrafo no tiene lugar una previa identificación de su autor ya que en su redacción interviene solo el testador; en realidad tal requisito se traslada a un momento posterior, acudiéndose a un meticuloso procedimiento de configuración de su personalidad a través de los signos grafológicos contenidos en la escritura y firma del documento testamentario circunstancia que conlleva de modo inherente los riesgos de todo aquello que se comprueba postmortem de su autor3.

Gomo destacada nota singular de esta modalidad testamentaria, podría contemplarse en el testamento ológrafo, -a mi modo de ver-, el hecho de representar el máximo reconocimiento jurídico de la libertad de testar del ciudadano, pues la ley otorga validez a una voluntad de morir testado que, hipotéticamente, se puede datar cuándo y cómo se desee, a conveniencia o interés del testador, con tal de no incurrir en claros supuestos de antedatación (por ej. dar por nacido a un heredero o legatario que en realidad resulta haber nacido años más tarde), o postdatación (por ej. cuando se indica como fecha del testamento ológrafo una data posterior a su real fallecimiento). DOMÍNGUEZ LUELMO, E.4 advierte sobre el giro que ha supuesto la STS de 10 febrero 1994 en la jurisprudencia, dado que hasta entonces no se habían hecho distinciones entre fecha falsa y fecha errónea a la hora de decretar la nulidad del testamento ológrafo. Observa que casi todos los supuestos planteados eran de testamentos antedatados; en la STS de 29 septiembre 1900, la fecha de otorgamiento era anterior en diez años a la fecha del papel en que había sido escrito, en la STS de 20 diciembre 1913, la anterioridad era sólo de cuatro días a la fecha del pliego en que había sido expedido al público, en las SSTS de 13 mayo 1942 y 11 abril 1945 la prueba de la antedatación se infiere de aludir a acontecimientos posteriores a la fecha del testamento. La rigidez del criterio jurisprudencial se agudiza en la STS de 5 diciembre 1927, en la que se data

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erróneamente al día siguiente de morir el testador, y que también se sanciona con la nulidad. A partir de 1994 hay que diferenciar, según la jurisprudencia, los casos de fecha falsa intencionadamente puesta, de aquéllos otros en que sólo ha sido erróneamente transcrita, siempre que pueda fijarse con certeza el momento en que se otorgó el testamento.

Tampoco parece infrinja el art. 688, que una investigación postmortem descubra que el testador, en cierto momento que se reservó, había redactado en su totalidad el testamento ológrafo, aunque dejando intencionalmente en blanco la fecha final, que rellena ulteriormente a su conveniencia o arbitrio, incluso tachando y corrigiendo reglamentariamente el texto primitivo o las enmiendas sucesivas que, en el mismo, ocasionalmente pudiera haber introducido. Similar consideración puede suscitar el caso de un testador que escribe usualmente de modo florido y ampuloso, llamando la atención sobre el comienzo y el fin de la redacción de su documento, haciendo constar por ejemplo que lo inicia solemnemente en determinada fecha del calendario (digamos que un primero de enero, finalizando luego de una compleja redacción que manifiesta haber sido, para su autor, extensa y laboriosa, pues ha durado varios días, semanas o meses después de haberlo iniciado; posible dualidad o pluralidad de fechas que, a mi juicio, en tal hipótesis, no debiera conducir a la nulidad del testamento sino a reconocer validez únicamente a la última data). Libertad que se completaría con la teórica y poco verosímil posibilidad de otorgar hasta cotidiana, o frecuentemente, un distinto testamento ológrafo, derogando expresamente el anterior, o bien queriendo expresamente que sean válidos todos los otorgados sucesivamente (en la STS de 5 mayo 2011, se convalida un testamento ológrafo otorgado después de 17 testamentos abiertos con la mera finalidad de adicionar con legados las disposiciones anteriores). En principio parece que serán válidas todas las posibles combinaciones de fechas imaginables por su autor para datar el testamento ológrafo.

Si proyectamos las anteriores consideraciones sobre los eventuales usuarios de tal modalidad testamentaria a fines del siglo XIX, cabe concluir a primera vista, que aquellos no constituirían, a la sazón, la clase social española más numerosa. Como se sabe, se introduce en el Ce por haberlo mencionado expresamente la Base 15, no requiriéndose especial edad para otorgarlo en la primera edición, si bien la R.O. de 29 julio 1989 la introdujo inmediatamente como requisito de capacidad; se fijaba a los 23 años, conforme a la Base 8a, y sólo a efectos civiles. Este requisito probablemente se estableció con la finalidad de que el sujeto hubiera ya consolidado su letra y firma5, y parece habría que presuponer un elevado porcentaje de analfabetismo en la sociedad española, incluyendo entre ellos a los llamados analfabetos funcionales, que apenas si aciertan a dibujar su nombre a la hora de firmar, y optan en la práctica por

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estampar la huella digital en lo documentos que se les presentan. Así podríamos concluir que verosímilmente solo un grupo más bien reducido de ciudadanos, poseedores de conocimientos superiores a la media de la población, estaría en 1889 en condiciones de utilizar el testamento ológrafo, ya que, sus-tancialmente, la ley requería capacidad de expresar por escrito una voluntad de disposición de bienes postmortem, lo que presuponía pertenecer, además, a la clase nobiliaria o terrateniente, con mínima aportación de alguna incipiente clase industrial o profesional, potenciales titulares de un patrimonio a transmitir.

Es verdad que la escuela primaria de la época, sin distinción de clases sociales, enseñaba con elogiable y abnegado empeño el arte de la caligrafía, utilizando plumilla y tintero, lo que a los alumnos aventajados facilitaba personalizar su escritura, y, por supuesto, la firma habitual, que se requería bien legible y con artística rúbrica. No hay estadísticas de cuantas personas así instruidas ejercitaban luego dicha habilidad a lo largo de su vida, tanto para las comunicaciones familiares, como negocíales o administrativas. De hecho, en pequeñas y alejadas zonas rurales era muy apreciado el oficio de escribidor, escribano o equivalente del actual secretario, que ofrecían sus servicios a sus convecinos (aveces, caricaturizados en la literatura como zurupetos que se atrevían, incluso, aparentando, en la forma externa de los que redactaban, a los documentos notariales). Por otra parte, la literatura universal en la misma época brindaba no pocos Diarios y Epistolarios de autores famosos que habían intercambiado, a lo largo de su vida literaria, extensas misivas dirigidas a amigos y colegas, muy valoradas por sus biógrafos y seguidores, en las que no siempre había quedado identificado...

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